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Alrededor de la mesa hubo un cambio de actitud. Propenko exhaló aire, seguiría todavía en función. El y Leonid Fishkin mantuvieron una breve conversación con los ojos. Menos de una semana para prepararse para recibir a un visitante norteamericano de alto nivel.

– Su norteamericano -Bessarovich consultó un papel que estaba encima de la pila de carpetas- se llama Antón… Chezzik. Ocupará una suite en el Hotel Intourist y una pequeña oficina en el Pabellón Central de Exposiciones, y dedicará sus días a supervisar las entregas, investigar, tomar fotografías, escribir informes, etcétera. Por lo que sé, es de ascendencia eslava y habla el ruso con fluidez, de modo que no se necesitan traductores. ¿Preguntas?

Nadie se movió. Propenko supuso que todos los que estaban en la habitación sentían exactamente lo mismo que él. Por una parte era un alivio: la ciudad tendría más alimento, cosa que necesitaba con urgencia, y el Consejo no se desbandaba; por la otra, era una humillación suprema. Caridad occidental, justo el tipo de actitud protectora que Vostok no necesitaba.

– ¿Estará la prensa extranjera? -Leonid tuvo el coraje de preguntar.

– En algún momento.

– ¿Pero no al principio?

– No que yo sepa -Bessarovich entregó la pila de carpetas a Mladenetz y le indicó con un gesto que las pasara a los que estaban alrededor de la mesa-. Hemos preparado alguna información sobre estas entregas: cantidades exactamente determinadas, descripción de los contenidos, una lista de lugares de distribución, etcétera. -Bebió un sorbo de un vaso de agua, hizo una mueca mientras sostenía el vaso a la luz.- Lamento no haber podido prevenirlos antes -dijo, pero a Propenko le pareció que no lo lamentaba en absoluto. Iba a seguir cuando la distrajo la vista de Anatoly Volkov que cabeceaba de nuevo. Propenko no supo si reír o llorar. Su jefe era un comunista de la vieja escuela: afable, alcohólico, sin principios pero astuto, con la apariencia de carecer de una idea original. Pero la esposa de Volkov había sido prima de Andrei Gromyko, y ese nexo tan endeble en el nivel más alto de la política de Moscú aún ahora servía como una especie de salvavidas. Bessarovich lo observó con una mezcla de afecto y piedad.

– Dado que el camarada Volkov se quedará en Rumania durante dos meses planeando las exhibiciones culturales y comerciales del año próximo, la persona a cargo del operativo en Vostok será Sergei Sergeievich Propenko. Reunirá el personal del Consejo que considere adecuado y mantendrá informada a la oficina de Moscú, de la que recibirá la cooperación más completa. ¿Preguntas?

Propenko sentía como si la coordinación normal entre sus oídos y su mente hubiese desaparecido. No hubo preguntas, por lo menos él no se enteró de ninguna. Con la excepción de Volkov que levantó el mentón como si hubiera oído que mencionaban su nombre, a ninguna de las quince cabezas se le movió ni un pelo.

– Más adelante en el curso del día hablaré con cada uno de ustedes por separado -dijo Bessarovich con un gesto de la mano para despedirlos-. Sergei Sergeievich, quédese un minuto conmigo.

Hubo un ruido de papeles y de sillas que se movían. Mientras se dirigían a la puerta para salir, tanto Leonid Fishkin como el jefe Vzyatin se miraron con Propenko y le guiñaron el ojo a modo de felicitación.

La puerta golpeó suavemente y Propenko quedó a solas con Bessarovich en la amplia habitación. El se sentó a su lado y soportó una breve inspección. Observó rastros de talco en las mejillas de la mujer, y sutiles hilos rojos que cruzaban el blanco de los ojos, pero el resto de la sala era una mancha borrosa que giraba con rapidez. Bessarovich le sonrió cálidamente.

– Me doy cuenta de que está sorprendido, Sergei.

– Asombrado.

– Esta no es una empresa común.

Sin saber qué más hacer, Propenko asintió con la cabeza.

– ¿Comprende lo que le estoy tratando de decir?

Propenko volvió a asentir, aunque no tenía la menor idea de qué trataba de decirle. No recordaba haber tenido jamás una conversación privada con Lyudmila Ivanovna; le había sorprendido levemente que recordara su nombre. Era el asistente de Volkov para visitantes extranjeros, a tres cuartos del camino hacia la cumbre en el escalafón del Consejo, y ella era una leyenda entre los progresistas de Moscú, conectada, según diversas fuentes, con Shevardnadze, con Yakovlev y con el mismo Yeltsin.

– Parece perplejo, Sergei.

– Asombrado -repitió él, y Bessarovich lanzó una carcajada franca, que dejó a la vista un destello de muelas de oro.

Ella apoyó una mano sobre su antebrazo como si fueran viejos amigos.

– Durante estos próximos días será algo así como un personaje público. Un Director, ahora, que trabaja con los norteamericanos. Quizá descubra que la posición complicará su vida en una forma que no puede imaginar.

– Comprendo.

– Se encontrará en una categoría de diferente peso -continuó ella, y Propenko se ruborizó. Era una especie de cumplido, un reconocimiento de su glorioso pasado socialista. Lo había investigado-. Si llegara a sentirse agobiado, quiero que se ponga en contacto conmigo sin vacilar. Llámeme por teléfono regularmente, por lo menos dos o tres veces a la semana. Y si surgiera algo que le resultara incómodo conversar por teléfono, vuele a Moscú y lo hablaremos personalmente. ¿De acuerdo?

– De acuerdo -le dijo Propenko, pero respondía como un robot, a la espera de que se le permitiera retirarse para poder ir al vestíbulo a explorar los límites de este sueño. ¡Director! ¡Trabajando con los norteamericanos! Se imaginaba llamando a Raisa para darle la noticia, o sorprendiendo a la familia más tarde esa noche en la dacha.

– Mi único consejo sería este: libérese de todo preconcepto.

– De todo preconcepto -repitió Propenko. Era un consejo similar al que le habían dado tantas veces en sus días de boxeo. La mente debe estar vacía, alerta, libre de esperanzas. "Las esperanzas inhiben los reflejos." Asintió ahora como tantas veces había asentido a su entrenador, pero su mente estaba en otra parte.

– Sergei -exclamó Bessarovich trayéndolo a la realidad-. ¿Qué sabe de este guardián de la iglesia?

Al principio, Propenko no entendió la pregunta. Miró fijamente a Bessarovich y observó la superficie de piel empolvada, los ojos verdes y el pelo castaño rizado, pero al mismo tiempo sintió algo más profundo. Ya se daba cuenta de que algunos preconceptos comenzaban a ceder.

– Nada en absoluto -respondió.

Sintió que una punzada de dolor le cruzaba la frente, de sien a sien. Se le ocurría que toda la reunión podía haber sido una charada, una treta con la intención de llevarlo a este punto, a una traición que tendría que sobrellevar hasta su último aliento. Quizá Lydia tuviera razón: estaban de nuevo en los años treinta, los padres obligados a denunciar a sus propios hijos.

Bessarovich lo observaba. Propenko asintió sin romper el contacto visual.

– ¿Y está al tanto de lo que ha ocurrido en la iglesia de la Sangre Sagrada?