Выбрать главу

Propenko pasó delante de los guardaespaldas, siguió por el vestíbulo posterior y salió a la noche.

Sobre la puerta posterior del edificio había una luz. y en el pequeño estacionamiento de tierra alcanzó a ver a Vzyatin sentado al volante de un Volga sin chapa, fumando. Vzyatin oyó que se cenaba la puerta del edificio, y salió, con los hombros caídos, el brazo izquierdo colgando al costado como si no pudiera levantarlo, toda la confianza se había evaporado de su cara. Propenko caminó hacia él y vio manchas de sangre en su camisa, y un serio cansancio en la mirada. Vzyatin parecía desinflado.

– Los asaltantes están bajo custodia, Sergei -le dijo, y Propenko comprendió que esto era lo más cerca que el Jefe podría llegar a estar de pedir perdón.

– El norteamericano dio una descripción, y tuvo a todos los hombres de la milicia siguiendo su rastro en menos de cuatro minutos. Cada detective, cada informante y ex convicto, cada borracho de cualquier parte que me debiera algún favor en los últimos veinte años, fue llamado en menos de media hora. Alentamos a la GAI, la milicia del oblast, la Unidad Criminal Especial. Para cuando mis hombres se detuvieron en el Prospekt Revoliutsii, los asaltantes ya estaban bajo custodia. Los agarraron en un camión en el puesto GAI en Vostok Oeste.

Propenko movió la cabeza dándole su pequeña absolución, pero Vzyatin parecía inconsolable, de luto por su reputación manchada, quizá, o por su reino perdido.

– Oleg me engañó -prosiguió-. Mi chófer durante catorce años. Lo he tenido en mi casa mil veces. Le he llevado regalos de cumpleaños a su hija. Lo acompañé toda la noche en el hospital cuando murió su mujer.

Propenko volvió a asentir. Ahora no necesitaba información. Ni siquiera necesitaba que Vzyatin se disculpara. Su cuerpo no escuchaba.

– Malov estuvo detrás de esto.

– Lo sé.

– El norteamericano trató de protegerla. Casi lo mataron en la iglesia. Malov intentó encontrarlo en el hotel para terminar el trabajo -pero encontramos a Malov antes.

Propenko no tenía qué decir.

– Te llevaré a tu casa -dijo Vzyatin, tirando el cigarrillo en el césped. Aparentemente había acabado de pedir disculpas; la autoridad de siempre empezaba a retornar a su voz.

Propenko sacudió la cabeza. Miraba a Vzyatin y veía un hombre casado, de cuarenta y cinco años, borracho, besando a la hija de su amigo en el sendero oscuro detrás del hotel en Sochi.

– Entra. Te llevaré a tu casa. He pasado allí la mitad de la noche.

– No voy a casa. Voy a ver a Malov. Se supone que tú me llevas.

– No puedo hacer eso. Sergei.

Propenko se preguntó por un instante si lo habían engañado.

– Bessarovich acaba de llamar a la mina para decirles que voy para allá. Me dijo que tú me llevarías. Entra y pregúntale.

Vzyatin sacudía la cabeza con tristeza y resolución.

– No es lo que necesitas -dijo-. Créeme, Seryozha. Estuve en la prisión más temprano. Estuve con los hombres que… eso no responde a nada, créeme.

Propenko lo miraba, respirando apenas.

– Se ha ido. Malov, es un hombre muerto. Lo van a enterrar.

Propenko siguió mirándolo.

– En los campos tengo gente que están en deuda conmigo, el peor tipo de gente. Cada día que los asaltantes de Lydia pasen allí será un infierno. Cada vez que…

Propenko extendió el brazo y le pegó a Vzyatin en medio del pecho con el índice, una vez, con fuerza, y el pequeño golpe pareció desinflar al Jefe por segunda vez.

Vzyatin miró a Propenko el tiempo suficiente para que advirtiera su sorpresa, luego abrió la boca, la cerró, la volvió a abrir, se encogió de hombros y caminó indolente hacia la escalera posterior del Departamento. Cuando Vzyatin entró en el edificio. Propenko esperó hasta contar cinco, luego se sentó al volante. La llave estaba puesta. Puso el motor en marcha, retrocedió en medio círculo y salió del área de estacionamiento y ya conducía rumbo al río cuando el Jefe llegaba a la puerta de la oficina.

Hacía muchos años que Propenko no circulaba por la ciudad antes de la madrugada. El aire estaba fresco, quieto como la muerte y veteado con niebla. El silencio ocupaba el lugar del ruido, y la sombra el lugar de la luz. Los escasos vehículos que transitaban por la calle parecían ir en misiones personales como él. Bajó la ventanilla y dejó que el aire húmedo de la noche le diera en la cara.

Yendo por una ruta que lo mantenía lo más lejos posible de la avenida Octubre, llegó a la avenida Donskoy, giró a la izquierda, tomó el puente Tchaikovsky y subió entre un manto de niebla. En lo más alto del puente el aire estaba claro, y vio tremendas columnas de humo color de ópalo que se levantaban desde el valle que tenía adelante, y motas de luz que señalaban el tope de las chimeneas de las fábricas, y no pudo evitar mirar hacia a la derecha y abajo, como esperando encontrar cuatro cúpulas doradas en la orilla empañada

La niebla era aún mas espesa en el lado sur del río y. al descender, no veía más que unos pocos metros del camino y las barras verticales de la baranda que pasaban como destellos. El final del puente se anunció con un fuerte golpe debajo de las ruedas., tomó la primera salida, luego giró al oeste, dentro del corazón del distrito minero. El camino corría entre casas de madera tambaleantes y patios llenos de chatarra, como fantasmas en la niebla, ninguna luz en las ventanas. Oyó el agudo zumbido de una fábrica invisible y sintió que su corazón latía con firmeza, al doble de su ritmo normal.

Al cabo de unos minutos, giró por una entrada de gravilla y se tuvo ante una cadena con focos En la entrada había tres guardias, fumando: las brasas de sus cigarrillos parecían diminutos ojos rojos en la niebla. Uno de los guardias lo reconoció y lo hizo entrar por una puerta más pequeña a un estacionamiento polvoriento. A un lado se vislumbraba un edificio de oficinas. Enfrente había una estructura de madera de dos pisos sin ventanas y con una abertura negia por única entrada.

– ¿Dónde está Yevgeni?

– Abajo

– Lléveme abajo, entonces.

En el cobertizo deteriorado por la intemperie, le pidieron a Propenko que se pusiera un casco y una chaqueta negra de minero como cualquier visitante común, y luego lo escoltaron hasta un ascensor con paredes de malla metálica. El minero cerró la puerta de un golpe, oprimió un botón rojo y bajaron por el pozo, acelerando a medida que descendían, de modo que el estómago de Propenko dio contra los pulmones Las manos le habían empezado a temblar violentamente. Oía los cables que chirriaban y golpeaban por encima de su cabeza, un borrón de pared rugosa al alcance de la mano; sentía un gusto a hollín en el aire frío y rancio, olía el sudor del minero. Sentía como si lo estuvieran llevando abajo, lejos del mundo de la superficie, para siempre.

El ascensor aminoró la velocidad para detenerse suavemente, y el minero abrió la puerta ruidosamente y lo condujo por un túnel en curva, con un techo de cinco metros de altura sostenido por una sucesión de arcos de acero. A lo largo de la pared los focos daban una luz vacilante, y Propenko oyó las gotas de agua que caían y un zumbido lejano de ventiladores

– Cien metros -le dijo el minero, sosteniendo la puerta del ascensor abierta con una pierna y señalando-. Verá una puerta. Yevgeni y los dos guardias estarán esperando afuera.

Propenko asintió, respirando con fuerza. Empezó a caminar por el túnel, con rieles de tren y charcos en los pies, los ventiladores le mandaban un aire caliente y arenoso a la cara Se veían cables de electricidad y teléfono a lo largo de las paredes y el pecho, y una vieja imagen de Nikolai Malov ocupaba su ojo interior. Era el tercer round, la pelea estaba perdida ya. y el peso mediano de Uzbeki metía sus puños en Malov como si fuera una bolsa pesada. Ningún miembro del equipo, ningún boxeador o entrenador lo habría culpado por caerse en la lona, salvarse de sesenta u ochenta minutos de tortura. Pero Malov se había quedado de pie con una mano sobre la cara y los pies separados, absorbiéndola Cuando se terminó, se había tambaleado con las piernas duras hacia su rincón y vomitado el protector y sangre y mucosidad en el cubo de agua