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– Sí.

– Diría que era incapaz de eso.

Propenko dio un respingo. Siguieron cuatro o cinco pasos en un silencio desapacible.

– ¿Qué pensaría si le dijera que toda mi vida he vivido bajo un velo de engaño?

Czesich sintió que lo recorría un estremecimiento, esto le tocaba muy de cerca.

– Diría que se trataba sólo de un estado de ánimo. La edad madura. Pasará.

Propenko soltó el codo de Czesich, se detuvo, se puso enfrente bloqueándole el paso. En la cara Czesich no vio ahora ninguna amenaza. Propenko no era un espía de la KGB. Tampoco estaba por pedir asilo en Estados Unidos. Alguna intuición le decía que tenía adelante a un hombre de conciencia. Un hombre bueno. Había llegado a convencerse de que la especie se había extinguido.

– Antón, ayer no se suponía que los víveres eran para Vostok Oeste. Cambié la lista sin autorización.

Czesich se endureció. Una confesión pedía otra confesión; él no estaba preparado.

– Mi familia está en peligro. Hice un trato con el Primer Secretario. El se ocuparía de que estuviéramos a salvo, y yo trataría de demorar las entregas a los mineros y al distrito de la iglesia, para no hacerle pasar vergüenza, para hacer parecer que los alimentos no se entregaban a sus enemigos…

– ¿Su familia está en peligro?

Propenko asintió.

– ¿Debido al programa de alimentos?

– En parte. Hay otras partes…

Pero Czesich no estaba escuchando las otras partes.

– ¿Amenazaron a su familia debido a los víveres?

– Malov vino a casa. Me acusó de violación. Trató de demorar el reparto… usted mismo lo vio.

– ¿Violación? -dijo Czesich, pero sólo trataba de ganar tiempo. Podía imaginar la trama muy claramente. Tratar con Malov sería como tratar con el populacho. Esta gente tenía su propio código, inconmovible y despiadado, enteramente fuera de la ley. Una táctica tradicional; descubrían qué lo asustaba más, sonreían y se lo ponían por delante.

Czesich comprendió por fin. Lo que para él había sido un capricho altruista de borracho era una cuestión de vida o muerte para Sergei Propenko y su familia. Ahora la presencia del hombre que los seguía cobraba sentido. Era el diablo que venía a reclamar el alma del norteamericano entrometido.

Sabía lo que debía hacer y no podía hacerlo. De alguna manera sabía lo que Propenko iba a decir.

– Antón, quiero pedirle un favor.

– Lo que sea-dijo Czesich, y no recordaba haber dicho nunca una palabra más sincera.

Cuando llegaron al pabellón, Czesich abrió los contenedores y el trabajo empezó enseguida, con los espectadores de siempre, el elevador de carga y los obreros con su ropa color lona. Parecía como si Propenko y sus cómplices hubieran requisado todos los camiones fuera de uso en la ciudad, catorce en total. Además de los dos vehículos de granja que habían estado usando, había camiones con cubierta de lona con la palabra PUEBLO estampada atrás, un volquete, un surtido de camiones de reparto cuyos conductores fumaban y andaban por ahí, simulando que no miraban la comida. Habían contratado a seis obreros extra, y los contenedores se vaciaron rápidamente. Czesich y Propenko se mantuvieron de pie a un lado, sudando juntos.

– ¿Quién más lo sabe?

– Leoníd y Vzyatin -dijo Propenko-. Anatoly. Algunas personas del Comité de Huelga… ellos mandaron los camiones. El padre Alexei… él coopera con oraciones.

Los dos fumaban torpemente. La primera sensación de nerviosismo agudo había sido remplazada por algo más fuerte, mitad adrenalina, mitad entumecimiento. El cuerpo de Czesich insistía en mandarle falsas llamadas al baño, y él no dejaba de mirar por encima del hombro, colina arriba hacia el Prospekt, a la espera de una carga de los Boinas Negras.

A Malov, dijo Propenko, lo habían desviado hacia la estación de ferrocarril con la noticia de un inexistente cargamento de droga, idea de Vzyatin. El Rey de Jazz se había ido a hurtadillas allá para desinflarle un neumático.

Al mandarrias de la aduana se le había dicho que se estaba acelerando la distribución debido a la llegada de los dignatarios norteamericanos ese fin de semana, idea de Czesich. El castillo de naipes era ahora un rascacielo, una mentira se balanceaba sobre la siguiente, y Czesich miraba cómo cargaban las cajas y temía que todo se viniera abajo.

Al cabo de un tiempo se acercó el Jefe de la Milicia, saludó con la cabeza a Czesich, y apoyó su mano sobre el brazo de Propenko.

– ¿Puede concederme un minuto, Sergei?

– Está al tanto, Víctor -dijo Propenko, y Czesich fue receptor de una inspección sorprendida, no del todo agradable. Desde su primer encuentro, en la estación del ferrocarril, el Jefe le había clavado los ojos encima con la mirada de un interrogador, tratando de verlo por dentro, de ponerlo nervioso. Czesich pensaba que era una táctica tosca y nada amistosa, algo de un tiempo pasado. No lo entusiasmaba ver a Vzyatin desempeñar un papel tan importante en las cosas.

– En la Sede del Partido hay más de tres mil manifestantes -le dijo el Jefe a Propenko, como si Czesich no estuviera allí-. El Comité de Huelga le dijo a su gente que era sólo una reunión. No mencionó los víveres. Será una sorpresa. -Inspeccionó la cara de Propenko.- Anatoly tiene el altoparlante.

Propenko parecía estar parcialmente bajo un impacto toda la mañana, y ante esta noticia sólo asintió con la cabeza y miró la rampa donde Leonid Fishkin caminaba, fumaba y gritaba órdenes.

– Lvovich llamó al recinto en cuanto vio el número de gente. Del recinto me llamaron a mí. Les dije que por el momento no estaba disponible, pero que se mandarían más hombres.

Propenko volvió a asentir.

– Tendremos que simular un arresto, Sergei. Una vez que las cosas estén encaminadas. Tendré que venir y llevarte allá.

– ¿Por qué?

– Para guardar las apariencias, de modo que parezca que estoy cumpliendo con mi deber.

A Czesich esto no le gustó nada. O el Jefe estaba del lado de ellos o no estaba. Si estaba del lado de ellos ¿qué sentido tenía simular que no lo estaba? ¿Y quién iba a quedar de pie frente a la Sede del Partido cuando se llevaran a Propenko?

Pero Propenko tenía otras cosas en la cabeza.

– ¿Estás protegiendo a Lydia?

– Lydia está en la iglesia con Alexei. Tengo tres hombres allá. Tengo a un capitán cerca de los cuarteles del ejército con la mano en su radio. Bessarovich hizo algunas llamadas a sus amigos militares. Está satisfecha. No garantiza nada.

– ¿Llamaste a Bessarovich?

– Claro. Estuve levantado toda la noche llamando a gente. Este no es el tipo de asunto que uno hace solo. -Vzyatin echó una mirada a Czesich, luego volvió a los ojos de Propenko.- Aparentemente algunos de los mineros están armados.

Al oír esto, Czesich trató de apagar su cigarrillo en el suelo con displicencia, la maniobra de un duro, pero los dedos le fallaron y el cigarrillo saltó al aire como un sputnik predestinado al fracaso y cayó sobre la punta de su zapato. El Jefe se dio cuenta.

– ¿Tiene hombres con Malov? -dijo Czesich tratando de resarcirse.

Vzyatin lo miró fijamente antes de decidirse a contestarle.

– En la estación -dijo sonriendo como si supiera más sobre Czesich de lo que Czesich quería que supiera-. Allí tenemos mentirosos profesionales para que le mientan. -Echó una mirada a los camiones y volvió a Propenko.- Hora de salir -dijo-. Anatoly los guiará. Dile que no pierda tiempo. Lvovich ya oye un susurro en la maleza ahora y no queremos darle la oportunidad de tirar.

– Tengo que hablar a los obreros -dijo Propenko.

– Ya no hay tiempo.

– Treinta segundos, Victor.

Czesich estaba transpirando, imaginando su vejez en el archipiélago del Gulag. Vzyatin le lanzó una mirada, como si esta tontería de hablar-con-los-obreros hubiera sido idea suya, de la chapucera democracia norteamericana, pero los dos se quedaron y observaron mientras Propenko reunía a los obreros y a los conductores. El viejo sereno se sumó. Se amontonaron alrededor de Propenko como si fuera un entrenador de baloncesto que daba instrucciones. Czesich vio que la boca y los ojos de Propenko sufrían una levísima alteración, y todos los hilos de la atención dispersa se concentraban en él. Toda duda, toda posibilidad de una mala interpretación se evaporó con las primeras palabras, y quedaron sólo los hechos.