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– Vamos a entregar estos víveres a los manifestantes frente a la Sede del

Partido -dijo Propenko-. Sin autorización. -Miró a cada hombre por turno.- Voluntarios a los camiones. Los demás pueden irse.

Czesich sintió el pulso en su cara. A lo largo de seis u ocho latidos, el apretado círculo de hombres sólo miró sin poder creerlo, y durante uno o dos pulsos más, sintió que todo el castillo en el aire tambaleaba bajo el peso de la historia soviética, la inercia soviética, la regla soviética fundamentaclass="underline" nunca, nunca, destacarse del kollektiv. Ahora se van a derrumbar, se dijo. Hijos y nietos del Gulag, van a derrumbarse.

Estaba equivocado.

Uno de los conductores simplemente se dio la vuelta y se fue. Dos de los obreros, hermanos al parecer, se hicieron a un lado y se trabaron en una disputa susurrada, y se fueron con rumbos diferentes, evitando a la multitud curiosa y a la guardia de la milicia, a grandes pasos hacia la ciudad. Pero el resto de los hombres se treparon a sus camiones, dejando uno de los vehículos sin conductor y al desdentado Ivan sacando su pecho cubierto de medallas.

– Sergei, Sergeich -dijo en posición de firme-. En la guerra fui chófer.

Y quedó resuelto el problema.

Propenko y Czesich se colocaron el asiento de atrás del Volga. Anatoly movió la llave, miró una vez por el retrovisor, y encabezó la procesión para salir del estacionamiento, tomar el camino de acceso al Prospekt Revoliutsii, y seguir hacia el oeste hasta la explanada frente a la Sede de Mikhail Kabanov.

Czesich había pensado en hacer su confesión en este momento, para poner las cosas en limpio. Se atragantó. ¿Cómo podía decirle a Propenko, después de haberlos visto a él y al noble Ivan Ivanich, y la explosión feliz de luz en los ojos de Anatoly, que Estados Unidos se había desentendido de todo (aidus interruptus), y que él mismo era un farsante bien intencionado?

– No importaba, se dijo. El asunto tenía ahora un ímpetu propio. Los dados habían sido echados.

En lo que parecieron segundo, Czesich consiguió ver hasta donde el follaje interrumpía los frentes a las tiendas. Se hizo algo difícil respirar. Propenko apretaba una rodilla con cada mano. Miró a Czesich y levantó las cejas una vez.

Con las dos manos en el volante y la mirada firme, Anatoly siguió hasta el otro extremo del parque, giró a la derecha, siguió por esa manzana unos cien metros y volvió a girar otra vez, demasiado rápido ahora, directamente por encima del bordillo y la acera, más allá de un grupo de manifestantes. Luego tomó el camino de enfraila asfaltado con el cartel Vehículos del Partido. Sólo la mitad de un batallón de la milicia miró el Volga y la fila de camiones que venía detrás y. para asombro de Czesich, no hicieron absolutamente nada.

Propenko y Anatoly salieron del auto. Czesich respiró hondo, se secó las manos en los pantalones, y se unió a ellos, de espaldas al Volga y a los hombres de la milicia, con el estómago haciendo ruidos. Julie lo iba a crucificar por esto.

Delante de él se extendía un rectángulo de parque con la acostumbrada estatua de Lenin rodeada por los acostumbrados tilos, bancos descascarillados y urnas de piedra rebosantes de colillas. Sobre el césped había miles de personas. Algunas sostenían carteles y banderas, otras simplemente caminaban por ahí, con cigarrillos colgando de los labios. Fin la esquina del frente, hacia la izquierda, cinco hombres con caras pálidas y una mujer delgada estaban sentados sobre una tira de plástico negro como si sentarse fuera un ejercicio. Cada uno tenía una botella de agua al lado. Miraban los camiones con sorda sospecha.

La llegada del convoy agitó a la asamblea como un cucharón en una sopa espesa. Al principio la gente daba vuelta la cabeza y miraba enojada, interesada a medias, cautelosa, pero cuando se hizo obvio que no se trataba simplemente de otra de las tácticas intimidatorias de la KGB, que no eran tropas del Ministerio del Interior que caían sobre el lugar, sino de obreros comunes, los manifestantes se fueron acercando gradualmente. Czesich vio a un niño que no tendría más de seis años aproximarse al borde del frente del parque, sosteniendo un cartel que decía solamente BOTCTABKY (RENUNCIE), como si la orden se dirigiera sin discriminar a cada persona que estaba en el edificio, como si lo que se necesitaba ahora en la CCCP no fuera sino una renuncia masiva, veinte millones de burócratas corpulentos enviados a sus pensiones. La multitud parecía pacífica, casi soñolienta, levemente perpleja, pero al enfrentarla Czesich tuvo que luchar contra un aleteo del pánico de ayer. Su cuerpo se acordaba.

Propenko pasó a través de la defensa de la milicia, avanzó hasta el borde del césped, y esperó allí, con el altavoz en la mano derecha, y apretando la izquierda contra su espalda. Más y más manifestantes se adelantaron. En un minuto el frente del parque estuvo colmado de gente.

Anatoly y Czesich pasaron entre dos secciones del cerco portátil y se unieron a Propenko en esa tierra-de-nadie.

– Sergei -dijo Anatoly-, arriba.

Propenko vaciló, echó una mirada a las filas de milicia que se mantenían alerta, y luego trepó al banco más cercano. Ahora la mano trabajaba febrilmente detrás de su espalda, y por un momento Czesich temió que fuera a llevarse el altoparlante a la boca y escupiera silencio. Czesich volvió la cabeza levemente para poder ver el edificio del Partido por el rabillo del ojo derecho. En una de esas ventanas del quinto piso estaba el hombre al que aludían todos esos carteles con B OTCTABKY, el venenoso Mikhail Kabanov. Uno solo entre un puñado de jefes del Partido de Brezhnev que Gorbachov no había podido alejar de sus funciones. Kabanov estaría observando a este hombre alto, de pelo oscuro que estaba de pie en el banco, recorriendo una lista de opciones letales. El hombre alto de pelo oscuro y todos los demás en el parque lo sabían.

El ruido de la multitud se calmó y Propenko encontró las palabras:

– Esto es un envío de víveres que ha llegado de Estados Unidos -dijo con voz vacilante, luego hizo una pausa y se aclaró la garganta para decir más alto-: son alimentos norteamericanos.

Ya casi todos los manifestantes estaban apelmazados en dos triángulos de césped más cerca del edificio del Partido. Más allá de la estatua de Lenin, detrás de los últimos manifestantes, Czesich vio que la gente trepaba a los bancos para ver mejor; transeúntes que llegaban al parque por el otro extremo, atraídos por el aroma de una abundancia de mercado libre.

Propenko se agitó un poco, se vio sudor en su frente, y luego levantó el altavoz de nuevo;

– El representante norteamericano y yo hemos decidido -hizo un gesto nervioso hacia las seis personas sentadas sobre el trozo de plástico- en honor de los que hacen huelga de hambre, y en honor de… toda la gente soviética que tiene hambre… hemos decidido distribuir los alimentos aquí y hoy.

Czesich vio que Propenko tragaba. El también tragó. Estaba llevando un tiempo lograr que el verdadero mensaje se captara. Un vitoreo vacilante surgió del frente de la muchedumbre, y observó que algunos empezaban a agitar sus carteles, y alguien blandía la vieja bandera tricolor rusa. El y Anatoly se acercaron un paso, al banco.

– Les pedimos a nuestros camaradas de la milicia que no intervengan -dijo Propenko, y esperó que el eco se desvaneciera-. Y les pedimos a los miembros del Comité de Huelga -señaló una fila de hombres de cuello corto y robusto que tenía delante- que se ocupen de que la distribución se haga de manera ordenada. Ayer en Vostok tuvimos un tumulto cuando intentamos distribuir los víveres. Hubo gente lastimada y detenidos. Queremos evitar que eso ocurra aquí.