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– Lo tomé por un turista -dijo el conductor a modo de disculpa.

Czesich bajó la ventanilla para tener una mejor vista de la ciudad. Algunas gotas grandes ya marcaban la calle y la acera, y delante de la tienda para niños El Mundo de los Niños, donde se había reunido un grupo enorme de vendedores y mercaderes ambulantes de diverso tipo, alcanzó a ver sombrillas que surgían como hongos. El aire de Moscú le pareció más sucio de lo que recordaba. Los camiones con cubierta de lona de color, ómnibus de doble largo que despedían vapores de diesel bajo las luces de tránsito, las nubes de lluvia arremolinadas bajas y oscuras sobre su cabeza, la columna de reclutas del ejército que avanzaba a paso redoblado a lo largo de la vereda, los hombres y las mujeres que canjeaban botas por carne a pocos metros de distancia. La ciudad daba la impresión momentánea de una capital en llamas y hambrienta en tiempo de guerra.

En el mejor estilo ruso, el conductor se alejó a la carrera del semáforo cambiando de un carril a otro.

– ¿Cómo es que habla la lengua como un nativo? -le preguntó entre pitadas.

– Los padres de mi padre dejaron Moscú cuando comenzó la Revolución.

– Pravilna -dijo el taxista asintiendo con la cabeza. La palabra significaba “correcto", pero la inflexión del hombre la adornó con matices de admiración y aprobación-. ¿Y adonde se mudaron?

– A Estados Unidos.

– Pravilna, pravilna. -Aplastó la bocina con el dorso de la mano y obligó a un Zhiguli averiado a salirde su carril.- Su gente hizo lo justo. Ojalá mis abuelos se hubieran ido. Ahora estaría conduciendo un taxi en Menkhettn.

– Le gustaría -dijo Czesich. Un estampido de trueno sonó directamente sobre sus cabezas, y la lluvia cayó acto seguido. Cerró bien su ventanilla-. ¿Alguna posibilidad de que pudiera apagar ese cigarrillo? Me preocupan los vapores de la nafta.

El conductor rió y le explicó que había estado fumando en medio de vapores peores que este durante dieciocho años y no había ocurrido nada. Por el contrario, traía buena suerte. Los vapores mejoraban su estado de ánimo, le hacían olvidar que todo era mucho mejor en la época de Brezhnev. Inhaló profundamente y llenó el asiento delantero de humo. Volaban por el Kalinin Prospekt a setenta y cinco kilómetros por hora, y la lluvia tamborileaba sobre el techo, el capó y el parabrisas. Más o menos cada diez segundos el taxista tenía que hacer funcionar el limpiaparabrisas para escurrir el diluvio.

– ¿Que ocurre con la perestroika?

El hombre respondió con un bufido y se detuvo patinando ante el semáforo. Lanzó el codo por encima del asiento y se dio la vuelta para ver si su pasajero estaba bromeando.

– ¿Ve esto? -dijo levantando el paquete de Marlboro que Czesich había deslizado entre los asientos-. Por esto las prostitutas me pagan treinta rublos. Llevo los treinta rublos al taller y le doy cinco al mecánico para que mi coche todavía tenga la batería por la mañana, cinco al despachador para que no controle el medidor muy de cerca y diez al camarada Director. Cuando acabo me quedan diez rublos (de cada treinta) y he alimentado a todas sus familias. ¿Ve esta camisa? -Pellizcó la tela de una sencilla camisa de trabajo y la separó de su pecho.- Ciento ochenta y siete rublos. -Bufó otra vez, se volvió hacia adelante y dijo "perestroika" como si estuviera diciendo "mierda". Al cabo de un momento pareció que se le ocurría algo.- ¿ Korrespandyent?

– Deeplamat -dijo Czesich aunque, técnicamente, no era cierto. Tenía pasaporte diplomático y la usual e inútil autorización del departamento de seguridad, pero era un empleado administrativo común, un burócrata bilingüe, Agencia de Comunicaciones de Estados Unidos, Grado 14, Nivel 3-. He venido con el programa de alimentación.

– ¿Vende comida americana?

– La entrego.

El conductor asintió con repentina solemnidad.

– El discurso de Puchkov.

– Correcto. -Boris Puchkov era el nuevo ministro del Interior, una estrella stalinista en ascenso. No hacía mucho había pronunciado un discurso en el que advertía que los envíos de alimentos planeados por Occidente estaban afectados por la radioactividad y productos químicos, y que el personal de distribución estaba conectado con la CÍA. El discurso había molestado a Gorbachov, por supuesto, y los periodistas y la gente de inteligencia habían salido a toda prisa en busca de evidencias de una inminente insurrección de la derecha, pero no era nada nuevo. En los últimos seis meses, la perestroika había llegado a parecer una receta para morirse de hambre. Los adversarios del Presidente habían gozado de un perfil alto. En la derecha, el ejército y la KGB gruñían como perros encadenados. En la izquierda, Yeltsin se pavoneaba lanzando proclamas. Gorbachov, antes tan vibrante y optimista, era ahora un sol en ocaso, alrededor del cual enemigos y traficantes en rumores se mantenían en órbita.

– Entonces usted probablemente es un espía -dijo el conductor por encima del hombro.

– Está claro. ¿Por qué otra razón podría querer regalar alimentos?

Luego de un leve silencio, el taxista soltó una risita. Entró en la avenida, siguió unos trescientos metros, luego hizo el habitual raz cruzando la doble línea amarilla y dio una amplia vuelta de ciento ochenta grados en contra dirección sobre el pavimento mojado.

En vez de detenerse frente a la puerta de la embajada, quedando a la vista del par de oficiales de la KGB que hacían guardia allí, paró el auto unos metros más allá.

– ¿No tendría algo para vender?

– ¿Comida?

– Comida, dólares, camisetas. Cualquier cosa.

– Los alimentos ya están en camino a Vostok -le contestó Czesich-. Y temo que las otras cosas sean ilegales para nosotros.

– ¿Vostok? ¿Están regalando comida en Vostok? Mi esposa tiene un primo en Vostok que hace unas hermosas muñecas de madera. ¡Podríamos arreglar un negocio!

– No lo creo -dijo Czesich. Como consuelo, metió la mano en el bolsillo derecho de la chaqueta (su bolsillo para regalos), sacó un encendedor que tenía grabado el escudo de un club campestre de Virginia que nunca había visto, y se lo alcanzó.

– Un recuerdo.

El conductor examinó el encendedor con sus dedos manchados de tabaco y tiró el cigarrillo por la ventanilla. Metió la mano en su bolsillo para regalos y le ofreció a Czesich un pequeño calendario, que en un lado mostraba los meses de un año ya pasado y en el otro a una mujer rubia con enormes senos desnudos. La mujer estaba de rodillas con las manos en los muslos, apretando sus senos entre los codos como pálidos globos. El taxista sonrió y dejó ver un diente de plata mientras añadía "Glasnost".

4

Propenko bajó al trote los tres pisos por la escalera y salió a la mañana de Vostok con un vestigio de buen humor, pero ese estado de ánimo no tenía ningún fundamento y él lo sabía, así que no le sorprendió sentir como se desvanecía a medida que se acercaba al Edificio del Consejo de Comercio e Industria. Aparcó en el lote colindante, pasó por su oficina, luego fue a la sala de conferencias, se sentó a solas con el retrato tamaño natural de Vladimir Ilych, y contemplé el espectro del desempleo. El asesinato del amigo de Lydia flotaba en el aire a su lado, no del todo real.

Al cabo de unos minutos, Nikolai Malov entró con mucha calma y se sentó a la derecha de Propenko.

– Nuestra jefa de la capital nos honra con su presencia -dijo Malov con sarcasmo. La piel de la comisura de su boca se contrajo. Resaca, supuso Propenko-. ¿Por qué ahora, qué supones? -le preguntó Malov.