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Lydia lo llevó hasta la nueva tumba -no tenía lápida todavía, sólo un gran montón de tierra con flores marchitas-, y Czesich le echó algunas miradas mientras rezaba una oración en silencio. Le mostró la lápida de su abuelo y ahí también se detuvieron para decir una oración, y luego caminaron hacia los escalones de la iglesia. La puerta no estaba cerrada con llave y la entrada estaba vacía; Czesich sintió otra punzada de preocupación. Parecía demasiado fácil para Rusia: nadie allí para reprender, ninguna necesidad de rogar para ser admitidos, nada de multitudes, ninguna protección. Hasta Lydia pareció levemente sorprendida por esto. La nave estaba a media luz. fresca y silenciosa. Caminaron despacio, a lo largo de las paredes con tantos iconos colgados como para adornar un ala de museo. Lydia se detenía de vez en cuando para proporcionar la hagiografía: el Arcángel Miguel; San Nicolás el Hacedor de Milagros; la madre de María, visitada por un ángel. Parecía sentirse como en su casa en la iglesia, ni tan triste ni tan joven como le había parecido unos minutos antes, y Czesich deseó poder transplantarla a ella y a toda la familia Propenko a su casa imaginaria en la campiña de Vermont. Los primeros amigos de su nueva existencia.

– ¿El padre Alexei está aquí? -susurró.

Ella asintió.

– En la rectoría hay una cama. Debe estar descansando. Debe haberse olvidado de cerrar la puerta.

Al acercarse al altar, a Czesich le pareció oír un ruido; pasos rápidos y suaves. No era nada, se dijo. Alexei que daba una vuelta. Miró en los rincones, con hormigueo de miedo en la piel pero la habitación estaba tranquila, atravesada por rayos de sol polvoriento que caían en ángulo desde las ventanas más altas, impregnados del olor a cera de las velas y a incienso. Lydia encendió una vela delgada marrón y la colocó delante de un icono de la Virgen sosteniendo el cuerpo de su hijo crucificado. Alrededor de las dos cabezas había halos martillados en oro, y Czesich oyó a Angelina, la madre de Marie: "No un círculo real -e alrededor de sus cabezas. Tony -le había dicho una vez en su hermoso inglés híbrido-. Tú sabes. Tú lo has visto en gente. Es un brillo, no una luz real-e."

En la habitación no había bancos, nada mullido o cómodo. De un modo enteramente desprovisto de pretensiones, Lydia se arrodilló en el piso trente al altar e inclinó la cabeza, y durante unos minutos Czesich sólo la miró, tratando, como con los mineros frente a la Sede del Partido, de absorber su enseñanza. Lo que vio no fue un halo, en ella había algo viviendo que en él había perecido hacía mucho tiempo, y que sólo tenía que ver con la juventud en parte. Hacía tiempo que había entregado algo de sí mismo a cambio de no sentirse nunca engañado, asustado o herido, y ahora quería reescribir el contrato. Quería sentir dolor y alegría reales, sin filtrar, y un amor real y maduro; y aunque no podía llegar a ponerse de rodillas, cerró los ojos, inclinó la cabeza e hizo un ruego a su Dios-que-quizás-exista.

Haz, rogó, que deje de correr.

Dijo una o dos palabras por Julie, Marie, Angelina y Michael, y entonces algo, un cuerpo que se movía atravesando la luz o un zapato que pisaba el suelo de cierta manera, le pareció fuera de lugar. Levantó los ojos, y en ese único y frío segundo, tres cuerpos se movieron demasiado rápido. La misma velocidad tenía algo de profesional, siniestro y cínico. Vio que Lydia volvía la cabeza hacia la derecha y empezaba a levantarse antes de que los tres hombres estuvieran encima de ella. Por un instante, Czesich se quedó congelado donde estaba. Algo en los hombres hacía imposible moverse o hablar. Debió haber gritado o corrido a la puerta para llamar a la milicia, agarrado el candelabro más próximo, pero durante ese instante su cuerpo insistió en meterse dentro de sí mismo, apretándose, encogiéndose. Vio una mano que apretaba el cuello blanco de Lydia, oyó lo que sonó como un cuchillo que provenía de ella, vio su espalda doblada en un ángulo terrible, imposible y las rodillas que cedían. Se forzó a ir adelante, atenazado por el miedo. Uno de sus brazos, terriblemente pesado y lento, se lanzó adelante y golpeó el hombro de uno de los asaltantes de Lydia. Los ojos del hombre se volvieron hacia él con un destello de dolor y sorpresa, y Czesich volvió a lanzar el brazo y le dio cerca cerca de la boca, y luego algo muy duro lo golpeó en un costado de su propia cabeza El suelo pareció levantarse de golpe, contra su hombro y la mejilla. Un grito le estalló de adentro Se esforzó para apoyarse en una rodilla, ponerse de pie y dar un paso más hacia Lydia -ahora la tenían dos hombres, los senos pálidos se veían a través de la blusa desgarrada- antes de que la piedra diera contra su cabeza de nuevo y el mundo se volviera negro y silencioso.

Una eternidad después como en un horrible sueño vio una araña que caminaba por el mundo en una luz que era puro dolor. Parecía imposible que la criatura pudiera levantar sus miembros a través de una agonía como esa, las articulaciones se doblaban sueltas, el cuerpo en lo alto iluminado por este tormento feroz.

Se dio cuenta de que alguien gimoteaba detrás de él. vio un hombre de uniforme gris que cruzaba la habitación y se acercaba rápidamente hacia él. con las botas golpeando, golpeando.

35

Medio borracho y feliz, y bebiendo vino de arándano a un ritmo indicado para mantenerlo en ese estado. Propenko estaba sentado solo en el porche del frente de la dacha y miraba fijamjente a través del camino de tierra hollado. Tolkachev se había ido a visitar a otros amigos. Marya Petrovna y Raisa estaban en la cocina, preparando una cena espléndida. Por encima de los abetos, al otro lado de la calle se veía un cielo de fines de agosto, perfectamente azul salvo por una nube de polvo a lo lejos y hacia el sudeste, en dirección a la ruta. El olor a cerdo asado llegaba flotando desde la ventana situada atrás suyo, y oyó el rítmico tut… tut de la hoja del cuchillo que golpeaba la tabla de cortar, y se preguntó si la nube de polvo significaba que Lydia vendría a cenar con ellos.

Los ruidos de la cocina cambiaron -ahora tapas de cacerolas que batían, platos que chocaban al sacarlos del aparador- y a Propenko le recordaron a su madre. Más aún que su fiel mando. Lyudmila Propenko había hecho una religión del marxismo-leninismo: lideraba los equipos de limpieza voluntarios de los sábados, asistía a las reuniones del partido como si se tratara de servicios religiosos, amamantó a sus hijos con los mitos de la Revolución Mundial, y la amante coexistencia de las Minorías Soviéticas. Para ella, Lenin realmente había nacido para sacar a la humanidad del pantano del interés egoísta y de la subyugación. Era para ella, lo que Isus Khristos era para Lydia y Marya Petrovna, un punto en la Historia después del cual el diario equilibrio de tristeza y alegría debió haber cambiado. (Qué habría dicho ahora, con los azeris y armenios masacrándose entre ellos, y la Revolución Socialista Internacional corriendo a toda velocidad hacia atrás, y su nieta paseando con un norteamericano, celebrando la caída del pope comunista local? Cuál sería su tristeza al ver que su puro paraíso rojo se ponía moteado como todo lo demás? ¿Qué forma tomaría su réquiem ruso?

Se sirvió otro vaso de vino y volvió a inspeccionar la nube de polvo. Los hombres de Vzyatin permanecían en su puesto, aparcados cerca del frente del patio, y cuando la nube de polvo se enroscó más cerca, el hombre que estaba al lado del copiloto, un capitán, abrió la puerta y salió. El capitán miraba atentamente el camino, más allá del punto donde Propenko tenía la visual obstruida por árboles, y al cabo de un momento sacó el seguro de su pistolera, escudriñó dentro de las sombras, y avanzó como correspondía