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– Mi padre lo arregló.

– ¿Te están siguiendo?

– Todo el tiempo -susurró, como si fuera un juego-. A veces están de uniforme, otras no.

Czesich sintió que se le iba el miedo.

– Sentí algo. Allá en la acera.

– Es probable que le haya asignado a alguien también, después de lo de ayer.

El dijo que esperaba que fuera así. El autobús, se inclinó, gimió y llevó su carga hacia el oeste. Frente a la sede del Partido, el conductor disminuyó la marcha y cambió de carril, y Czesich, empujado hasta quedar pegado a la ventanilla posterior, pudo observar a hombres y mujeres que cantaban y bailaban borrachos y agitaban sus carteles. El parque estaba enteramente lleno, y el estado de ánimo se acercaba al pandemonio. Unas pocas docenas de personas se habían desparramado por el extremo sur del césped hasta la acera, y allí se mezclaban con transeúntes curiosos y una fila de hombres de la millicia que trataban de sacarlos de la calle. La escena lo impresionó como soprendentemente poco soviética, tanta exuberancia, tanta emoción ahí visible para todos, una anomalía feliz que quizá nunca volviera a contemplar. Tomó a Lydia por el brazo. -Vamos -le dijo-. Tengo que verlo.

Pasaron dos paradas antes de que pudieran llegar de nuevo a la puerta. La lucha fue mas dura allí, con los recién llegados aplastándose entre si en los escalones estrechos, tratando de sostenerse, cuando una nalga o un codo quedaban atrapados entre los bordes de goma de la puerta. No había sitio ni para medio pasajero más, pero cuando el autobús se detuvo en la siguiente parada, una oleada de esperanzados asaltó las dos puertas. Czesich se puso de costado, empujó contra la marea, y consiguió llegar hasta el primer escalón, agachó la cabeza, se inclinó hacía la calle y dio un paso gigantesco para caer adentro de un mar de hombros y pechos. La gente le hizo de almohadones, pero dio con el pie justo en el bordillo, y su rodilla mala se torció hacia abajo y adentro, provocando una llamarada de dolor debajo de la rótula. Lydia lo seguía de cerca. Había perdido el primer botón de su blusa, pero aparte de eso estaba entera. Descansaron un momento en el alféizar de una vidriera.

– ¿En Estados Unidos tienen esto, Anton?

– El mismo deporte. Diferente clase de peso

Retrocedieron tres manzanas y se mezclaron con los otros espectadores en el extremo del parque. No debería haber temido que su presencia llamara la atención. No había cantos ni discursos, ninguna actividad organizada de nignún tipo salvo la fila de hombres de la milicia a lo largo del bordillo. La gente bebía de botellas de champaña compartidas, cantando, pavoneándose, y le pareció que lo que más deseaban era lo que él deseaba, sólo estar presentes. Tuvo la sensación de que todos habían llevado ahí sus heridas y resentimientos para liberarlos en un ritual masivo de limpieza de almas en público. Esta nube de mala historia colectiva se levantaría sobre la sede del Partido, para dirigirse adonde afuera hubiese huido el Primer Secretario, y lo perseguiría durante el resto de su miserable vida.

– Me pregunto si su padre se habrá enterado -le dijo a Lydia, que lo tomaba del brazo, todavía radiante.

– Están en la dacha. Alguien se lo dirá.

– Ya no quiere ir por el río ¿no?

Ella sacudió la cabeza.

– Vamos a la dacha a celebrar todos juntos.

La idea le valió otro abrazo. Era agradable que lo abrazara una mujer hermosa y no sentirse sexualmente excitado. Era diferente, parte de su nuevo ser, un regalo de la ciudad liberada de Vostok.

– Un problema -dijo cuando Lydia lo soltó.

– ¿Qué?

– Si no consigo algo de comer antes de media hora, me voy a convertir en una especie de monstruo norteamericano loco, salvaje y vicioso que…

Lo detuvo.

– Tengo un plan, Antón, iremos al mercado privado y compraremos algo para almorzar y algo para llevar a la dacha para la cena. Pasaremos por la iglesia a decir una oración… si no le importa.

– Para nada. Le encenderé una vela a San Judas

– Tomaremos el tren de las cuatro y estaremos en la dacha a tiempo para cenar. Todos estarán contentos.

Lydia sonreía, frunciendo la salpicadura de pecas que tenía en la nariz. Dos o tres de las personas que estaban cerca habían oído este horario de celebración y a Czesich le pareció que debajo de sus máscaras, también sonreían.

33

En la dacha, la familia Propenko tenía un ritual el sábado por la mañana. Desayuno, un paseo hasta el río, luego una o dos horas de trabajo en el huerto que ocupaba cada palmo del pequeño patio del fondo. Patatas, tomates, zanahorias, rábanos, cebollas, repollos, pepinos se cultivaban como una defensa en tiempos duros, y ayudaba a alimentar a la familia hasta bien entrado el invierno. Sin embargo, esta mañana no fue la promesa de zanahorias en enero lo que los llevó a salir al sol fuerte, sino el hecho de que estar sentados en la casa se había vuelto insoportable, solos o reunidos, y esperar noticias de la ciudad.

– Las patatas tienen bichos -dijo Raisa, partiendo en dos un escarabajo moteado con la uña del pulgar. Era lo primero que decía desde el desayuno.

Marya Petrovna trepó por los escalones del fondo y empezó a lavar cebollas en un cubo, con agua del pozo.

– La tierra está seca -dijo Propenko. Raisa estaba agachada a pocos metros, y él quería que siguieran hablando-. En la ciudad llueve todos los días. A cinco kilómetros de distancia tenemos un desierto.

Ella pareció no haber oído.

– El humo de las fábricas hace llover en la ciudad -dijo Marya Petrovna desde el porche-. Hace años, cuando llovía en la ciudad, también llovía aquí. Ahora no.

– Chernobyl -sugirió Propenko.

– Todos esos sputniks agujereando la atmósfera -dijo Marya Petrovna-. Todo ese humo de carbón.

Raisa no los miró. Al cabo de un minuto se puso de pie, se sacudió la tierra del vestido, y pasó de largo delante de su madre para entrar en la casa

Cuando al cabo de quince minutos Raisa no había vuelto, Marya Petrovna dejó escapar un suspiro audible, una señal. Propenko subió los escalones y entró por la puerta de atrás, y encontró a su mujer de pie delante de la cocina simulando que tenía algo dentro de un ojo. Se le acercó por atrás y apoyó una mano a cada lado de su cintura. Habían discutido hasta tarde en la noche, hecho las paces, y vuelto a discutir, maldiciendo a Mikhail Lvovich y sus amigos corruptos, maldijeron la ciudad de Vostok y el día en que nacieron allí, se pelearon por la distribución de los víveres y por lo que podía ocurrir en consecuencia, se pelearon acerca de Vzyatin y Malov, se preocuparon por Anton Antonovich, por superstición evitaron mencionar el nombre de Lydia. Ahora que se había dado un paso realmente concreto, ahora que Propenko había tomado partido tan obviamente, hasta Marya Petrovna, la militante de la familia, parecía estar repensando toda la situación.

– De todos modos deberías preparar una buena cena -dijo Propenko-. Quizá nos dé una sorpresa.

Raisa asintió, apretando una patata en su mano como un talismán.

Propenko la tomó con tuerza por las caderas.

– Estaba pensando en sacar el último vino de Tolkachev. Estaba pensando que beber algo ayudaría.

– Está bien, Sergei.

Lo que realmente estaba pensando era que todos ellos pasaran la tarde haciendo la cura rusa clásica, beber el vino de Tolkachev por litros, sentados en el porche del frente de la dacha y entregarse a una confusión alcohólica. Había retirado las manos de la cintura de Raisa e iba en dirección a la bodega cuando se oyó la voz del propio productor del vino en el jardín.

Tolkachev le hablaba a Marya Petrovna en voz bien alta, pero las únicas palabras que Propenko alcanzó a oír fueron "fiesta" e "increíble". Caminó hacia la puerta para ver cuál era el motivo de tanta conmoción, y se le presentó el espectáculo de su vecino de setenta y un años dando saltos por los escalones y el porche como un adolescente. La puerta se abrió de pronto sin que Propenko hubiese llegado a decir "Vladimir Victorovich" y el físico apareció en el marco de la madera gastada, con el pecho agitado, los gruesos lentes deslizándose por la nariz, los ojos pequeños saltones.