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Es indudable que alguien trató de hablarle mientras se abría paso por la cocina y el pequeño vestíbulo. Es indudable que Anatoly y Leonid estaban allí entre la gente, y que quizá trataron de detenerlo. Debió bajar los tres tramos de la escalera, pero no recordaba ni el corredor ni el hueco de la escalera ni las sonoras puertas de metal.

Dos autos de la milicia estaban estacionados frente a la casa, y sólo ellos enviaron alguna señal que perforó su frío universo, porque inmediatamente cruzó la gastada mancha de césped, alejándose de ellos y se echó a correr.

No a toda velocidad, pero corrió por la avenida Octubre a un paso rítmico, con las pesadas botas de trabajo golpeando la acera al mismo ritmo. Algo, llaves o monedas, saltó de uno de sus bolsillos y rodó por el pavimento. Dejó atrás caras, cuerpos, edificios, calles laterales. Giró a la izquierda y siguió por el Prospekt Revoliutsii, respirando más fuerte, pero siempre manteniendo la llama ardiendo con la misma intensidad. Tenía la mente clara. A su derecha dos hombres salieron de una entrada; los vio demasiado tarde y provocó que se golpearan entre sí, oyó sus maldiciones masculladas que rebotaron sobre sus espaldas, y cayeron. Estaba a menos de un kilómetro del apartamento de Malov cuando empezó a sentir que el fuego se extendía a sus muslos y pulmones y le costó más trabajo conseguir que sus piernas se movieran hacia arriba y adelante, hacer entrar y salir el aire. Lo que había sido un punto de intención frío y claro cuando salió del apartamento ahora se volvió confuso y caliente. Sus ojos vacilaron un tanto con su concentración vacilante. Riachuelos de sudor goteaban en su boca, y justo cuando levantaba su bota derecha del bordillo, un jeep de la milicia salió del Prospekt en una esquina, patinando a toda velocidad en un ángulo de noventa grados, y él dio contra el costado del jeep de pleno, golpeando la puerta gris de metal con sus piernas y brazos, y cayó hacia atrás con fuerza. Se había empezado a levantar y casi estaba de pie cuando tres hombres de la milicia saltaron sobre él y lo mantuvieron de costado sobre el pavimento. Soltó el brazo izquierdo y metió un codo en las costillas de uno de los hombres y oyó un crujido, trató de asestar un puñetazo, pero ya estaban sentados o de pie encima de él, impidiéndole respirar. Tenía la cara apretada con el alquitrán. Le doblaban los brazos hacia atrás de modo que bandas de dolor le subieron a cada lado del cuello. Sintió que le ponían esposas en una muñeca, y luego ambas manos quedaron esposadas, y todavía tenía a los hombres sentados encima, todos jadeando, y Propenko llorando. Se habia reunido un pequeño grupo. Al cabo de un minuto los de la milicia lo levantaron, lo empujaron hacia el jeep, y lo encajaron en el estrecho asiento de atrás como si fuera una bolsa de harina. El jeep salió hacia adelante tironeando. La voz de Victor Vzyatin graznó por la radio.

36

Fue un sueño narcótico, un lento deslizarse azul a través de mares indoloros. En el sueño, él y Julie a la medianoche paseaban sobre los adoquines de la Plaza Roja, deslizándose entre la multitud de turistas y peregrinos soviéticos, tomados del brazo. Los reflectores iluminaban el mausoleo y la pared del Kremlin, y el martillo y la hoz amenazaban desde el edificio del Consejo de Ministros

– La guardia está a punto de cambiar-le susurró Julie al oído, y mientras se aproximaban al mausoleo, empezaron a sonar las campanas de la Torre Spassky. siete notas en tono menor en una escala descendente, insoportablemente triste Oyeron bolas que golpeaban el pavimento con energía, y vieron la guardia de élite del mausoleo que emergía de la base de la torre y entraba a paso de ganso en la noche, un trío de ángeles de la noche perfectos. Julie se apretó fuertemente contra él, y Czesich estaba a punto de decir lo que había estado tratando de decirle durante tantos años, cuando la droga perdió efecto, el sueño se disolvió, y se apartó de ella flotando hacia el dolor. La habitación en la que se despertó era institucional y oscura y sin comodidades. Por un momento pensó que estaba en una cárcel.

Empezó a sentir su cuerpo de nuevo: los huesos largos de sus brazos y piernas, su estómago, mandíbula y frente. Eructó y un rocío de bilis de cereza le tocó el paladar. Si daba vuelta la cabeza con muchísimo cuidado, a izquierda y derecha, descubría formas en la oscuridad, camas vacías, el alféizar de una ventana, una pared de cemento como picada de viruela. Ahora sabía dónde estaba, sabía lo que revivir el tiempo perdido revelaría, y el dolor que eso le causó se extendió más atrás de sus ojos, del hueso a los tejidos y al hueso. Había tenido la cara de un hombre de la milicia muy cerca, pidiéndole una descripción de los asaltantes de Lydia. y recordaba haberse esforzado para formar las palabras rusas y empujarlas para que salieran de sus labios. Lydia y él habían sido cargados uno al lado del otro en una ambulancia anticuada con el humo que salía del escape y se filtraba dentro de la ambulancia por el suelo. Había tratado de hablarle, pero el dolor le molía los huesos de la cara y el cuello, y todo lo que podía hacer era rechinar los dientes y tenerle su muñeca fría y esperar que se acabara.

Parpadeó y una lágrima le cayó sobre la mejilla. Más partes de su cuerpo se despertaron: pantorrilla, rodillas, caderas, pero el dolor pareció haber alcanzado el límite, un toque de tambor en las sienes, el cuello y detrás de los ojos, casi soportable.

Se desvaneció, luego volvió. En el corredor se oyeron zapatillas soñolientas que se arrastraban, y ahora le pareció que alguna autoridad le había dado permiso para moverse. Flexionó los dedos del pie. Levantó las rodillas muy despacio, hizo el esfuerzo de acercarse al borde de la cama y allí descansó, de costado, empapado en sudor. Con la palma izquierda sobre el colchón cerca de la cara, se alzó hasta alcanzar la posición sentada y cerró los ojos para defenderse del martilleo, las estrellas y la necesidad de vomitar. Cuando el mundo recobró la tranquilidad de nuevo, puso firmes los brazos, respiró hondo y empujó para levantarse

Las rodillas le temblaban. Sentía náuseas, pero pensaba con bastante claridad. El pensamiento más claro era: "Sal de aquí."

Alguien había guardado su ropa cuidadosamente en una caja de cartón que estaba sobre una silla cerca de la cama. Podía verla, cada pliegue atraía un rayo de luz de la calle, y al cabo de un rato se liberó de la ropa del hospital y empezó a vestirse al ritmo de un hombre de noventa años. Lo asaltaron visiones. Lydia en el suelo de la iglesia con la cara contraída, y un brazo que se sacudía Un hombre de uniforme gris que le gritaba "Uno solamente. Aunque sea sólo uno, ¡por Dios! “!Describa uno de ellos!" Czesich trató de concentrarse. Lo habían traído aquí y lo habían drogado, lo habían pinchado con una aguja mientras estaba en la camilla manchado con la sangre de alguien. Ahora tenía que superar el efecto de la droga, hacer desaparecer esas visiones, enderezar sus pensamientos en una línea recta que lo sacara de este lugar.

Vio otras cinco camas en sombras, todas vacías. Una habitación privada para el Amerikanetz. Pero no había televisor, ningún monitor emitiendo señales, ninguna enfermera hablando con voz chillona por corredores luminosos y limpios Era una prisión para infecciosos, un lugar donde se está enfermo solo, un lugar para morir Todas sus fibras querían salir de ahí.