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Después de permanecer sentado por más de una hora, Malov se levantó y caminó hacia el este por el flanco de la colina que bordea el río. Pudo divisar dos cargueros amarrados río abajo en la estación de carga, y lo que parecía ser un elevador de carga moviéndose espasmódicamente hacia adelante y hacia atrás bajo las luces enceguecedoras del muelle.

Alguien que ronda de noche, robando, sin duda.

Más adelante vio un conjunto de cúpulas doradas que brillaba a la luz de la luna mientras sus cruces creaban sombras curvas alargadas y amenazantes. La reja de entrada al cementerio de la iglesia chirrió. Malov se agazapó y avanzó pegado a la verja hasta quedar a la sombra del campanario. Dentro de la iglesia se vislumbraba una luz, y cada tanto veía pasar una silueta tras las ventanas Pero no se escuchaban cánticos ni plegarias, tampoco había fieles esperando una tardía bendición nocturna Malov en persona había tomado las medidas para que el padre Alexei fuera llevado a un apartamento en el extremo norte de la ciudad, donde no estuviese disponible para bendiciones nocturnas tardías. El único que estaría en la iglesia ahora sería Tikhonovich. sacando el polvo a los iconos, susurrando conjuros, planificando sus subversiones y encuentros en Cristo.

Malov atornilló el silenciador, colocó un cargador nuevo y se arrastró hacia la tumba más cercana. La lápida estaba rodeada por una cerca de hierro rematada con púas. Apoyó el antebrazo en el travesano horizontal, apuntó la pistola hacia arriba y disparó tres veces. Hizo dos blancos y escuchó desvanecerse el eco metálico de la campana. Pocos segundos después la puerta de la iglesia se abrió y Tikhonovich apareció en un marco de luz amarilla, santiguándose como un mono.

El sereno bajó lentamente los peldaños crujientes y camino de espaldas hacia el cementerio con la cara vuelta al cielo. Malov estaba en cuclillas a quince metros de él Podía ver la espalda musculosa de Tikhonovich y una pequeña y reluciente calvicie en la coronilla. Podía escucharlo murmurar "Gospodi pomilui, Gospodi pomilui, Gospodi pomilui", y la cadencia monótona de la oración enfrentó a Malov con una imagen repentina: su propia madre arrodillada en la pequeña iglesia de madera de Ozerskoe, mientras invocaba la clemencia de un Señor despiadado. Gospodi pomilui. Malov podía oír al sacerdote del pueblo desgranar monótonamente su liturgia sin vida, y sumir a la congregación en la culpa y la superstición Podía percibir a las mujeres viejas apiñadas a su alrededor, con olor a ajo y a jabón. Podía ver la piel curtida de sus manos que iban y venían de la frente al pecho y a los hombros, la vista baja, la atención concentrada en un reino que él nunca pudo llegar a imaginar.

Malov. como impulsado por los detalles de esta visión, alzó su pistola y apuntó. A esta distancia, a despecho de la misericordia del Señor, enviaría al camarada Tikhonovich al cielo con sólo la presión de un dedo.

Sintió recular la pistola contra su pulgar Escuchó un sonido como el de una mano desnuda al golpear cemento, y vio a Tikhonovich caer sin ruido sobre la tierra del cementerio. Las suelas de sus botas de campesino se movían espasmódicamente como las patas de un perro dormido.

Cuando cesaron los movimientos y quedó inmóvil. Malov se irguió. se limpió la tierra de las rodillas y avanzó hacia la puerta de la iglesia. De su bolso de cuero saco el pincel y la pintura, y en rojo, con letras irregulares, dejó impreso un verso de su propia liturgia:

¡EL PARTIDO ES LA MENTE, EL HONOR Y LA CONCIENCIA DE NUESTRA ERA!

2

Sergei Sergcievich Propenko soñó que estaba abriendo una piña. Sentado a una sencilla mesa blanca, sostenía la fruta con una mano mientras tenía un cuchillo de cocina en la otra. A sus espaldas estaban su esposa, su hija y su suegra, y cuando cortó el ananá a lo largo con el cuchillo, las mujeres se pusieron a vitorear. En el sueño sentía que una sonrisa le pellizcaba los músculos de la cara, veía el jugo pegajoso sobre el mantel, por encima del aplauso oía la voz de su hija, Lydia. que lo instaba a apurarse. Unió las dos mitades apretándolas con el pulgar y el dedo del medio, hizo dar un giro de noventa grados sobre su eje a la fruta, bajó el cuchillo otra vez, y la soltó. Las cuatro secciones se separaron en una erupción de suculenta carne amarilla y se mecieron sobre la superficie pegajosa de la mesa: un triunfo.

Entonces de algún modo el aplauso se convirtió en un sollozo. A Propenko le llevó un momento comprenderlo. Sollozos, chinelas que raspaban el piso de la cocina, la suave explosión del gas de la cocina, una cuchara que tintineaba en una taza, más sollozos. Su hija dejó escapar una palabra ahogada que sonó como "santo" y él se preguntó cómo una celebración se podía convertir con tanta rapidez en tristeza en el reino del sueño. Pero ya no era el reino del sueño: a los ruidos de la cocina se sumaron los ruidos de la calle (frenos chirriantes de ómnibus y los cables del troley que se sacudían) y se desvaneció toda sensación de festejo. Propenko mantuvo los ojos cerrados y trató de aferrarse a los restos de su sueño, trató de recordar la última vez que había sentido un trozo de piña sobre la lengua.

Fue. si la memoria no le fallaba, en 1963.

Los pies y los tobillos sobresalían del extremo del colchón, como siempre, y sintió que Raisa le pellizcaba el pulgar a través de la sábana.

– Sergei, siete y media. Tienes una reunión a las nueve.

– ¿Qué tragedia ocurre en nuestra cocina?

Ella se sentó sobre el colchón, contra su cadera, y un viejo terror ruso remolineó por debajo del cutis de su cara.

– Anoche asesinaron al cuidador de la iglesia. El amigo de Lydia.

Propenko se apoyó sobre los codos.

– Un tiro aquí -dijo Raisa. Señaló su nuca con un dedo-. Uno de los amigos de mamá pasó por acá hace unos minutos y se lo dijo. -Apretó los labios y lo que había estado debajo de sus mejillas surgió y enrojeció la superficie, algo que Propenko había visto otras veces. La tetera silbó. Lydia seguía llorando en la cocina. Raisa le apretó la mano y lo dejó.

Se quedó sentado en la cama, invadido por un recuerdo de veinte años atrás. Estaba solo con su pequeña hija en el apartamento de dos habitaciones en Makeyevka (Raisa y Marya Petrovna estaban en la iglesia) y Lydia se echó a llorar y a agitar sus diminutos puños enrojecidos en el aire. Los bebés eran un misterio para él; había crecido en una familia en la que no había ninguno, y cuando el llanto se intensificó le pareció que se ahogaba, como si algo pasara con los pulmones de Lydia. Se acercó a la cuna y con una mano le frotó suavemente el cuerpo, desde el cuello a las rodillas, mientras sentía que el vientre soplaba como un fuelle. Al comprobar que no surtía efecto, la levantó y sostuvo el cuerpo sin peso sobre su hombro, como había visto hacer a Raisa, y caminó por el cuarto de estar palmeando la diminuta espina dorsal de Lydia. No dejaba de llorar. Se retorcía, chillaba y se esforzaba por respirar, dejando caer lágrimas y saliva sobre la espalda de su camiseta y llenaba de angustia el pequeño apartamento. Le frotó la espalda, le cantó y la meció de un lado a otro; la acercó a la ventana y le dejó mirar el humo que ondeaba y enturbiaba el aire, en la fábrica de paneles de hormigón. Nada dio resultado; la terrible tristeza persistía.

Esa vez se había sentido acusado, y ahora sentía lo mismo.

Se lavó, se vistió y fue a desayunar. Lydia estaba sentada con la cabeza gacha, las lágrimas caían sobre su kasha, el cabello colgaba lacio de modo que le ocultaba ambos lados de la cara. La abuela la observaba, con los ojos enrojecidos, ella también. Raisa estaba al lado de la cocina, escuchaba qué ocurría a sus espaldas.

Propenko apoyó una mano sobre uno de los brazos desnudos de su hija y esto provocó una nueva oleada de sollozos.