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Encendió la televisión y en la pantalla apareció una absurda serie americana. ¿Cómo se había metido en aquel tío?, se preguntó. Además, no podía dormir. Su cabeza le decía que eran las seis de la mañana y estaba muy despierto.

Rose también se había acostumbrado al horario de Hueva York, pensó. ¿Cómo podría haberse ido ya a la cama? ¿En el porche? Aquello era otra cosa en la que pensar. Una chica durmiendo en el porche…

Se la imaginó tumbada en una cama con muelles rotos y mantas deshilachadas, poniendo el despertador al alba para ir a ordeñar las vacas.

Era una verdadera Cenicienta, decidió. Y él se había ofrecido para rescatarla.

No podría dormir. Sobre todo, si los muelles se le estaban clavando en el cuerpo. Y… ¿cómo era aquel cuento del guisante? Una princesa que dormía sobre cien colchones, pero que sentía la molestia de un pequeño guisante…

Se estaba volviendo loco. ¿Acaso iba a ir a rescatarla de un guisante?

«No voy a ir a ningún sitio». Pero no era cierto. Se negaba a estar un minuto más en aquella pequeña habitación rosa y en aquella pequeña casa rosa.

Solamente iría hasta el porche, se dijo, pata asegurarse de que Rose estaba bien.

«No lo hagas», pensó. Simplemente saldría a dar un paseo. Y si se acercaba…

Rose estaba tumbada en la oscuridad sin poder dormir, preguntándose dónde estaba la alegría que siempre había sentido en aquella cama. En aquel lugar.

Aquél era su lugar privado, donde podía taparse hasta los ojos y perderse en sus pensamientos mientras en el mundo exterior las vacas pastaban, los árboles se agitaban con el viento, las olas del mar acariciaban la orilla y los búhos ululaban.

La granja estaba viva por la noche y le hacía compañía. La había echado muchísimo de menos en Nueva York y ahora debería estar disfrutándola. Debería estar durmiendo. Sin embargo, miraba el cielo estrellado y sólo podía ver a Marcus.

Marcus se alejó un poco más de su pequeña casa rosa. Distinguía los perfiles de las vacas en los prados, el contorno de los árboles y de las montañas y podía oler los eucaliptos y la sal del mar.

Continuó caminando, siguiendo las huellas de las generaciones de la familia de Rose. Acercándose a ella.

Harry le había dicho que Rose visitaba a Hattie con frecuencia. Gracias a la presencia de la tía, los niños habían podido quedarse en la granja cuando su padre murió. Pero Hattie había sido una mujer débil que, aunque se había preocupado por Rose, no había conseguido protegerla de su propio hijo.

– No recuerdo mucho de Charles -le había dicho Harry-. Yo era muy pequeño cuando se marchó. Daniel dice que era una sabandija Se pegaba con todo el mundo. La tía Hattie tuvo que quedarse aquí cuando Charles era un niño porque no tenía otro sitio donde ir, pero él odiaba la granja. Y a nosotros. Todos nos alegramos mucho cuando se fue, pero era horrible cada vez que volvía a casa. Dan dice que sólo volvía por dinero y que hacía llorar a la tía. Siempre quería más dinero y Rose se enfadaba mucho por eso. No le dejaba que pegara a la tía Hattie, así que Charles le pegaba a ella. Mucho.

Charles era como Marcus se había imaginado, pero le ponía furioso pensar que había pegado a Rose.

De pronto, se encontró pensando en su propia infancia. Había gente que había tenido una infancia peor que la suya, y lo habían superado. ¿No podía hacer él lo mismo? La imagen de su madre y de sus numerosos novios aún le provocaba escalofríos, pero no era solamente eso. Sabía lo que pasaba cuando se encariñaba con la gente. Cosas terribles. Era mucho mejor mantenerse alejado…

Pero sus pies seguían moviéndose, y Marcus se acercaba cada vez más a la casa de Rose. De repente, los perros salieron de la nada, asombrados de ver a un humano despierto, y rodearon alegremente a Marcus, ladrando y saltando. Entonces se escuchó una voz en la noche.

– Tip, Bryson, ¿Quién está ahí? Venid aquí, chicos.

Rose. Y él la había asustado, pensó con consternación.

– Si eres tú, Marcus, ten cuidado de no pisar una boñiga de vaca. Las hemos dejado sueltas.

– Gracias por avisar. ¿Estás en la cama?

– Claro. Y tú también deberías estar en el mismo sitio.

– No estoy cansado. ¿Por qué no estás dormida?

– Tal vez porque hay hombres extraños paseando alrededor de la casa.

– No tienes voz de haber estado dormida. ¿Me estás diciendo que estás despierta por mi culpa?

– Yo no diría eso -contestó ella con cautela-. No exactamente.

– ¿Qué dirías entonces?

– Que me siento muy feliz de estar en casa.

– ¿Aunque eso signifique dormir en el porche?

– Me gusta dormir en el porche. Ven y verás.

– ¿Me estás invitando a tu dormitorio? -preguntó él.

– Te estoy invitando a mi porche. Es diferente. ¿Vas a venir o no?

Marcus se acercó al extremo del porche y se detuvo, atónito. No estaba muy seguro de lo que había esperado encontrar, pero no era aquello. Había una pequeña cama pegada a la pared. Hasta ahí, todo bien. Pero él se había imaginado un horrible camastro o algo parecido, y en su lugar había…

Cojines. Almohadas. Edredones. Había una montaña de ropa de cama y, a la luz de la luna, Marcus pudo intuir sus colores alegres y brillantes. Debía de haber una docena de enormes almohadas junto a Rose y por el suelo. El más viejo de los perros, un collie, dormitaba enroscado junto a la cama.

– Es maravilloso, ¿verdad? -dijo Rose. Se removió bajo la ropa de cama, de forma que sólo se le veía la nariz.

– Pensé que eras pobre -contestó Marcus, antes de darse cuenta de lo que había dicho.

– ¿Pobre?

– Un padre abusivo, tu madre murió, te hacen dormir fuera…

– Mi padre no era abusivo. Simplemente, no tenía tiempo para mí. Mi madre tampoco mostraba mucho interés; se quedaba en casa y tenía bebés. Le encantaban los niños, pero en cuanto empezamos a hacer trastadas nos sacó aquí fuera. Éramos afortunados.

– ¿Afortunados?

– Teníamos a los perros y nos teníamos los unos a los otros. Tuvimos una infancia maravillosa.

– Nunca tuvisteis dinero.

– No me parece que tú seas feliz -dijo ella suavemente- porque tengas dinero. ¿Dónde preferirías dormir? ¿En ese apartamento aséptico de Manhattan o aquí, en la mejor habitación del mundo?

– ¿Y si llueve?

– Cuelgo plásticos del techo del porche. Y si hace mucho frío dejo que un perro o dos me hagan compañía. Es maravilloso.

– Seguro que sí, pero prefiero la calefacción central.

– Date la vuelta -dijo ella mientras se incorporaba-. Mira.

Marcus te hizo caso y se quedó sobrecogido. La vista era impresionante. La luna se reflejaba en el mar, las olas acariciaban la orilla y la espuma adquiría un tono plateado. La playa se extendía por varios kilómetros y desde la casa, que estaba sólo a unos doscientos meteos, se escuchaba el murmullo adormecedor de las olas.

– Por esto me casé contigo -dijo Rose en voz baja-. No por dinero.

– ¿Ni por amor?

Ella se giró y le sonrió.

– ¿Estás buscando un romance?

– Umm… no -contestó él.

– Tuve una boda muy bonita y te lo agradezco. Pero después de casarse la princesa vive feliz para siempre, ¿no?

– Con el príncipe.

– ¿Quién necesita un príncipe? Tengo esto. Tengo a los perros y seguridad para los chicos.

– ¿Me estás diciendo que me puedo volver a Nueva York?

– Oh, no, te necesito aquí. Dijiste que tenían que pasar dos semanas para que el matrimonio fuera válido, ¿no? Después podrás irte. Porque eso es lo que quieres… ¿verdad?

– Por supuesto -dijo Marcus.

– Pero eso no significa que no pueda invitarte a mi porche, para que veas el regalo que me has hecho. Sigo teniendo la sensación de que me ves como una obra de caridad. Me has salvado, y sólo deseo poder salvarte a ti también.