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– Lydia.

Lo miró, con la cara deformada, desprovista de toda su belleza, de tal modo que se había convertido en una imagen de la pesadilla recurrente de su padre. Hombres que echaban abajo la puerta del departamento con la intención de violarla. Raisa y Marya Petrovna le gritaban que hiciera algo. Y él estaba acostado en una cama demasiado pequeña y no podía moverse ni hablar, convertido en un gigante de madera.

– Era una buena persona -dijo Propenko, pese a que nunca había llegado a conocer a Tikhonovich, sólo había oído los informes que Lydia daba noche tras noche, y se había puesto celoso. Tikhonovich ayudaba a organizar el proyecto de un orfelinato; Tikhonovich convencía a sus toscos mineros amigos de que debían acudir a los servicios religiosos; Tikhonovieh la ayudaba con las lecciones de inglés, un amigo que casi doblaba su edad, un mentor; Tikhonovieh y el padre Alexei juntos de rodillas rezando durante horas seguidas.

– Vete a la iglesia -sugirió Propenko, porque le pareció que tenía la obligación de sugerir algo-. Habla con el padre Alexei.

– Está en Moscú -dijo Lydia, y la sacudió otro ataque de llanto.

Propenko le oprimió el hombro suavemente, pero ella se escapó al cuarto de baño, y los adultos comieron pan y bebieron té mientras escuchaban el agua que corría. Lydia reapareció al cabo de un minuto, le dio a su abuela un torpe abrazo y salió por la puerta. Oyeron el golpe de la puerta del ascensor al abrirse y cerrarse y el chocar de los cables en el cajón del ascensor.

– Era como una hija para él -dijo Raisa.

Propenko se atragantó con un sorbo de té, se recuperó y preguntó si se sospechaba de alguien.

– Los chekisti inventarán sospechosos -le dijo su suegra, insistiendo en el uso de la palabra antigua, como si fuera más venenosa-. Tienen una larga lista de sospechosos en sus celdas de tortura, ansiosos por dar un paso adelante y confesar. Muy ansiosos.

Propenko asintió con la cabeza sin mirarla. Esta mañana no necesitaba muertes y torturas con el desayuno. En su plato había tres huevos duros, pero no los acompañaba ninguna salchicha, ni manteca para el pan, ni azúcar para el té, ninguna garantía de que, después de su reunión de las nueve, habría siquiera un trabajo para proveer dinero para comprar la comida que todavía se pudiera conseguir el mes siguiente, y el otro. Era un miembro del Partido sin ninguna salchicha en su plato; muerte y tortura era lo que menos necesitaba esta mañana.

– Bessarovich vuelve en avión desde Moscú -dijo, para cambiar de tema.

Raisa lo interpretó de inmediato.

– ¿Debido a esto?

Propenko frunció el entrecejo, mordió el primer huevo y luego tomó un sorbo de té.

– La gente comenta que ella viene para disolver el Consejo. Para llevarnos a todos a Moscú.

– Yo iría -dijo Raisa demasiado rápido-. Iría mañana, Sergei. Lydia ha ido a la iglesia casi todas las noches durante todo el verano. Se la ha visto allí. Encontrarán allí algunas de sus cosas. Ahora la torturarán como torturaron a mi padre.

– No toques este tema, no esta mañana, por favor.

– ¿Qué los puede detener?

– Yo.

– ¿Tú?

– Yo.

– Sergei, esa gente son animales, no tienen ningún…

– No va a ocurrir nada -dijo Propenko-. Eso es todo.

Raisa desvió la mirada. Marya Petrovna lo observaba como era su costumbre desde hacía veintitrés años, y todavía no estaba segura de que fuera el marido que le convenía a su hija. Pinchó un trozo de torta seca con el tenedor pero no la llevó a la boca

– Quizá fueron ladrones -sugirió Propenko.

– No se llevaron nada.

– En estos tiempos pudo haber sido cualquiera.

– ¿Con una pistola? ¿De un tiro en la nuca? Di la verdad, Sergei.

– Fueron los chekisti -dijo Marya Petrovna, diciendo la verdad por él, refregándole la verdad en su cara.

– A Lydia no le van a hacer nada.

– Ya la han lastimado -dijo Raisa-. Te digo que estaba pegada a este Tikhonovich como una hija.

– Nos dio una clase de historia -agregó Marya Petrovna, cruzando los brazos y sacudiendo los codos, mientras le hacía saber a Propenko lo que se había perdido por quedarse en cama en semejante mañana-. La estudiante universitaria nos dio una clase de historia. Stalin, Dzerzhinsky, Yezhov, Berin. Llorando como una nube. Otra vez la década del 30, dijo.

Propenko había terminado de comer los huevos y todavía tenía hambre. Sus mujeres sufrían, obsesionadas por la historia, desilusionadas con él. Extendió el brazo por encima de la mesa y cortó una rebanada de la torta a medio comer de Marya Petrovna. Pasó la punta del cuchillo por debajo de la porción, se la acercó por encima de la mesa y se la deslizó en la boca.

Marya Petrovna se estiró para darle una palmada en el hombro. Raisa movió los labios como si fuera a sonreír.

Soñé que nos preparábamos para comer un ananá -dijo él, observándolas-. Lo cortaba como si fuera un cirujano. Sobre la mesa había jugo amarillo. Ustedes me rodeaban, dando vivas

Ahora las dos sonreían.

– ¿Dónde lo conseguiste?-quiso saber Raisa.

– Estaba ahí, simplemente.

– Ahí simplemente -dijo Marya Petrovna con nostalgia. Empujó su plato hacia su yerno, que acabó la torta en dos bocados.

3

Anton Czesich abrió la ventana del hotel y se inclinó hacia afuera con los muslos apretados contra el alféizar para mantener el equilibrio, usó el pulgar y el dedo del medio para enfocar un sector del centro de Moscú. El objetivo enmarcó una esquina del recinto del Kremlin (cúpulas de iglesia doradas que relucían a la luz mostaza del atardecer) y más allá, por encima de ellas, un arrugado edredón de nubes púrpura que avanzaba sobre la ciudad. El viento del oeste soplaba con fuerza contra las ventanas, forzando el marco y haciendo chirriar las bisagras, y salpicaba las manos de Czesich con granitos de polvo. Contuvo el aliento y oprimió el botón del obturador, luego dejó la cámara de lado para mirar. Desde la altura de diez pisos, incluso Moscú, acosado como estaba por la intriga y la carencia, parecía estar en paz.

Todos los vicios del mundo libre se exhibían en la acera del hoteclass="underline" un par de prostitutas se apoyaban contra uno de los pilares de cemento entre risas; un vendedor furtivo del mercado negro; un ómnibus de turistas alemanes de sonrisas afectadas, que mascullaban y se quejaban, mientras miraban cómo dos maleteros rusos canosos luchaban con su equipaje y un carro de metal. Los taxistas fumaban y challaban en pequeños grupos arrogantes, y detrás de ellos, bien en el medio de la entrada, se había instalado una limusina Zil negra con placas del Ministerio del Interior.

Czesich se quedó un tiempo al lado de la puerta, observando, como era su costumbre, desde una cierta distancia. Las prostitutas no lo tomaban en cuenta, pero él veía cómo los taxistas y el vendedor furtivo practicaban sus inspecciones, hacían sus cálculos, dirigían miradas codiciosas a su paraguas, sus zapatos, su llamativa corbata americana y su portafolio de cuero nuevo. Al cabo de pocos segundos de esta inspección, uno de los taxistas se acercó con mucha calma.

– ¿Kuda? -preguntó, recorriendo con la mirada desde el nacimiento del cabello de Czesich hasta los cordones de sus zapatos y de abajo arriba una vez más.

– ¿Adonde?

– A la Embajada Americana.

– Dvadtsat dollarov. -El taxista apretó los labios alrededor del filtro de su cigarrillo y estudió a Czesich a través del humo. Veinte dólares. Era un viaje de doce minutos.

– Un paquete de Marlbara -replicó Czesich

– Vamos.

El taxi hedía a nafta pero el conductor no parecía notarlo. Arrojó la colilla del cigarrillo por la ventanilla en dirección a la limusina del ministerio, encendió otro, puso la primera y salió como bala del hotel hacia el tránsito de la plaza Nogina. Adelante, Czesich, pudo ver el reflejo de los relámpagos que cortaban un cielo encapotado.