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– ¿Solamente te duele el tobillo?

– ¿Te parece poco?

– No, supongo que no -le tocó el pie ligeramente, y vio que le dolía bastante-. Ha sido una buena caída.

– Tu me empujaste fuerte.

– Supongo que sí.

– Estoy bien -dijo la chica, aunque la amargura que había en su voz decía lo contrario-. Puedes dejarme sola.

– Puede que el tobillo esté roto.

– Sí, con la suerte que tengo… -por un momento pareció que iba a hundirse, pero se las arregló para mostrarle de nuevo aquella sonrisa-. No te preocupes. Si estuviera reto, me dolería más.

– ¿Quieres que te ayude a entrar? -preguntó Marcas, señalando la puerta por la que había salido.

– ¿A las oficinas de Charles Higgins? -la chica elevó las cejas en un gesto de incredulidad-. En situaciones normales, Atila no me dejaría sentarme en su sofá. ¿Crees que me dejaría hacerlo ahora que estoy llena de batido de plátano?

– Supongo que no -dijo él. Atila… Sabía exactamente a quién se refería: la secretaria de Charles Higgins-. ¿Estabas esperando para ver a Charles?

– Sí.

Marcus conocía a Charles Higgins. Ese tipo era basura, un egocéntrico que tenía la misma moral que una rata. Debido a las reformas en el edificio, las mismas obras que estaban causando problemas con los ascensores, Marcus había tenido que compartir un lavabo con Charles Higgins durante las últimas semanas. Pero ahí se había acabado su relación con él. El tipo tenía fama de hacer tratos fraudulentos con dinero igualmente fraudulento.

Marcus era el propietario del edificio. Le alquilaba una parte a Higgins, pero eso no significaba que le gustara el hombre. No se le ocurría qué tipo de negocios podría tener aquella chica con un abogado baboso como Higgins.

– ¿Tenías una cita?

– Esta mañana a las diez. Hace tres horas. Atila no hacía más que ponerme excusas para no dejarme pasar. Al final me entró tanta hambre que saqué la comida, y ella me dijo que tenía que comer aquí fuera. Entonces apareciste tú.

Aquello tenía sentido. La secretaria de Higgins, una mujer de edad indefinida y pecho enorme, tenía fama de ser aún más desagradable que su jefe.

– Tal vez… -era una conversación absurda. En cualquier momento Ruby llegaría y lo rescataría, pero mientras tanto tal vez podría darle algunos consejos a la chica-. Tal vez unos pantalones cortos, una camiseta y sandalias piojosas no sea el mejor atuendo para hablar con un poderoso abogado de Nueva York.

– ¿Estás diciendo que mis sandalias son piojosas? -preguntó ella mientras se tocaba el tobillo de nuevo y hacía otra mueca de dolor.

– Sí -dijo Marcus con firmeza, y casi consiguió que la chica sonriera de nuevo. Casi. Seguro que el tobillo le dolía bastante. Pero ¿dónde demonios estaba Ruby?-. En realidad, «piojosas» es un adjetivo bastante agradable para describirlas.

– Son de mi tía.

– ¿Y…?

– Que está muerta -contestó la chica, como si aquello lo explicara todo.

– Ah -respondió Marcus, y entonces sí que consiguió la sonrisa.

Merecía la pena trabajar por esa sonrisa. Era maravillosa.

– También traje ropa más apropiada -dijo ella-. No soy tonta. Provengo de Australia. Vine rápidamente porque mi tía se estaba muriendo, aunque me dio tiempo a meter ropa decente en la maleta. Desafortunadamente, mi equipaje ha debido de perderse y alguien se estará poniendo ahora el traje con el que tenía que ver a Charles. Lo que llevo puesto es lo único que tengo.

– ¿Y no pensaste en comprar algo más? -preguntó él, y enseguida vio que había sido un error. A pesar de todo lo que le había hecho, la chica había reaccionado con humor. Sin embargo, en ese momento le echó una mirada furiosa.

– Claro. Con un poco de dinero todo se soluciona. ¿Para qué está el dinero, si no? Igual que Charles. Dejas a tu madre con Rose hasta que parece que vas a heredar; después la mandas a la otra parte del mundo. En clase turista, ¡Y cuando se está muriendo! ¡Aunque puedes permitirte mucho más! Pero es que realmente no la quieres. La metes en cualquier residencia de ancianos para que muera sola, asegurándote de que antes cambie su testamento… -se mordió el labio inferior mientras hacía una mueca de dolor.

– Hmmm… Yo no tengo madre -dijo él cautelosamente, consiguiendo que el enfado de la chica aumentara aún más.

– Por supuesto que no. No estaba hablando de ti, sino de los hombres como tú.

– ¿Me estabas etiquetando?

– Sí -respondió ella.

– Comprendo -en realidad, no comprendía nada de lo que estaba pasando. La chica estaba realmente furiosa y él tenía que tranquilizarla si quería sacar algo en claro de todo aquello-. ¿Quién es Rose?

– Yo -dijo ella frunciendo el ceño.

– ¿Tú eres Rose? Hola. Yo soy Marcus.

– Podemos saltarnos las presentaciones. Aún estoy enfadada. Charles, Atila y tú estáis metidos en lo mismo. Pensáis que porque no llevo un traje de Armani no merezco la pena. Y sí, sé que es Armani, no soy estúpida. Nunca conseguiré ver a Charles. He gastado todo mi dinero cuidando a Hattie y enterrándola, y si no logro verlo… -suspiró profundamente, y el dolor se reflejó en su rostro.

Marcus se dio cuenta de que la chica estaba usando el enfado como barrera, pero no estaba funcionando. Sus sentimientos empezaban a salir a la superficie.

– Esto es estúpido -murmuró ella-. Tú te lavas las manos y, de todas formas, tendrás una secretaria como Atila. Aunque yo amenace con demandarte, te dirigirás a tu secretaria y le dirás «Arréglalo. Mantenía alejada de mí».

– Yo no haría…

Pero por supuesto que lo haría.

– ¿Señor Benson?-dijo Ruby a sus espaldas. Era su fría y eficiente ayudante, en cuyas manos Marcus dejaba los problemas personales-. ¿Hay algún problema, señor Benson? ¿En qué puedo ayudarlo?

Ruby era maravillosa, la respuesta a las oraciones de Marcus. Era una afroamericana que ya había pasado los cuarenta años, corpulenta y bien vestida. Tenía el aire de ser la madre o la tía de alguien, aunque no era ninguna de las dos cosas.

Tampoco tenía los estudios propios de una secretaria. Siete u ocho años atrás, cuando Marcus la había descubierto por casualidad, ella era una empleada más en el enorme imperio financiero Benson. Marcus estaba intentando manejar a una delegación japonesa, a un equipo de abogados sedientos de sangre y a un grupo de periodistas y fotógrafos de la revista Celebrity-Plus. La que era su secretaria altamente cualificada había sucumbido a la presión.

Desesperado, Marcus había salido de su despacho y había preguntado por alguien, ¡cualquiera!, que hablara mi poquito de japonés. Para su asombro, vio que Ruby se ponía de pie. Había estudiado algo de japonés en un curso nocturno, le dijo. Aunque Marcus pensó que no podría esperar mucho de ella, en veinte minutos Ruby tenía encantados a los delegados japoneses, había organizado un almuerzo, había repartido vales entre los periodistas para un exclusivo pub cercano a la oficina y tomaba notas tranquilamente mientras Marcus hacía frente a tos abogados. Incluso hizo una lista de prioridades cuando él comenzó a estar desbordado.

Las prioridades de Ruby siempre eran acertadas, tanto que Marcus nunca había necesitado otra ayudante. Ruby hacía las cosas con tranquilidad. Era imperturbable, y valía millones. Mucho más que millones. Con una sola mirada a Rose, supo lo que Marcus quería y se puso manos a la obra.

– Si el señor Benson la ha herido, haremos todo lo que podamos por solucionarlo -le dijo-. El señor Benson tiene una cita a la que no puede faltar, pero yo puedo ayudarla.

Miró a Marcus, interrogativamente, preguntándole con la mirada si debía ser comprensiva. Él asintió y sonrió. La combinación de asentimiento y sonrisa era la señal para que Ruby fuera todo lo agradable posible con la mujer.