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El Volga color melocotón del Consejo apareció dando saltos, Anatoly al volante, su pasajero invisible por el reflejo del parabrisas

– ¿Quién está ahí?-llamó Raisa desde adentro.

– Anatoly -respondió Propenko-. Ha venido a festejar

Se puso de pie, se sacudió un leve mareo de bebida, y observó cómo el Volga patinó al detenerse en una capa de polvo. Anatoly salió, dijo una palabra al capitán de milicia, luego miró hacia arriba, al porche, y a Propenko le pareció raro que no sonriera ni saludara. La puerta del pasajero se abrió, la cara y los hombros de Leonid aparecieron por encima del techo, y en su cara también había algo frío. Un saludo se heló en la garganta de Propenko. Le pareció que no podía mover las piernas.

Anatoly y Leonid subieron por el camino y los escalones como en cámara lenta, como si caminaran en un líquido. Cuando Leonid estuvo por fin el porche, cerca, dijo:

– ¿Dónde está Raisa? -como si hasta el último instante hubiese querido decir otra cosa.

– Adentro -le dijo Propenko, y por algún motivo agregó-: Cocinando. -Miró a Anatoly a los ojos, mundos de un azul helado, levemente apartados, y le pareció que le oía decir:

– Sergei, atacaron a Lydia.

Propenko estaba tratando de ponerse sobrio de golpe, pero los engranajes no funcionaban. Una parte de él se negaba a entender; otra parte entendió en cuanto vio la cara de Anatoly. Aunque todavía le parecía que no podía moverlas, sus piernas habían empezado a temblar, y tuvo conciencia de que sus manos se le cerraban con fuerza y de la voz de Raisa a través de la puerta de alambre:

– ¿Sergei?

A Leonid le temblaba el mentón.

– Primero la llevaron al hospital -dijo-. Ahora ya la llevaron a su casa.

Detrás de la puerta, Raisa hizo un ruido como de alguien que ha recibido un puntapié en el estómago.

– ¿Vive? -Propenko oyó que preguntaba Vio que Leonid asentía con la cabeza.

Media cabeza más bajo que Propenko, Leonid ahora parecía hundirse aún más. Tenía los hombros y los músculos de las mejillas caídos Propenko esperaba que dijera lo que todavía no había dicho, y estaba impreso bien grande en su cara aflojada, pero parecía que Leonid hubiera perdido toda su energía. Parecía estar a punto de marchitarse por completo. La puerta se abrió, y las tablas se movieron bajo el paso de Raisa y Propenko sintió la mano en el brazo. Anatoly se acercó, como para estar listo si ella se caía, y Leonid consiguió decir.

– Sergei. Lydia… -antes de que una sonrisa involuntaria, muy pequeña horrible aleteara en su cara y algo que sonó como "violada" se cayera de entre sus labios.

Camino a la ciudad, Propenko iba sentado en el medio del asiento de atrás, con las rodillas levantadas casi hasta el pecho, los dedos de Raisa en su mano izquierda y la muñeca de Marya Petrovna en la derecha. En el velocímetro se leía 125 kilómetros por hora, pero Anatoly parecía estar conduciendo a la velocidad con que camina una criatura.

Raisa tenía lágrimas en la cara. Marya Petrovna miraba directamente adelante, retorciendo un pañuelo en su regazo. Leonid fumaba, pero en vez de usar el cenicero, cada tanto sacaba el cigarrillo por la ventana hasta que la ceniza caía, y luego metía el filtro de nuevo entre los labios. Anatoly aferraba el volante como una figura de cera

Los pensamientos de Propenko giraban en círculos apretados alrededor de una imagen de Nikolai Malov que lo miraba por encima de su taza de café. Sentía la sangre en los músculos de sus brazos y manos, y se veía, realmente se veía, como si estuviera fuera de su cuerpo, levantando a Malov del suelo por las solapas y rompiéndole la cabeza contra la pared de piedra negra. Tenía muy claro que su cuerpo iba a vengar el cuerpo de su hija. Era simplemente un hecho de sangre, inevitable.

– i Sergei! -gritó Marya Petrovna, y él miró hacia abajo y vio que se frotaba la muñeca.

El camino pasaba por debajo de ellos en cámara lenta, los colores se desvanecían a cada lado: selvas verde oscuro, campos verde claro; ahora despacio, los primeros edificios marrones al entrar en la ciudad En la rotonda del tráfico, el inspector de autos del gobierno saludó. Anatoly levantó una mano en respuesta, luego pasó el pulgar y el índice por sus párpados, como para sacar un sueño diferente.

Leonid terminó su cigarrilo y tiró la colilla por la ventana. El auto de la milicia los había seguido hasta llegar a la ciudad, desde la dacha, y en cuanto cruzaron el límite y se adelantó y puso en marcha la sirena y las luces

– ¿Anton no la protegió? -dijo Propenko amargamente. Las palabras se le habían escapado, sin dirigirlas a nadie. Ni siquiera había estado pensando en Anton Antonovich.

Leonid se volvió a medias en su asiento.

– Lo intentó, Sergei. Vzyatin dijo que lo había intentado. Ahora está en el hospital El cura, Alexei, también está allí. A los dos los golpearon mucho.

Raisa se llevó una mano a la cara y se echó a sollozar.

– ¿Y Vzyatin? -dijo Propenko, más amargura. Había hundido un caño en un pozo insoportablemente amargo, y el caño estaba escupiendo trozos de aire y sílabas, chisporroteando antes de la erupción.

Leonid se dio la vuelta por completo para mirarlo cara a cara.

– Vzyatin tiene a toda la milicia buscándolos, Sergei. Está buscando él mismo. Los va a encontrar.

Doblaron para entrar en la avenida Octubre, los autos se detuvieron a cada lado. Anatoly frenó frente al apartamento y de pronto se encontraron en el vestíbulo oscuro, todos juntos delante de la jaula del ascensor. Raisa había dejado de sollozar, pero todavía retenía la mano de Propenko con sus dedos fríos, apretándola cada tantos segundos como un pulso. Leonid seguía pegándole al botón de plástico del ascensor con la parte inferior de su puño y escudriñando hacia arriba a través del cuadrado de vidrio reforzado con alambre, pero el ascensor no bajaba. Propenko oía los cables quejándose y la caja chocando en alguna parte del octavo o el noveno piso, y a alguien que se reía ahí, borracho. El olor a repollo hirviendo se escapaba de uno de los apartamentos vecinos. Sintió un segundo el brazo de Raisa alrededor de su espalda, y al siguiente ya estaba corriendo arriba por la escalera, dándose prisa en los rellanos, golpeando una puerta de metal, corriendo por el pasillo.

La puerta del apartamento estaba abierta y la gente se había desparramado por el vestíbulo. Cuando Propenko se acercó, Yakov Davidovich del apartamento de al lado le tomó la mano y trató de mirarlo a los ojos. Pero Propenko se abrió paso en la entrada, dejando atrás a algunos amigos que estaban de pie en la cocina, y fue directamente al dormitorio de Lydia y Marya Petrovna. Estaba acostada ahí tal como la había imaginado, totalmente inmóvil, mirando el cielo raso. Anna, la hermana de Raisa. estaba sentada al lado de la cama, mordiéndose el labio y con la mano derecha de Lydia en la suya y tarareando los mismos compases de una canción una y otra vez. Cuando Propenko entró en la habitación no levantó los ojos. El se arrodilló al lado de la cama y se inclinó de modo a mirar la cara de Lydia. Tres largas marcas rojas le cruzaban el cuello, tenía una mancha de sangre cerca de una oreja, lavada parcialmente. Los labios estaban hinchados y lastimados, y las mejillas tenían un color blanco anormal, como de hilo viejo. La respiración entrecortada olía a alcohol, y las pupilas de sus ojos tenían el tamaño de un botón.

– Lydia.

Sus ojos se movieron un centímetro, y Propenko imaginó que veía como una débilísima sonrisa levantaba las comisuras de sus labios, y luego se escapaba. Inclinó la cara para tener su pelo en los ojos y la boca, y pronunció cuatro palabras ahogadas, el único pensamiento coherente que había tenido durante el viaje interminable desde la dacha. Su respiración pesada se había transformado en sollozos y por un momento pensó que él y Lydia estaban sollozando al unísono. Pensó que la mano que se apoyaba sobre su espalda temblorosa era la de ella hasta que levantó la cabeza y vio que no se había movido ni cambiado de expresión. La estaba consumiendo una visión que se le presentaba detrás de sus ojos drogados, inalcanzable. Era la mano de Raisa la que estaba sobre su espalda. Era Marya Petrovna que forzaba su entrada empujándole la cara con su cadera, inclinándose con Raisa, tocando y besando los ojos, el pelo de Lydia en una lengua a la que él no tenía acceso. Miró, sentado a la altura de las rodillas de Lydia, muy lejos. Miró a Anna, con la mirada casi tan en blanco como la de Lydia, siempre tarareando su canción y frotando sus dedos sin vida, luego se puso de pie, sobre por fin, dio unos pasos atrás y se fue de la habitación.