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Lydia pronto le hizo ver la realidad. Le mostró que pocos compradores hacían algo más que mirar y sacudir la cabeza.

– Dieciocho rublos por un kilo de pepinos -dijo-. Dieciocho rublos es la paga de un día. Es un cuarto de la pensión mensual de mi abuela. En los mercados del Estado los pepinos cuestan seis rublos sesenta.

Además de una espera de dos horas, pensó Czesich, pero no lo dijo. Ahora no estaba en vena para menospreciar la realidad soviética. La realidad soviética estaba haciendo brotar amarillos y verdes luminosos de sus opacos retoños grises, y la única dificultad era verla tal como se presentaba, tratar de no verla con un puño de hierro debajo de las flores.

Un tipo moreno con un cigarrillo de reserva sobre cada oreja, los llamaba con la mano hacia su puesto. En el mostrador que tenía adelante había una pirámide perfecta de cerezas sobre papel de diario. Czesich aceptó una muestra gratis, luego compró dos kilos a un precio inflado, y devoró un puñado mientras el vendedor metía cerezas en un embudo de papel de diario.

– Usted es norteamericano -dijo con calma, observando al extranjero, mirando la presión del busto bajo la blusa floreada de Lydia.

Czesich asintió.

El vendedor envolvió otra cantidad de cerezas y las metió en la bolsa de lona de Lydia.

– Por lo que hizo ayer -dijo, casi en un susurro. Czesich le dio la mano y siguió caminando, tratando de sacarse de encima un zarcillo de preocupación. ¿Qué eran estos susurros y miradas de lado a lado? ¿No sabían que eso había terminado ahora?

– Nuestros georgianos -dijo Lydia con cariño. Comió un puñado de frutas y le preguntó a Czesich cómo se llamaba en inglés.

– Cherries -le dijo.

– Jeddeast.

– Cherries.

– Muchas cerezas en nuestro almuerzo.

– Demasiadas -aceptó Czesich. Iban caminando entre hileras de puestos atareados y ruidosos. Miró arriba acogiendo la luz que entraba por una ventana alta, y vio a dos hombres que vigilaban tras la baranda del balcón de mercaderías generales. Ninguno llevaba uniforme. Lydia también los vio y saludó con la mano. Los hombres simularon que no la veían.

– ¿Cómo voy a sobrevivir sin mi guardaespaldas? -suspiró.

Czesich dijo que no lo sabía.

Se excedió con la comida. Compraron pan ázimo a un clan de Uzbekis; tomates y una cebolla a una mujer que se negó a hablar con ellos en nada que no fuera ucraniano; luego queso blanco, pasas de uva, melocotones, un trozo grande de panal de miel para postre, un par de albaricoques, dos botellas de agua mineral y algunas semillas de girasol para el viaje en tren. Se detuvieron para mirar a un hombre con una hacheta y un delantal ensangrentado que estaba cortando un cordero de mil rublos en secciones; luego, con la bolsa repleta, pasaron delante de todos los vendedores de flores y salieron al aire del mediodía. En total, Czesich había gastado 157 rublos, seis dólares y medio, y la mitad de la paga de un mes en Vostok.

Están sentados en un banco al lado del Monumento a los Caídos en la Guerra, un Pionero que veía ante la llama eterna, un soldado de granito, un partisano y un paisano hacen la guardia arriba. El día se había puesto brumoso, casi cálido. Czesich llenaba su estómago, Lydia mordisqueaba y bebía a sorbos. De vez en cuando se daban el gusto de pensar sobre el futuro de Vostok. Quién ocuparía el lugar de Lvovich, si los huelguistas volverían al trabajo ahora, qué sería de la Gente del Tercer Paso, pero se contentaron la mayor parte del tiempo con estar sentados y comer y saborear la tarde. La Unión Soviética estaba siendo liberada otra vez, pensó Czesich, precariamente, ciudad a ciudad y, exactamente como a fines de la década de 1940, se necesitaría un período de reparaciones y reedificación, esta vez de corazones y mentes. A los jóvenes radicales ingenuos, como Lydia Propenko, habría que dejarlos solos por un tiempo para que levantaran y abandonaran a los nuevos héroes. El país tendría que soportar una cierta dosis de caos y enemistad étnica, dos o tres reincidencias reaccionarias y luego, quizá, a mitad del camino de una vida, su Rusia acabaría por encontrar la paz, de una manera que nadie podía predecir ahora, ni encerrar en ordenados planes quinquenales, pero de todos modos, una paz real.

Cuando terminaron de comer, colocaron todo en su lugar en la bolsa de compras y Lydia volvió a mencionar la iglesia.

Czesich dijo que estaba totalmente de acuerdo en ir allí.

– Hay un camino hermoso que podemos tomar, por encima del río. ¿Está bien su rodilla?

La rodilla se había endurecido durante la hora que habían estado sentados, ahora estaba hinchada y dolorida, no podía negar que tenia cincuenta años. Le dijo que estaba bien.

Caminaron por la calle Chernyshevsky. Czesich a paso más lento y tratando de disimular su cojera, con la bolsa repleta balanceándose entre los dos, y el auto azul y amarillo de la milicia siguiéndolos a una distancia respetuosa.

– Me gustaría que papá los despidiera, ahora -dijo Lydia, mirando a sus guardaespaldas por encima del hombro-. Me siento como si estuviera en el jardín de infantes de nuevo. El amor de un padre a veces puede ser abrumador.

Czesich no dijo nada.

La calle Chernishevsky caía directamente en un sendero que transcurría a media altura de una colina cubierta de hierbas, paralelo y justo abajo de un camino poco frecuentado. Más allá de un grupo de abedules, la vista se abría revelando un recodo del río amplio y marrón. La superficie del Don moteada con pescadores solitarios en pequeños botes plateados, y más allá el Valle de la Devastación, humeante y envuelto en niebla. Río abajo, Czesich logró ver el puente suspendido con un extremo en cada orilla, y dos barcazas cargadas con carbón que pasaban despacio por debajo.

Caminaron un trecho en silencio.

– ¿Puedo hacerle una pregunta personal, Anton?

– Creía que hoy íbamos a hablar en inglés.

– Inglés en el tren. Ahora quiero preguntar muchas cosas.

– Empiece ya.

– Ella se puso seria.

– ¿Cuánto hace que usted y su esposa dejaron de vivir juntos?

– Nueve años.

– ¿Y por qué no ha encontrado otra mujer?

– Tengo amigas -dijo Czesich algo a la defensiva-. En la embajada tengo una amiga.

– ¿Una esposa en potencia?

En estas cosas era supersticioso, cauteloso, como cualquier ruso, no quería pedir demasiado a la suerte.

– Mi vida es rica en potenciales -dijo, y Lydia simuló que comprendía.

Se detuvieron un momento para acondicionar mejor la bolsa.

– Ahí están de nuevo -dijo ella. Saludó con la mano al auto de la milicia que iba por el camino de arriba, y esta vez los dos policías, ambos de uniforme, contestaron el saludo.

– ¿Y usted, esposos en potencia?

– Tuve un amante -le informó, la palabra, liubovnik, casi una jactancia-. Alguien mayor. Cuarenta y uno.

– ¿Y qué ocurrió?

– La política lo interrumpió.

En su voz hubo un tono demasiado categórico, y por un instante Czesich sufrió un debate interno. Ese tono parecía un clamor, una tristeza contenida; y como amigo, como padre, como amigo de su padre deseó liberarla. Pero ya veía las cúpulas doradas de la iglesia, reluciendo por encima de una cortina de arboles, y decidió dejar tranquilos los secretos de Lydia.

A la entrada del cementerio miró por encima del hombro a los guardaespaldas. El hombre sentado al lado del conductor le hizo un gesto con la mano como diciendo:

– Dejen la bolsa, la cuidaremos -y Czesich movió la cabeza agradeciendo.

Entraron en el cementerio sombreado.

– Aquí es donde le dispararon, entonces, al sereno -dijo Czesich.

Lydia asintió. Su cara cambió como si hubiesen pasado de la luz a la sombra, y una idea surgió en la cabeza a Czesich. No, pensó, imposible. Las únicas palabras que había oído asociadas con el sereno de la iglesia eran "santo" y "asesinado", y ninguna de ellas parecía encajar muy bien con esta linda joven conjugo de melocotón en la cara. Una tragedia de tal dimensión no encuadraba con la opinión que tenía de ella.