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Cruzó las piernas y puso las manos sobre su falda. y por unos minutos Czesich se contentó con mirarla

– ¿Tenemos un poco de tiempo?

– Tengo que recibir a un grupo de hombres de negocios en la residencia del Embajador a las siete, de modo que tenemos más o menos una hora, ¿te interesaría venir?

Czesich hizo una mueca tratando de recobrar el equilibrio, a la espera de que se quebrara el hielo

– ¿Nada en común con la comunidad de negocios norteamericana?

– Con ninguna comunidad. -Dejó que su mirada recorriera la habitación

otra vez.

– (La familia bien?

– Igual -dijo él-. La situación no ha cambiado désde Alto Volta.

Julia sonrió y el resistió las ganas de preguntarle sobre su vida de familia, aún más estéril que la suya propia, hermanos y hermanas desparramados a lo largo de la Costa Este como hitos historícos merecedores de unos minutos de atención si uno pasaba por la vecindad, más un ex marido nuevo rico que jugaba al golf en los beyous del Sur Americano.

– ¿Marie todavía no ha encontrado a algún otro? -preguntó ella.

– No está en su naturaleza.

– ¿Y tú?

La pregunta motivó un pequeño latido de sentimiento en el pecho y las mejillas de Czesich, pero sacudió la cabeza

– ¿Michael está bien?

– Muy bien. -Desvió la mirada hacia la ventana. Unos pocos golpes diestros y lo había dejado casi desnudo. Casi Como si fuera algo tangible, sintió que lo envolvía el merengue de chismes diplomáticos y hábil conversación de oficina. Su acto. Se le ocurrió que quizás estaba aquí, en este país y en presencia de esta mujer, porque eran los únicos dos lugares en la tierra donde sabía cómo sacarse de encima esa suave protección.

– Michael está afuera en Reno-continuó, estudiándola, decidiendo cuánto revelar. Los ojos y la boca de Julie parecían fijos en una expresión de cortés interés, una máscara de diplomático, una expresión para enfrentar las caras que a uno se le presentan. Czesich se calló.

A ella se le escapó algo entre un suspiro y una risa.

– Nevada -dijo con nostalgia, mirando por encima de su hombro el crepúsculo tormentoso de Moscú-. Otro planeta

– En cierto modo.

Czesich se recordó a sí mismo que esto pasaba siempre. El primer encuentro siempre se hacía en el campo de ella, a menudo en su oficina. y los dos aguantaban unos minutos de palabrerío e incomodidad, mientras recorrían una serie de temas (la familia, el clima, la política, la salud) como gimnastas a los que se requiere que cumplan un programa de ejercicios obligatorios antes de entrar al corazón de la competencia.

Esta vez, sin embargo, los movimientos le parecieron especialmente gastados, su refugio especialmente seguro, sofocante y frío Ella era ahora una funcionaria en asuntos políticos, la tercera en el escalafón de la embajada, de nuevo soltera; se estaban haciendo viejos. Czesich le preguntó sobre la reciente visita del presidente Bush (ella y el resto de la embajada habían trabajado días de dieciseis horas), luego se puso de pie v caminó por la habitación, simuló que estudiaba los rudos retratos, miró la lluvia desde la ventana, tocó un pequeño adorno sobre el escritorio de Julie.

– Felicitaciones, de paso -le dijo a su espalda.

– Gracias.

– Es un verdadero logro, haber luchado con hombres de camisa blanca todos estos años y terminar aquí.

– Desde esta perspectiva, los hombres de camisa blanca tienen un aspecto muy diferente, Chesi.

– ¿De veras? -Se estaba preparando a sufrir una decepción, a oírle decir que, en última instancia, todo eso era no sólo necesario sino admirable, que los hombres de camisa blanca que cuidan sus formularios y reglas de seguridad y títulos eran, de hecho, los verdaderos defensores de la libertad.

– Los veo como parte de una gran contaminación espiritual.

Hubiera querido abrazarla.

– Que es como tú siempre los viste -agregó con generosidad.

Czesich observó el tránsito borroso por la calle Ring.

– Hay esperanzas -dijo volviendo a su asiento-. La gente cambia.

Julie sonrió con escepticismo.

– Recuerdo que una vez me dijiste que el servicio exterior era el suburbio del mundo espiritual.

– Era famoso por comentarios de ese tipo. Ahora todos mis amigos del servicio exterior me odian.

– Decías que si nos quedábamos terminaríamos como sumos sacerdotes del compromiso, gordos, asexuados y seguros.

Se encogió de hombros. Ella le estaba echando en cara, a sus cuarenta años, sus palabras de cuando tenía veintiséis. Había olvidado cómo le gustaba ganar y cuántas heridas se habían infligido.

– Y mira cómo resultó -le dijo dándole el gusto-. Tú eres la que te quedaste, y estás delgada y atractiva.

– ¿Y qué hay de la seguridad y el compromiso?

Sonrieron, rompieron el contacto visual y se quedaron un rato sin hablar: un privilegio de su vieja intimidad. Czesich se vio envuelto en un vaho de recuerdos, escenas en una docena de destinos exóticos en los que él y Julia Stirvin habían exhibido su curiosa mezcla de tensión sexual con una fascinación ante el modo en que funciona el mundo. Los dos se habían nutrido con la leche de la amarga nostalgia de abuelos rusos, a ambos los había acosado toda su vida la triste historia de este país. Era un vínculo de sangre que Julie no podía haber compartido con el golfista Ted, y que él nunca había compartido con Marie de Marco. Ahora quería revivirlo. Había viajado ocho mil millas para revivirlo, pero de pronto se sintió incómodo y lleno de dudas.

– Durante un tiempo las cosas parecieron andar bien por aquí-dijo.

Ella asintió con la cabeza. La política era su lenguaje común más seguro.

– ¿Leíste el discurso de Puchkov?

– Por supuesto. Filson lo puso en el tablón de anuncios de la oficina bajo mi

nombre. Este Filson es un gran bromista. Cuando se aburre le gusta venir a mi cubículo para contarme que figuro en todos los archivos de la KGB y que me van a arrestar, meterme en la Lubyanka y arrancarme las uñas. El día siguiente al discurso de Puchkov, Filson se sacó un zapato y golpeó mi escritorio. "¡Espía -gritó-, te vamos a enterrar!"

– Gracioso -dijo Julie, pero no parecía divertida.

– A los secretarios les gustó. Miren al jefe. Miren cómo el jefe pone nervioso a Antón. Miren lo que hace Antón cuando el jefe le da la espalda. -Con un gesto rutinario Czesich masajeó su pierna enferma: asociaba a Filson con un dolor crónico.- Todavía no puede pronunciar mi nombre, "no es Sez-ik -insisto en decirle- Chez-ik, como en Czechoslovakia". Por fin está empezando a darse cuenta. Hace veintitrés años que estoy allí.

Julie sonrió pero no lo miró a los ojos, y Czesich observó que se abría una pequeña fisura en su Gran Muro de formalidad. Por algún motivo, eso lo asustó.

– Si no quieres meterte en esto -dijo ella al cabo de un momento-, puedo arreglarlo.

– Estás bromeando.

– No, de veras.

– Debes estar bromeando. Rogué que me dieran esta misión. Me encanta volver aquí, ya lo sabes. Otra semana en ese cubículo plástico gris y tenían que internarme en una institución.

– En Vostok hay problemas, Chesi. Demostraciones. Se habla de un paro de mineros. Otras cosas. En el mercado estatal hace un mes que no hay comida.

– Guerra y rumores de guerra, ¿qué otra novedad hay? Vostok es famosa por eso. Es en parte por esta razón que quiero la tarea. Alguien tiene que enderezar el lugar. Alguien tiene que alimentar a los vostokianos.

– Anoche hubo un asesinato.

– ¿Y qué?

Ella frunció el entrecejo.

– Un asesinato.

– ¿A quién mataron?

– A un trabajador de la iglesia.

– ¿Un trabajador de la iglesia? ¿Y qué? Alguien quería robar iconos. Julie, ¿recuerdas cuando estuvimos juntos en San Salvador? Pasé las películas en Uganda. ¿Recuerdas que en temporada baja vivo en Washington? Ahí hay un asesinato cada pocas horas.