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Temblando, encontró una jarra de vidrio en la repisa al lado de la cama y orinó en ella tan silenciosamente como pudo. Ahora la cabeza le dolía más. su rodilla derecha estaba hinchada y latía pero, al mismo tiempo, todo tenía una cierta vaguedad, un amortiguador entre él y los bordes filosos de la noche, un pequeño charco de energía. Inspeccionó el cielo desde su ventana, el negro de la medianoche Si este era algo parecido a otros hospitales soviéticos que había visto, tenía por lo menos una posibilidad de salir directamente por la puerta principal sin que lo molestaran. En la calle, agitaría un billete de veinte dólares ante cualquier vehículo que pasara. Iría hasta el hotel, llamaría a Propenko, llamaría a la embajada, se escondería en sus habitaciones obstruyendo las puertas hasta que llegara Julie.

La otra opción era esperar aquí a que la milicia o la KGB vinieran a buscarlo, lo que no era una opción en absoluto. Con la posible excepción de Propenko y su familia, ya no confiaba en nadie. No podía arriesgarse a ningún tipo de custodia.

Le faltaba el reloj; no estaba en su muñeca ni en las repisas al lado de la cama. Revisó los bolsillos de sus pantalones, los dólares y los rublos estaban intactos, luego se puso de pie y comenzó a recorrer la sala.

Afuera, justo al lado de la puerta, un sargento de la milicia, repantigado en una silla, dormía profundamente, con las manos apoyadas beatíficamente sobre el vientre. Czesich oía el pulso que latía en sus sienes, y se quedó allí un minuto debatiendo qué hacer, luego tomó una decisión y se deslizó sin hacer ruido por el pasillo en dirección opuesta. Llegó hasta el cartel que señalaba la salida sin ser detectado, giró a la izquierda, pasó por una ruidosa puerta metálica y llegó a una escalera, escuchó, y luego descendió, escalón a escalón.

Se veía luz bajo la puerta que estaba donde empezaba la escalera. Oyó que adentro un teléfono sonaba como si fuera a seguir eternamente, y luego de pronto enmudeció. Muy suavemente empujó la puerta y se encontró en un vestíbulo donde una lámpara amarilla iluminaba las paredes, y el guardián estaba sentado roncando en una silla detrás del mostrador. Al lado de la entrada había otra silla vacía. Habían atravesado una barra de madera en la puerta, y entre sus pies y el exterior negro había un gran espacio cubierto con linóleo. La poca luz reinante lo hería. Miró al guardián que dormía, respiró hondo, y avanzó. Mirando de soslayo y deslizándose sin hacer ruido, un pie tras el otro, arrastrando los cordones de los zapatos, había cubierto casi la totalidad del recorrido cuando oyó, detrás de éclass="underline"

– ¿Y esto qué es?

El guardián se acercó contoneándose, bajo, uniformado, una especie de roedor concienzudo.

– ¿Y esto qué es? -preguntó por segunda vez. Había tomado posición entre Czesich y la puerta, y estaba muy cerca, sacando su pecho de rata.

Czesich se sentía mareado por el esfuerzo, por los reavivados restos de la droga, y por un instante no estuvo del todo seguro de donde terminaba la pesadilla y dónde comenzaba la noche.

– ¿Eh? -dijo el guardián.

Czesich buscó una estrategia. Los estímulos eran vagos, los reflejos estaban amortiguados. Todo lo que pudo decir fue:

– Soy el Arnerikanetz.

– Es el amerikanetz -repitió el sereno irónicamente-. ¿Es que no tengo ojos?

Ni agallas, pensó Czesich. ni corazón, nada. De algún modo había asociado a este hombre con los matones que habían violado a Lydia Propenko, los sádicos que habían arruinado Rusia siguiendo un plan muy simple, matar a los mejores, torturar a los mejores, violar a los mejores; convertir a todos en ovejas. Sentía que se le estaba desarrollando una furia congenio.

– Tengo una reunión importante. Viene el Embajador.

El roedor sonrió, todo labios estirados y dos incisivos superiores afilados

– ¿A las dos de la mañana?

Czesich miró de soslayo. La cura de sueño del guardián osciló como una pantalla de televisión.

– ¿A usted qué le importa?

– Phillipovich me va a crucificar, eso es lo que quiere decir Todos me van a crucificar.

– Quizá sería para mejor -dijo Czesich en inglés. Cerró los ojos y trató de concentrarse Phillipovich. El suelo se movía bajo sus pies de un modo que le provocaba náuseas, y la idea de salir a la calle y tomar un taxi le parecía cada ve/ más y más una fantasía de opio. Sacó diez, rublos del bolsillo y metió el billete en la mano del sereno.

– Voy al hotel. Puede llamarme un taxi si quiere, pero debo irme.

El hombre no se ablandó. Lo miró con curiosidad. Había notado el dolor y se sentía más audaz.

Czesich intentó una fanfarronada desesperada

– Llame al doctor entonces.

– Lo llamo a esta hora -respondió el sereno con orgullo-. y me crucifica.

– Muy bien -Czesich metió la mano en el otro bolsillo, sacó un billete norteamericano, y sin comprobar su valor, lo metió junto con los rublos. No tuvo ningún efecto. El sereno se mantenía allí con la mano tendida, tomando, mezquino, duro como metal.

– Realmente tengo visitas oficiales de Moscú, de la embajada, esta tarde, y tengo que prepararme. Puede llamar a Sergei Propenko si no me cree. Puede hablar con el guarda de la milicia que está arriba. El me dejó pasar.

El roedor hizo un bollo con los billetes y los metió de nuevo en el bolsillo de Czesieh.

– Está tratando de escaparse. Ha hecho algo malo.

– Nada -dijo Czesich. pero se dio cuenta de que la cara que tenía enfrente no mostraba ni el menor rastro de duda. El guardián era un stalinista. sobreviviente de las diezmadas fuentes del gene, un trozo del granito resentido del que se había sacado el monolito soviético original. Czesieh miró alrededor, divisó la silla al lado de la puerta, dio tres pasos y se sentó.

– Llámeme un taxi -dijo, con su voz de director.

El guardián resopló.

Czesieh temblaba muy levamente ahora, tenía los dedos crispados. Había agotado su pequeño brote de energía, y el dolor en la sien derecha, suavizado todo este rato, había empezado a crecer de forma alarmante. Finas cintas de dolor serpenteaban dentro de su oído; lo tocó y sintió allí un bulto del tamaño de una ciruela pequeña

– Sé lo que hizo frente a la Sede del Partido.

– Entonces debería agradecérmelo.

El sereno resopló de nuevo, se dio la vuelta y arrastró los pies hasta su mostrador Czesieh oyó el ruido fuerte del disco del teléfono, una pausa, y luego al sereno mascullando disculpas, y después un leve sonido cuando el auricular volvió a su lugar. Por algún motivo él estaba barriendo una fina capa de nieve frente a una casa en Vermont La tormenta se había ido hacia el este por encima de las montañas, dejando ráfagas de un viento limpio y frio, y él tenia una bufanda envuelta alrededor del cuello, guantes y sombrero, y pasaba la pala de mango largo por el camino de entrada y veía que abajo se iba formando un montón de nieve que se derretía por los costados Un vecino estaba haciendo lo mismo al otro lado del camino Czesich le gritó "Hola", y algo sobre la tormenta. Adentro de la casa. Julie estaba preparando un desayuno caliente. La escena doméstica a la que le había escapado toda la vida parecía perfecta en esta visión, un paraíso manso. Por fin le habían sacado de adentro esa necesidad de escaparse.

El guardián caminó deprisa por el vestíbulo sin hacer ningún ruido. Al baño, supuso Czesich. O a buscar al médico que dormía para chismorrear con él

Ahora estaba sentado en una meditación de dolor, con la boca seca como hojas marchitas, los ojos al nivel de la barra de madera de la puerta. Porqué llamar primero al taxi, y entonces ir a despertar al médico jefe? ¿Para qué llamar un taxi, si el roedor se oponía tanto a que se fuera? ¿Por qué todas las disculpas masculladas por teléfono?

El vestíbulo se inclinaba y daba vueltas. Creyó que oía a Lydia decir jeddies”. Pensó que la veía saludando a los hombres que estaban en la galería del mercado, y los hombres miraban a otro lado como él hizo cuando vio a Malov en la acera cerca de la Sede del Partido. Malov mirándolo como si si las miradas… Czesich sintió que empezaba a deslizarse lentamente de nuevo, pero un nombre sonó en su oído interno y lo saco de su mareo. Abrió los ojos de golpe y se encontró mirando fijamente a través del vestíbulo al mostrador vacío. Nikolai Phillipovich. Ahora tenía energía Se puso de pie, tambaleando, escuchando. Dio una vuelta de 180 grados, saco la traba de madera de la puerta, se golpeó la rodilla lastimada al deslizarse entre las puertas y salió a la noche, doblado en dos por el dolor, con las manos en los muslos, aferrando la traba como si fuera a pasar la posta. Se forzó a enderezarse Una luz débil encima de su cabeza iluminaba un camino corto que tenía adelante. Ahí parecía haber un auto gris de la milicia estacionado, al final del camino. Dio dos pasos hacia el y casi se desmaya. Trabó la pierna derecha para mantenerse erguido y le pareció ver una sombra que se movía en el asiento delantero del jeep, un hombre que se despertaba, se daba vuelta.