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Oleg, el chófer del Jefe, cortó la sirena cuando no estuvieron al alcance del oído de la Sede del Partido, pero mantuvo el Volga en dirección al Departamento General, para salvar las apariencias, supuso Propenko.

Vzyatin estaba repantigado en el asiento posterior del lado del chófer con una enorme sonrisa de satisfacción en la cara. Gracias a los amigos militares de Bessarovich. los Boinas Negras se habían quedado en los cuarteles. El "arresto" de Propenko había sido calculado perfectamente para coincidir con la primera corrida desordenada hacia los víveres. La milicia, los mineros, hasta los manifestantes, todos habían respondido exactamente como había dicho Vzyatin que harían.

– ¿Adonde. Su Alteza?

Propenko rió con una risa que no era la suya. La reluciente seguridad de Vzyatin trataba de estirarse a través del asiento y apoderarse de él. pero sintió que se resistía; insistía en recordar al Jefe en Sochi, borracho, babeando por una niña de diecinueve años. Su camisa húmeda se le pegaba al pecho. Raisa iba a pensar que se había vuelto loco.

– ¿Dónde está Lydia?

– Todavía en la iglesia

– ¿Y tienes alguien con ella?

– Claro. Sergei. No realmente dentro de la iglesia, no somos sacrílegos, pero hay oficiales de civil haciendo guardia afuera. Mi mejor gente está con ella y con Raisa en la dacha. Yo estoy contigo. ¿Cómo te sientes?

– Atontado

– Eso es natural. Lo esperábamos. Estuviste muy bien.

Propenko se encogió de hombros. Echó una mirada a la oscura cabeza de Oleg, como si el chófer fiel de Vzyatin fuera a detenerse de pronto junto a la acera, volverse en su asiento y transformarse en Mikhail Lvovich Kabanov. todo enormes orejas y sonrisa viciosa. Lo que había hecho había ocurrido en un sueño a toda velocidad. Lo que necesitaba ahora era unas horas para apartarse de todo y pensar.

– Quiero hablar con Lydia.

– A la Sangre Sagrada. Oleg -dijo Vzyatin por encima del asiento.

Oleg cambió de carril.

– Debí haberme quedado -dijo Propenko-. Antón Antonovich está allá solo

Vzyatin sacudía la cabeza vigorosamente.

– Los generales no luchan en las trincheras. Seryozha. Con tanta gente en la plaza puede pasar cualquier cosa. Cualquier cosa.

– ¿Entonces por qué dejar al norteamericano?

Vzyatin no contestó.

– Es un buen hombre. Victor.

– No tan bueno como tú crees -dijo Vzyatin en tono crítico, pero Propenko no estaba con ánimo para mimar la omnisciencia del Jefe, y dejo caer el tema y se dedicó a mirar por la ventanilla. Suponía que debería estar agradecido; nada hubiera sido posible sin la experiencia y conexiones de Vzyatin. De todos modos, una vaga inquietud dejaba oír su música de fondo. Las alusiones misteriosas; la renuencia de Vzyatin a advertir a los obreros y a Antón Antonovich sobre adonde se dirigían los camiones; la línea sobre "generales en las trincheras"; el hecho de que, desde el momento en que se mencionó la idea, se había hecho cargo, llamando a Bessarovich y a los mineros, dando órdenes, sin decir mucho en realidad sobre las consecuencias posibles. Si esta era la nueva democracia, el futuro no sería muy diferente del pasado.

– Lvovich está acabado -dijo el Jefe-. Llamó a los cuarteles y el coronel Kudrin se negó terminantemente, sin dar explicaciones. Hasta los Boinas Negras están contra él ahora.

Propenko lo miró de nuevo.

– ¿Cómo sabes todo esto?

– Lo sé -dijo Vzyatin. y cuando Propenko siguió mirándolo, agregó-: Tenemos gente adentro. Seryozha, en su oficina. Traté de decírtelo esta mañana, pero tú estabas en el país de los sueños.

– ¿Quién es "nosotros"?

– Nosotros es nosotros -dijo Vzyatin-. Bessarovich está con Yeltsin. Yo estoy con Bessarovich. Tú estás conmigo.

Por la ventanilla del jefe, Propenko vio a una maestra que guiaba a una fila perfectamente recta de niños de ocho años por la acera.

La radio graznó Vzyatin se inclinó hacia adelante y escuchó unos pocos segundos, y luego se volvió a arrellanar.

– Ahora Lvovich está recibiendo llamadas de Moscú que le dicen: "Misha. llegó el momento de dar un paso al costado". Sus delegados están renunciando uno tras otro. Los víveres norteamericanos se están repartiendo a sus enemigos, y el embajador de Estados Unidos viene a visitarnos, y hay cinco mil personas desengañadas en el parque. Está acabado.

Propenko sacudió la cabeza con movimientos imperceptibles. Mikhail Lvovich había sido una montaña en el paisaje de Vostok durante tanto tiempo que le resultaba imposible imaginar su desaparición real. La ciudad se inundaría de luz.

– Tú y Leonid dudan de mí-dijo Vzyatin-. Te aseguro que Lvovich está por quebrarse. Si no estuviera ciento por ciento seguro, nunca te habría dejado correr el riesgo que asumiste hoy.

Propenko no creía en estar ciento por ciento seguro, de nada. Echó una mirada a los ojos de Oleg en el retrovisor, y luego a su amigo el Jefe. Ahora, justo ahora, se sentía tan escéptico como Raisa.

– ¿De modo que el Embajador viene realmente?

– Tú me dijiste a mí que venía.

– Esta mañana Antón Antonovich no lo mencionó, sin embargo.

– Mis fuentes me dicen que la Embajada de Estados Unidos en Moscú pidió una visa diplomática para Vostok. ¿Qué piensas que quiere decir?

Propenko se relajó un poco. Si Lvovich renunciaba realmente. Si los mineros, sus nuevos aliados, llenaban el gobierno de la ciudad con su propia gente. Si Malov podía ser controlado de alguna manera, o arrestado… si los patrones de Bessarovich conseguían de veras tener más influencia en la capital.

– Oleg hizo una llamada telefónica muy temprano por la mañana -continuó Vzyatin con astucia cuando habían recorrido otra cuadra-. Desde el departamento.

Propenko volvió a mirar por el retrovisor. Oleg a veces parecía mudo; ahora actuaba también como sordo. Quizá la llamada telefónica tenía que ver con cables nuevos para un Lada del 87.

– A cierto Mikhail Lvovich Kabanov -dijo Vzyatin. Pareció estar a punto de echarse a reír.

Propenko hizo una pausa.

– ¿Y qué dijo?

– Y dijo: "Respetable camarada Primer Secretario, si se hace algún daño a los víveres norteamericanos o a cualquiera involucrado en su reparto o al sacerdote o a los amigos del sacerdote, le cortaremos las bolas y a ellos los colgaremos del mástil que está en la plaza Lenin". Se inclinó y apoyó una mano sobre el hombro del chófer. ¿La cita es exacta, Oleg?

Oleg asintió.

Propenko sintió que los dedos de Vzyatin le apretaban el cuello atrás, un gesto que nunca le había gustado.

– Pensamos que Oleg era la elección lógica, ya que nadie, salvo su mujer, lo ha oído hablar jamás.

Un borracho que esperaba para cruzar miró el auto del Jefe mientras pasaba, y el vodka reveló sus verdaderos sentimientos, la cara reflejó un desprecio por las palizas que daba la milicia y los sobornos que exigía. La gente sobria miraba a otro lado: los borrachos lo miraban directamente. Ninguno de ellos, pensó Propenko, podía imaginar esto