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– Servicios, supongo. No concurro a la iglesia. Lyudmila Ivanovna.

– Reuniones -dijo Bessarovich-. De carácter político.

– Imposible.

– Imposible no, Sergei. Es un hecho.

– ¿Y Lydia estaba involucrada? -Las palabras simplemente le brotaron de la boca, estallaron. ¿ Y Lydia estaba involucrada?

– ¿Y usted me lo pregunta a mí?

Propenko vaciló sólo un segundo. La cautela ya no tenía sentido.

– Si estuvo involucrada -dijo-, la apoyo por entero.

– ¿La apoya? ¿Está seguro?

Sintió que se le contraían los músculos de la garganta, al tratar de evitar que se le escaparan las palabras, enronqueciéndole la voz.

– Ciento por ciento.

Durante quizá cinco segundos, Bessarovich permaneció recostada hacia atrás en la silla y lo estudió, pero a Propenko le pareció que pasaban días, meses, la mitad de una vida. La cara de la mujer carecía por completo de expresión. La mujer no revelaba nada. Por fin dijo:

– Un padre leal -en un tono que él no pudo interpretar, y finalizó la entrevista con una leve sonrisa-. Esta es una misión difícil, Sergei. Le deseo suerte.

Propenko salió de la sala de conferencia enormemente confundido. Le pareció, como entre sueños, que Bessarovich no le había facilitado ningún detalle sobre sus obligaciones. Suponía que esta información estaría en las carpetas que, junto con su portafolio, había dejado sobre la mesa de conferencia. Caminó por el corredor, encontró la puerta posterior y salió al aire y al sol.

Frente al edificio de Comercio e Industria había un pequeño café para obreros. La comida era horrible: pepinos reblandecidos, en una crema agria aguada y una sopa que parecía haber sido sazonada con polvo, pero no hacía mucho Ranishvili le había informado que allí se podía conseguir un poco de coñac, aún antes de la una. Se suponía que uno debía preguntar por Vadim en la puerta posterior y mencionar a Ranishvili.

Propenko logró abrirse paso entre el tránsito en el Prospekt. En la puerta posterior del café, por diez rublos, Vadim le entregó una botella de agua mineral, a medio llenar, con coñac diluido, y Propenko se quedó de pie detrás del edificio, contemplando los chatos campos de trigo más allá del río. y bebiendo el licor con tragos rápidos.

Al cabo de unos minutos, depositó la botella cuidadosamente sobre el suelo, adoptó la postura correcta, arrastró los pies y lanzó una serie de derechas e izquierdas al aire de agosto. Hizo fintas con la mandíbula, lanzó una mano derecha directa, pensó, "¡Director!" y rebanó el cielo con una combinación de hermosos Jobs y crosses. Un uppercut corto. "¡Volkov a Rumania!" Dos izquierdas a la cabeza, una derecha al abdomen, una izquierda relámpago, una hermosa derecha cruzada final, y ahí estaba de pie sobre su contrario, atrapado en la mirada de acero de una babushka que tomaba un atajo en diagonal por el aparcamiento. La madre tomaba de la mano a un niño de cuatro o cinco años y los dos lo observaban como si fuera el Anticristo, un enorme lunático, padre de insurrectos políticos.

– Boylnoi -le explicó la mujer en voz baja a su nieto-. Enfermo.

5

Uno de los guardias de uniforme gris de la KGB recibió a Czesich en la puerta de la embajada y le exigió el pasaporte; luego, como estaba lloviendo, pasó un minuto más hojeando las páginas selladas y comparando el Antón A. Czesich real (congelado y nada divertido) con la fotografía en la primera página. Los truenos sonaban y retumbaban, y la lluvia azotaba, pero el juego seguía, formaba parte de un "donde las dan las toman" de larga data que ni la glasnost había podido hacer a un lado. Czesich sostenía el portafolio nuevo contra el pecho para impedir que se mojara. Por fin, el guarda le devolvió el pasaporte, hizo el saludo militar y señaló la puerta con un amplio movimiento del brazo como parodia de una bienvenida.

Adentro las cosas no funcionaron mucho mejor. A unos metros de la entrada había otro juego de puertas, que sólo podría abrir un infante de marina que estaba parado dentro de una garita de vidrio. Frente a la garita estiba el arco gris del detector de metales, y delante de él un grupo de armenios agitados que iban en busca del permiso de inmigración. El infante de marina les gritaba en un ruso de Carolina del Sur ininteligible: "PROHADITYA CHAiREZ METAL1CHESKi CONTROL!

Los armenios se mantenían callados y perplejos ante la arcada de este frío nuevo mundo. De los bolsillos sobresalían salchichones selectos y botellas de coñac (soborno para los funcionarios consulares) y parecían preguntarse si este no sería el momento de entregarlos.

Czesich se deslizó adelante, ofreció una traducción a la primera pareja de la fila y luego presentó su pasaporte al infante de marina y le comunicó que tenía una cita a las seis de la tarde con el funcionario de asuntos políticos. El infante hizo una llamada telefónica y lo hizo pasar, y Czesich fue recibido por un efectivo del servicio exterior, rubio y buen mozo, que le dio un nombre que él no alcanzó a entender. Últimamente esto de los nombres nuevos era un verdadero problema, parte de un derrumbe generalizado. Todos sus viejos sostenes parecían abandonarlo ahora en su madurez. Retomó con su escolta los deteriorados pasillos del edificio, subieron las escaleras desiguales y llegaron al octavo piso en un crujiente y traqueteado ascensor de madera.

– Todavía es una ruina -dijo Czesich-. Eso no cambia nunca.

Su escolta le dirigió una amplia sonrisa mostrando todos los dientes.

– Un espejo de la hospitalidad del país que nos hospeda -acotó, y a Czesich le resultó antipático enseguida-. Me he enterado que lo envían a las ciénagas

– Acabo de llegar de las ciénagas -contestó Czesich. Se refería a Washington con sus julios ecuatoriales, pero su compañero lo interpretó mal y lo miró como si fuera un antinorteamericano. del tipo que venden secretos de los misiles a la KGB.

Su escolta lo dejó en una zona de espera reducida y le deseó buena suerte con frialdad. Czesich se sentó con las manos apretadas entre las rodillas, sudando como un adolescente en una cita Tenía una caja de caramelos de turrón en el portafolio, pero de pronto le pareció insuficiente como regalo, inferior a lo que sentí, inferior a lo que quería decir. El guión que había estado madurando durante el último mes le pareció imposible aquí, en este edificio en ruinas, una fantasía y nada más.

A las seis y diez la puerta se abrió y apareció Julia Stirvin con un brazo tendido al frente como una espada.

– Es maravilloso verte -exclamó.

Czesich pensó, al principio, que esto era lo que Julie consideraba una broma. Hacerlo esperar quince minutos cuando no tenía a nadie en la oficina. Un apretón de manos de negocios en vez de un beso y un abrazo. Mientras cruzaba el Atlántico había estado imaginando algo muy diferente.

Además, la oficina de Julie era mucho más estéril y controlada de lo que esperaba. Tres; metros sesenta por cuatro, con una sencilla alfombra azul, un escritorio grande a un lado, y un sofá y dos sillas rígidas al otro. Había decorado las paredes con retratos de jefes indios, pero sus caras, fieras y seguras, le hicieron concebir una brizna de esperanza

Julie lo hizo sentar en el sofá y para ella eligió una de las sillas Veintitrés años atrás habían sido amantes cuando ella era la deslumbrante belleza del personal de Photograph USA. Era alta y elegante y todavía muy hermosa a los cincuenta y un años, con grandes ojos pálidos y cabello oscuro peinado severamente hacia atrás despejando la frente y las sienes. Aún con un vestido azul formal, largo hasta las rodillas, con chaqueta corta y constreñida por el ambiente de esta oficina, su cuerpo se movía con una ligereza y facilidad que no tenía nada de la árida burocracia.