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– ¿No vas a tratar de hacerme ir a la dacha?

– No -dijo Propenko. y vio que por fin habían roto el molde de su propia historia privada, más importante para él que mil v-otstavkus.

– ¿Quieres conocer a Alexei? -dijo ella, y él imaginó que había algo nuevo en este "'quieres" que le había dirigido. Asintió, y dejó que ella lo tomara del brazo

La nave nadaba en una luz amarilla acuosa. Una vieja babushka encorvada estaba de pie contra la pared del fondo con un par de gafas de hombre apoyados a mitad de camino en su nariz. Cerca del altar, sobre el piso de madera inmaculado, estaba arrodillado Alexei, frágil y canoso, con una larga barba irregular y rala. Su vista hizo retroceder a Propenko atrás en el tiempo. Estaba en una humilde iglesia de madera, destruida ya hacía mucho tiempo, en el sector de la ciudad llamado Makeyevka, y como siempre ocurría los domingos en aquellos años, la iglesia estaba llena de mujeres cuyos hijos y maridos habían muerto en la guerra. En los últimos meses, su abuela materna, antes de que perdiera la capacidad de caminar y se viera forzada a reducir sus impulsos religiosos a una simple lectura de la Biblia y a discursos no tan tranquilos a la hora de cenar, había empezado a llevarlo con ella a la iglesia. Tenía cinco o seis años, y lo que más recordaba era el sacerdote barbudo, alto como un gigante, que decía todo con una voz muy fuerte y profunda, e insistía en desaparecer por una puerta detrás del altar. Su abuela le había dicho que más allá de esa puerta había una habitación donde Isus Khristos, que era Dios, siempre cuidaba a Sergei, noche y día, y el día que muriera lo besaría y lo tendría en sus brazos, muchos, muchos años después en el futuro.

El joven Sergei no comprendía cómo Isus Khristos podía vigilarlo noche y día desde esa habitación de atrás, ni cómo su tío y todas las otras personas que habían muerto en la guerra entraban ahí detrás del altar. Pero cada vez que el sacerdote abría la puerta para entrar o salir, se estiraba hacia adelante para ver ese lugar atestado y misterioso. Una vez, hasta se soltó de la mano de su madre y se escabulló hasta la pared lateral, en busca de un ángulo mejor, y una de las viejas babushki lo agarró y blandió un dedo frente a su cara y le sacudió un hombro hasta que lloró.

Lydia le tiraba del codo, y él avanzó con timidez, con sus zapatos que hacían demasiado ruido sobre la madera pinta, sin una mancha. Ella se arrodilló a un metro más o menos, a la derecha de Alexei, y Propenko se unió a ella, con una rápida mirada hacia el cura. Los raspones de su rodilla le dolieron contra el suelo duro, un recuerdo de Vostok Oeste, y experimentó un temor pasajero de que, al arrodillarse aquí con su hija, quizás estuviera desempeñando un papel más ante ella o apuntalando todavía otro edificio que ocuparía el lugar del que acababa de abandonar. Pero juntó las manos e inclinó la cabeza y ofreció algo muy parecido a una plegaria: por Raisa y Lydia y Marya Petrovna. Por él mismo. Por Antón Antonovich. Por la liberación final de la Madre Rusia.

32

Czesich se despertó sudando, y durante unos minutos se quedó mirando las cortinas iluminadas por el sol y el cielo raso teñido de amarillo del hotel antes de que los ecos de su sueño lo abandonaran. Había habido Boinas Negras con Kalashnikovs colgados del hombro, y una mujer, que le recordó a Marie que compraba fruta en un supermercado. Había habido hombres con ojos enojados, como los de Malov, y los pasillos que albergaban ratas en la Embajada de Estados Unidos, y no tenían salida.

El teléfono emitió una única llamada estridente, y se calló. Pudo oír un televisor vociferante en el piso de arriba. La rodilla derecha y el medio de la espalda le dolían. La tensa bolsa de su vejiga y la película sobre la lengua y los dientes lo instaban a salir de la cama, pero se quedó totalmente quieto debajo de la sábana, escuchando, convencido de que, afuera en la ciudad gris, los agentes de Lvovich lo estaban buscando.

Se había quedado hasta tarde en la manifestación, hasta mucho después de que se hubiera terminado la distribución, hablando con los mineros, con el deseo de que se le pegara algo de su sólida y calma dignidad. Durante un rato se había quedado en cuclillas al lado de la mujer que hacía la huelga de hambre, y había dejado que le pintara con pinceladas de frases roncas, el horrible retrato del gobierno de la ciudad de Vostok. "Kabanov es un león herido -le dijo-. Podría escabullirse a los bosques y morir. Podría desatar una represión seria. Debe tener cuidado."

Aparte de quedarse en su habitación y mantenerse sobrio, Czesich no podía imaginar qué quería decir tener cuidado en estas circunstancias. El aura de probidad que había mostrado ayer frente a la sede del Partido, la sensación de importancia que había tenido cuando un centenar de soviéticos comunes le había dado la mano, cuando oía que la gente le estaba agradecido y lo elogiaba y, en dos casos, le pedía su autógrafo, no había desaparecido desde anoche. El abuelo Czesich sonreía desde el cielo, y en lo más profundo de su ser una porción de vergüenza se había trocado en una porción de satisfacción. Pero estaba llegando a comprender que, por definición, había que pagar un precio hasta por el heroísmo más insignificante. En este país las cosas estaban teñidas de sangre. Uno lastimaba a la gente e, inevitablemente era lastimado a su vez.

Finalmente se levantó, pero un miedo viscoso y cambiante lo embargó mientras se bañaba, se afeitaba y se vestía. Pese a tener hambre, no podía imaginarse abriendo la puerta y saliendo al corredor. Suponía que Malov estaría esperándolo en el vestíbulo o Bobin o algún aviso oficial de expulsión, o el Primer Secretario a la cabeza de un equipo de matones de la KGB dispuestos a pegarle y arrastrarlo a la cárcel.

Después de rondar por la habitación durante unos minutos, tomó la tarjeta de Propenko, marcó el número particular que tenía escrito en ella y contó quince llamadas. Era la mañana del sábado. Seguramente la familia estaría en la dacha. Cortó y llamó de nuevo por si acaso las líneas se habían cruzado.

Dio unos pasos más, impaciente; intentó una tercera vez, luego llamó a la telefonista y pidió una comunicación con Moscú.

– No hay líneas de larga dsitancia desde anoche.

– ¿Qué problema hay? -Su imaginación se estaba volviendo psicodélica. Coup d'état. Asesinatos. Los separatistas radicales ucranianos volaban puentes y líneas de alta tensión. Se preguntaba si habrían arrestado a Propenko anoche y en ese momento lo estaban interrogando en la sede de Seguridad del Estado.

– Avaria -dijo la telefonista-. Emergencia. Un problema en la estación de transferencia de Vostok.

– ¿Cuándo estará arreglado?

– ¿Quién sabe? Pronto.

– ¿Pronto? ¿Una hora, un día?

– Pronto. Vuelva a intentarlo.

– Pero estoy llamando a la Embajada de Estados Unidos. Es urgente.

Le pidió que no cortara. Esperó quince segundos, oyó un ruidito en la línea y la comunicación quedó cortada.

Ya presa de una paranoia muscular, Czesich intentó llamar a Propenko una vez más; ninguna respuesta; luego la telefonista, ocupado: entonces sacó su maleta de abajo de la cama y empezó a hacer el equipaje. Tenía el pasaje de vuelta, algún dinero, muchos Marlbara… Pero al cabo de un minuto de doblar suéters o pantalones y meterlos en la maleta, se obligó a detenerse. Le pareció mal correr, e innecesario. Era un estadounidense con pasaporte diplomático ¿qué era lo peor que podían hacerle? Lo peor que podían hacerle era arrestarlo, tratar de intimidarlo, y enviarlo a la embajada, donde otras personas tratarían de intimidarlo (en su propia lengua por lo menos) y luego lo mandarían a casa. Eso era todo.

Quizá la maldición de un estómago vacío lo estaba volviendo loco de nuevo.

Guardó la maleta, sacó una botella de agua mineral de la nevera y vació el contenido. El único canal de televisión de Vostok transmitía la clase de gimnasia aeróbica de los sábados por la mañana. Lo apagó bruscamente, y como si los dos aparatos estuviesen conectados, sonó el teléfono. Se forzó a contestarlo.