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– ¿Salvarme?

– No tienes una vida muy satisfactoria-dijo Rose.

Marcus la miró a la luz de la luna. Ella se abrazaba las rodillas y lo miraba con apreciación, casi como si tuviera delante un bicho raro.

– ¿Quieres dejarlo ya? -preguntó él.

– ¿El qué?

– Deja de meterte en lo que no es asunto tuyo.

– Si eso es lo que quieres que haga… -volvió a meterse bajo los edredones y se tapó hasta la nariz-. Buenas noches.

Lo estaba echando. Debería darse la vuelta y bajar los escalones del porche. Pero.

– ¿No tienes jet lag? -le preguntó.

– ¿Jet lag? ¿Con la cama que había en el avión? Tienes que estar bromeando.

– Me refiero a las zonas horarias -dijo él-. Tengo la sensación de que es por la mañana.

– Sí, yo también, un poco. Pero las vacas estarán despiertas a las cinco y tengo que levantarme a esa hora. Necesito dormir.

– Quieres que me vaya -afirmó Marcus.

Rose lo miró fijamente. Solamente asomaban sus ojos por debajo de los edredones.

– ¡Te sientes solo! La casa de Hattie es horrible, y toda rosa. No me extraña que te sientas solo.

– ¿Y tú no?

– Echo de menos a los chicos -admitió ella-. Harry ahora duerme dentro, pero me encantaba cuando todos estábamos aquí fuera -señaló el otro extremo del porche-. Es un lugar fantástico para dormir. Puedes probarlo si quieres.

– ¿Siempre les dices a hombres desconocidos que duerman contigo en el porche?

– En el otro extremo del porche. Y tú no eres un desconocido; eres mi marido. Además, los perros te atacarán si se lo ordeno. Daniel lo hizo la última vez que Charles vino a casa.

– ¿Qué hizo? -Entrenar a los perros. Charles… bueno, me hizo pasar una mala noche y Daniel decidió que, si iba a quedarme sola, necesitaba protección. Sólo tengo que decir una palabra para que se conviertan en fieras salvajes. ¿Quieres verlo?

– ¡No!

Marcus se estaba acostumbrando a la luz de la luna y pudo ver que ella sonreía. Pero aquello era una locura. Se había casado con ella, había volado a Australia y allí estaba, con una invitación para compartir él porche con Rose y una manada de perros asesinos.

Pero era… perfecto. Podía dormir allí, con Rose, en la cama rosa de Hattie o en la habitación llena de pósters del adolescente que había sido Charles antes de irse. Ésas eran las tres opciones.

– Es una oferta muy generosa -dijo Rose alegremente, como si le leyera los pensamientos-. No se la hago a cualquiera. Pero ahora, si no te importa, me voy a dormir.

Se dio la vuelta en la cama y se tapó completamente. Ya había hecho su ofrecimiento; el resto dependía de él.

Marcus pensó que debería irse a casa de Hattie. ¡Pero aquello era tan diferente de su apartamento de Manhattan…! Observó a Rose por usos instantes y después, lentamente, comenzó a caminar hacia el otro lado del porche.

La cama, tres veces más grande que la de Rose, estaba preparada. Pensó en los cuatro muchachos durmiendo entre las almohadas, con ella acostada muy cerca. Tal vez no hubiera sido una infancia tan mala, después de todo.

Dudó por unos segundos, pero enseguida se desnudó hasta quedarse en ropa interior y se metió en la cama, sintiéndose como un niño en un campamento. Y entonces recibió otra sorpresa: no había muelles que se le clavaran en el cuerpo ni mantas deshilachadas. La cama lo envolvía suavemente, igual que los aromas y los sonidos del exterior. Un perro se acercó a él y puso el hocico en un lado de la cama, con un gesto esperanzado.

– Tú debes de ser Tip. ¿Eres uno de los asesinos? -el perro movió la cola y emitió un suave bufido, más esperanzado todavía-. Si tienes pulgas no te vas a quedar.

– ¡No tiene esas cosas! -exclamó una voz indignada desde el otro lado del porche.

– Pensé que estabas dormida -dijo Marcus, mientras el perro tomaba sus palabras como una invitación y se tumbaba en la cama. Justo encima de su pecho.

– A Tip le gusta estar ahí -dijo Rose con satisfacción-. Y yo nunca he dormido con un marido. ¿No te hace sentir raro?

¿Raro? Eso era quedarse corto, pensó Marcus. Tumbado, se quedó mirando las estrellas mientras Rose se tapaba hasta los ojos y el perro empezaba a roncar suavemente a su lado.

Nunca se dormiría. ¿Cómo podría dormir en aquella situación? Pero lo hizo.

Capítulo 9

Marcus Benson no había domado más de cuatro horas seguidas desde que tenía catorce años. No había necesitado hacerlo y tampoco había querido. Si dormía, soñaba, y era más fácil sumergirse en los mercados financieros y hacer dinero que enfrentarse a los demonios del pasado. Hasta aquella noche.

Rose se levantó al amanecer y se dirigió al establo, seguida de cerca por los perros, encantados de tenerla de vuelta en casa. Marcus seguía durmiendo, y sólo se despertó cuando Harry, con una mochila al hombro y media tostada en la boca, salió de la casa.

– ¡Tú! -exclamó el muchacho el verlo en la cama. Se miraron. Después Marcus le echó una ojeada a su reloj y volvió a mirar al chico-. Has dormido con Rose -no era una acusación, sino una expresión de sorpresa.

– He dormido en el otro extremo del porche.

– Sí, nunca compartía su cama con nosotros -dijo Harry, dándote otro mordisco a la tostada-. Le decíamos que se estaba más calentito aquí, con nosotros, pero ella prefería los perros. Parece que también ha preferido los perros a ti, ¿no?

– Eso parece. Umm… ¿te vas al colegio?

– Sí -Harry le echó un vistazo a una nube de polvo que anunciaba la llegada del autobús escolar-. Tengo que irme. ¿Qué hay de cena esta noche? ¿Algo bueno? Hasta luego -y se fue con la tostada en la boca, la mochila a la espalda y los cordones de los zapatos desabrochados.

Marcus lo vio correr para subir al autobús por los pelos, sonrió y volvió a mirar su reloj. ¿Cómo demonios había dormido tanto? Desde el establo le llegaba el zumbido de la máquina de ordeñar y algún que otro mugido. ¿Rose ya estaba levantada y trabajando? Se suponía que él tenía que rescatarla, ¿no? Vaya príncipe que estaba hecho.

Pero ayudarla no era tan fácil como parecía. Cuando dos minutos después entró en el establo, la vaca más cercana retrocedió alarmada y Rose dijo:

– No te muevas.

Se detuvo y observó a Rose. Llevaba unos vaqueros desteñidos y una camisa que había remangado. Se había sujetado el cabello con un par de pinzas y llevaba botas de goma. Estaba en su ambiente, al contrario que él.

– He venido a ayudar -le dijo.

– Gracias, pero asustarás a las vacas. No están acostumbradas a ver en su establo a multimillonarios de Nueva York.

– No tenías por qué decirles que soy multimillonario -contestó con cautela, y ella sonrió.

– Lo habrían adivinado por los zapatos. Los zapatos de ante suave no pegan aquí.

– Supongo que no. Umm… ¿no tendrán tus hermanos un par de botas de goma por ahí?

Rose ajustó la máquina a las ubres de una vaca y se dirigió al siguiente animal.

– Sí que tienen, pero eso no ayudaría. Me lo estás poniendo más difícil.

– ¿Por estar aquí?

– A las vacas no les gustan los extraños.

– Pero tengo que hacer algo. No puedo quedarme de brazos cruzados dos semanas.

– Bueno… podrías pintar la casa de Hattie -dijo ella.

– ¿Para que puedas vivir en ella?

– No, yo me quedo en mi porche. Pero los chicos traen amigos de la universidad y una casa de invitados que no fuera rosa estaría bien. Sólo si realmente quieres ser útil, claro -le dedicó su mejor sonrisa-. Aunque si no quieres hacer nada, me parecería bien.

– ¿No hay ninguna cosa aparte de no hacer nada y pintar casas? -preguntó él.

– Podrías hacerme el desayuno -contestó Rose inmediatamente.

– ¿Has decidido que sea yo quien cocine?

– Creo que eso lo has decidido tú solo. Yo simplemente preparo un cuenco de cereales -le echó una mirada a las diez vacas que esperaban su turno pacientemente-. En media hora puedo estar en casa.