Una hora después Marcus conducía por la carretera de la costa del sur de Gales con un muchachito que no paraba de hacer preguntas y que estaba encantado con aquel personaje que su hermana había llevado a casa.
Cuanto más se dirigían al sur, más desconcertado se sentía Marcus. Harry parecía haber aceptado la explicación de su matrimonio como un golpe de buena suerte, tal vez por el hecho de ir sentado en un Morgan, y parecía totalmente feliz. Guando al fin se detuvieron, Marcus no tenía ni idea de dónde se estaba metiendo.
Rose había llegado antes que ellos y estaba en el porche de una casa destartalada, rodeada de una jauría de perros. Éstos se lanzaron hacia el coche de Marcus sin dejar de ladrar y Rose los siguió.
Seguía llevando la misma ropa que en el avión, la falda y la blusa que habían comprado en Nueva York, pero parecía diferente. Estaba sonriendo y había algo en aquella sonrisa…
Era felicidad, pensó Marcus. Estaba feliz porque había vuelto a aquel lugar abandonado de la mano de Dios.
Pero pensar aquello no era justo, decidió Marcus. El lugar era precioso. Charles había luchado para conseguirlo, y con razón. El terreno de la granja se extendía junto a la costa, salpicado de magníficos eucaliptos, y al fondo podían admirarse las montañas. Con el sol del atardecer parecía un lugar mágico.
Pero la casa no. Tanto el porche como la vivienda parecían a punto de derrumbarse.
– Bienvenido a la granja Rosella -le dijo Rose, haciéndose oír por encima de los ladridos-. Tranquilos, chicos -pero los animales se alteraron aún más al ver que Harry estaba en el coche. El muchacho, contento, saltó a tierra y terminó rodando por el suelo con los perros.
Marcus seguía mirando la casa.
– ¿De verdad vives ahí?
– Sí. Pero no te preocupes. La casa de la tía Hattie es mejor. Está a unos cien metros más allá, detrás del establo. Ahora te llevaré allí.
– Bien -Marcus bajó del coche y echó una mirada alrededor. Necesitaba familiarizarse con el lugar. Estaba en territorio desconocido y el conocimiento era lo que daba el poder-. Necesito una visita guiada.
– Harry puede enseñarte la granja cuando vuelva mañana de la escuela.
La alegre cara de Harry apareció entre los cuerpos de tos perros.
– Claro que sí, pero nos llevará muchísimo tiempo -afirmó el chico-. Será mejor que no vaya al colegio y que se lo enseñe todo.
– Ni lo sueñes -contestó Rose-. Ya has perdido bastantes días de colegio. Pero puedes enseñarle a Marcus la casa de Hattie ahora.
Marcus frunció el ceño. Harry podía llevarlo a la casa de la tía y así él dejaría en paz a Rose.
– Antes meteré tu maleta en la casa -le dijo a ella.
Rose negó con la cabeza y fue a agarrar la maleta que Marcus había sacado del coche.
– Yo lo haré.
– Pero tu tobillo…
– Estoy bien. Déjala aquí.
– ¿No quieres que vea tu casa? -preguntó Marcus.
– No hay nada que ver.
– ¿No quieres que lleve la maleta a tu habitación? -insistió él.
– Rose duerme en el porche -intervino Harry. Apartó a los perros, se levantó y comenzó a hacer de anfitrión-. Solamente hay una habitación y Rose me hace dormir en ella.
– ¿Rose duerme en el porche?
– Es… fresco -dijo ella.
– Seguro que sí. En invierno tiene que ser muy fresco. ¿Duermes ahí todo el año?
– Todos teníamos que dormir en el porche hasta que papá murió -le informó Harry-. Los chicos y yo teníamos una cama muy grande, y Rose dormía en otra más pequeña, en el otro lado.
– Es increíble -dijo Marcus.
– No es asunto tuyo -le espetó Rose-. Y si estás pensando que a Harry no lo cuidamos bien, te equivocas. Cuando era un bebé dormía conmigo.
Ahora… En casa de Hattie siempre hay comida y leche. Iré mañana a comprar si necesitas algo más. Mientras…
– ¿Qué vamos a cenar? -preguntó Marcus.
Vamos. Aquel «nosotros» implicaba la idea de compartir. Marcas no sabía si era may sensato, pero no estaba dispuesto a irse a otra casa extraña y asaltar él solo la nevera.
– Salchichas -dijo Harry-. Rose siempre hace salchichas. También las quema.
– ¿Habrá salchichas en mi… en la nevera de Hattie?
– Seguro que sí. Rose compra millones de salchichas.
– De acuerdo. Yo cocinaré. Cenamos en mi casa, digamos… ¿dentro de una hora?
– Pero ni siquiera sabes la comida que hay en la casa -objetó Rose.
– ¿Las tiendas están muy lejos?
– Quince minutos en coche.
– Entonces no hay que preocuparse.
– ¡No puedes cocinar! -exclamó Rose.
– ¿Quién ha dicho que no puedo?
– ¿De verdad vas a cocinar? -preguntó Harry con cierta sospecha, pero esperanzado-. ¿En serio?
– Sí.
– Es fantástico -dijo el chico, satisfecho-. ¿Verdad, Rose?
– Tengo que ordenar las vacas -contestó ella.
– ¿Qué? ¿Esta noche?
– No he pagado a nadie para que las ordeñe esta noche. Si no lo hago yo, no habrá beneficios.
– ¿Puedo ayudarte? -preguntó Marcus.
– Me gusta ordeñar sola. Tú ocúpate de las salchichas.
– Pero el tobillo…
– Estoy bien. Y ya has hecho suficiente, no quiero que me ayudes.
La alegría se había desvanecido. No del todo, pensó Marcus, pero también había incomodidad. Era como si Rose se hubiera dado cuenta de que había que pagar por la alegría. Y el precio era… él.
La segunda casa parecía una casa de muñecas. Estaba en mejores condiciones que la primera, y era evidente que la había decorado una mujer.
Era rosa. Muy rosa. El exterior era de ladrillo, pero dentro las paredes eran rosas, igual que los cuadros y los adoraos.
– A la tía Hattie le gustaba el rosa -dijo Harry. Rose los había dejado, así que Harry estaba haciendo de anfitrión.
– Ya lo veo -contestó Marcus con cautela-. Es horrible.
– Sí que lo es. Nuestra casa es mejor, aunque se esté cayendo.
– No te entiendo -Marcus miró a su alrededor-. ¿Cómo puede ser mejor vuestra casa? Porque ésta, si le quitamos el color rosa…
– Ah, te refieres al dinero -dijo Harry con desprecio-. La tía Hattie siempre tuvo más que nosotros.
– ¿Por qué?
– Es fácil. Mi abuelo fue justo.
– ¿Cómo dices?
– Mi abuelo tuvo dos hijos, papá y la tía Hattie.
La tía tuvo un bebé, Charles, cuando era una adolescente, pero siguió viviendo aquí. El abuelo le construyó esta casita. Papá se casó con mamá y tuvieron cinco hijos. Cuando el abuelo murió, le dejó la mitad de la granja a papá y la otra mitad a la tía Hattie, aunque era nuestra familia la que hacía todo el trabajo. Rose dice que papá se enfadó mucho. También dice que ésa es otra de las razones por las que papá odiaba a las mujeres.
– ¿Y…?
– Y todos los beneficios de la granja tenían que dividirse en dos: la mitad para Hattie y la otra mitad para nosotros.
– ¿Quién trabaja la granja? -preguntó Marcus.
– Rose, sobre todo. Nosotros la ayudamos.
– ¿Hattie no la ayudaba?
– La tía nunca trabajó -Harry miró a su alrededor e hizo una mueca-. Excepto para pintar cosas.
– Eso es muy injusto para Rose.
– Sí, es injusto. Pero Charles siempre decía que teníamos dos opciones: hacerlo de esa manera o dejar la granja. Papá nunca quiso marcharse, y mientras tuviera suficiente dinero para la bebida… Creo que no debería haberte dicho eso. Daniel me dijo que no lo hiciera, y Rose se pondría furiosa.
– No se lo diré -Marcus frunció el ceño-. Así que Rose se quedó y sacó la granja adelante. ¿Por qué se fueron tus hermanos?
– Ella dijo que se fueran.
– ¿Por qué?
– Dijo que nunca iba a haber suficiente dinero para que todos fuéramos granjeros y que tenían que estudiar una carrera. Cuando Rose se pone mandona no hay quien discuta con ella.