– Tikhonovich y Lydia eran amantes.
– ¿Qué?
– El era el amante de Lydia.
– ¿De qué estás hablando? El hombre tenía…
– Cuarenta y un años.
Propenko hundió la cara en sus manos, apretó las yemas de los dedos sobre la piel de su frente y las corrió hacia las cejas y de nuevo hacia arriba. Con un fuerte ruido de sillas que se arrastraban, el hombre con cara de remolacha y su compañero borracho dejaron la mesa y caminaron hacia la puerta.
– Nos estaban escuchando.
– Déjalos que escuchen.
Propenko miró a Raisa y pensó, por un instante, que podría ser la esposa de cualquiera o la de nadie. Que no conocía la palabra o el nombre que pudiera contenerla. Pensó en decirle que Malov era sospechado de ser el posible asesino de Tikhonovich. pero ¿de qué serviría? Vzyatin era la persona con la que tenía que hablar ahora, no Raisa
Dejaron algunos billetes sobre la mesa, en la puerta se abrieron paso entre una pequeña multitud y salieron a la acera. Una bruma suave flotaba en el aire, y para cuando llegaron a los escalones del edificio de Raisa, tenían la ropa cubierta por una delicada capa de gotitas.
– ¿Adónde vas? -le preguntó ella cuando se detuvieron.
– Te lo dije. A buscar a Vzyatin.
– ¿Y para qué? ¿Para romperle los brazos?
– Olvídate de eso ahora. Mañana por la noche estaré en la dacha. Si Anatoly consigue los cables, iré con el auto. Sino, iré en tren, o con uno de los hombres de Vzyatin. Si no ves a Lydia enseguida, no te preocupes. Le hablaré esta noche. La convenceré de que vaya.
– No irá -dijo Raisa.
– Le hablaré.
– No va a ir, Sergei. Tiene planes con el norteamericano. Le pregunté.
– Le hablaré cuando llegue a casa.
Raisa abandonó y miró a otro lado.
Se quedaron juntos un momento, conectados por nada, decidió Propenko, conectados por lo que creían conocer el uno del otro. Ella se dio la vuelta, y él la miró trepar por la escalera y ponerse la máscara que usaba para la gente con la que trabajaba.
28
– Ahora no tiene la cara tan blanca -dijo Anatoly.
A Czesich le agradó oírlo. Tenía las manos y rodillas raspadas y sangrantes, y la nariz hinchada, pero el vodka y la aspirina habían hecho desaparecer la mayor parte del dolor, dejándolo tan sólo deprimido. Anatoly también estaba deprimido, y su estado de ánimo sombrío estaba teniendo éxito ahí donde las anécdotas y los comentarios concisos habían fracasado: por fin, Czesich sintió lo que debían haber sentido los que vivían aquí.
Habían dejado Vostok Oeste atrás y recorrían una avenida ancha en busca de Sergei Propenko. Una lluvia aceitosa y gris había empezado a caer, y en las filas que serpenteaban desde los frentes de las tiendas, hombres y mujeres se protegían con lo que tuvieran a mano: bolsas de mercado, trozos de plástico, algún paraguas. Los limpiaparabrisas del Volga chirriaban. Pasó un camión del ejército con muchachos de uniforme marrón que miraban tristemente desde atrás. Czesich se sintió acechado por el engaño y la desesperación, una melancolía marxista-leninista.
– Sergei debe haber tenido motivo -dijo.
Anatoly se encogió de hombros, simulando que no le importaba, pero Czesich se daba cuenta de que se sentía desgraciado. Al cabo de unos minutos más, unas vueltas más y de entradas y salidas en callejuelas enteramente inútiles, el chófer dijo:
– No lo vamos a encontrar, Antón -y Czesich se rindió y permitió que se dirigiera al hotel.
– Ahora usted debería descansar.
Czesich no se sentía capaz de descansar o de enfrentar sus habitaciones solo o de aceptar la idea de que Sergei estuviera involucrado en algún tipo de traición. Sin entusiasmo sugirió que fueran al pabellón y averiguaran algo sobre el segundo camión.
– Descanse, Antón Antonovich. Diré a Leonid que usted dio la orden de que descargaran el camión y volvieran a poner los víveres en el contenedor. Le diré a Sergei que lo llame si está allí, pero por ahora usted debe descansar. Está herido.
– Tengo algo de comida en mi habitación. ¿Querría almorzar conmigo?
El chófer sacudió la cabeza.
– Ahora estoy demasiado avergonzado Antón. Todos estamos avergonzados ante usted.
Czesich habría querido decirle que era la vergüenza lo que había metido a la Unión Soviética en problemas en primer lugar, que la solución no estaba en sentir más vergüenza, ni en ocultar las cosas. Pero ya habían entrado en el extremo oeste del Prospekt Revoliutsii y cada fachada mate y cada cuerpo agobiado parecía pedir silencio. Cuando Anatoly hizo una curva para detenerse enfrente de la escalinata del hotel. Czesich volvió a invitarlo, sólo para tomar un té.
Anatoly rehusó una vez más, y se quedaron sentados mirando un grupo de finlandeses contentos que acababan de llegar en un autocar, y ahora cruzaban el estacionamiento y caminaban hacia el hotel como si fueran los dueños. A Czesich lo hostigaban toda clase de malos presagios, tenía miedo de salir del automóvil. Se preguntaba si Malov no habría conducido el tumulto de alguna manera, pagado a gente para que lo pisoteara. Se preguntaba si Propenko no habría estado involucrado y había cambiado de opinión a último momento. Se preguntó qué diría Julie si pudiese verlo ahora, ensangrentado y metido hasta el cuello en los asuntos ajenos.
– ¿Qué pasa si sus superiores se enteran de lo que hizo? -dijo Anatoly.
– ¿Quiénes?
– Sus superiores. ¿Qué harán si se enteran?
– Se enteraron -dijo Czesich-. Me echaron.
– ¿Cuándo?
– Ayer.
Anatoly estaba aterrado.
– Estará bezrabotny.
Czesich asintió. La palabra significaba simplemente "sin empleo" pero en la conciencia soviética estaba conectada con un horror inenarrable y la miseria, con la vida fuera del kollektiv.
– ¿Por qué lo hizo entonces? -Czesich dijo que no lo sabía, y se quedaron callados un minuto.
– En Moscú alguien debe saber que usted está aquí. Alguien debe querer que esté aquí o el Consejo lo hubiera impedido.
Czesich ya se lo había preguntado. Ahora, cierto o no. no parecía importar. Se encogió de hombros, le dio una palmada en el hombro a su amigo y salió a la lluvia. Golpeado y ensangrentado, llevó su portafolio y la chaqueta del traje hecha un bollo por el patio hacia la entrada principal. Le abrió la puerta el mismo portero corrupto que lo había servido más temprano ese día, Yefrem Alexandrovich que siempre saludaba. Czesich sintió el deseo de darle un puntapié.
La dezhurnaya del segundo piso se percató de las ropas mojadas y los rasgones de Czesich con una mirada, pero no arriesgó ningún comentario. El circuito entre la cara y los sentimientos se había roto hacía mucho tiempo. Abrió su cajón de llaves y le entregó la número 208, y luego volvió a su libro de poemas de la guerra.
Czesich se remojó durante una hora en el baño tibio, mientras sus heridas daban un color rosado al agua jabonosa que lo rodeaba, y sus pensamientos giraban en círculo volviendo a la idea de la rendición. Pero algún gene tenaz se resistía. Había creído que venía aquí porque quería que los Malovs y los Puchkovs del mundo fueran extirpados porque quería que los compatriotas de sus abuelos vivieran plena, digna y libremente de nuevo, aunque nunca lo hubieran hecho antes. Pero ahora parecía estar dentro de lo posible que todo eso fuera alegórico, una cruzada soñada, todo allá afuera. Quizá todo lo que realmente había querido era vivir libre, plena y dignamente en sí mismo, y el resto era simplemente para el público, una tosca representación de dramas íntimos sutiles. Quizá toda la historia se reducía a eso y nada más.
Salió de la bañera y se puso una bata de baño. Atacó su provisión de alimentos ya muy disminuida, y trató de calmarse preparando un menú elegante: cangrejo envasado y aceitunas negras y una copa de cerveza fría, galletitas cubiertas de chocolate como postre. Llevó a cabo toda la ceremonia, mantel, servilletas de género, música clásica suave por la radio, pero justo cuando empezó a comer sonó el teléfono, y el primer tono largo indicó que era una conferencia.