– Estoy donde tú deberías estar. En Australia, pasándolo estupendamente. Y ya no trabajo para ti. Me despido. Darrell me ha pedido que me case con él. Silencio. ¿Ruby se iba a casar con Darrell? Ruby nunca dejaba que su vida personal interfiriera en el trabajo. ¡Ruby no tenía vida personal!
– Hemos decidido quedarnos y ayudar a Rose con la granja durante una temporada -continuó ella-. ¡Marcus, sé ordeñar! Todo es estupendo.
– Pero… tu sitio está aquí.
– No. Mi sitio está donde Darrell esté. Rose dice que podemos redecorar la casa rosa y quedarnos todo el tiempo que queramos. Tenemos algunos ahorros y Darrell cuenta con su pensión de veterano. Podemos ser realmente ricos sin tener nada. Sólo el uno al otro.
– ¿Sabes que le pedí a Rose que se casara conmigo? -preguntó él después de unos momentos de silencio.
– ¿Te refieres a enviarle ese maldito diamante?
– Costó una fortuna -respondió él-. Además, ella dijo qué me quería.
– Sí, pero tú no le pediste que se casara contigo, sino que te visitara en Nueva York.
– Si ella me quisiera…
– Dejaría su vida por ti, ¿no? Tal vez se le esté rompiendo el corazón porque no puede hacerlo. Está Harry, sus otros hermanos, los perros… ¿Y tú qué le ofreces? ¿Diamantes?
– Ruby…
– Ése es tu miedo, Marcus. Nunca te lo he dicho porque a mí me pasaba lo mismo. Tienes miedo de la vida. Sabes muy bien que Rose nunca podría aceptar tu oferta de riquezas, pero te ama. Tú, sin embargo, no la quieres. Sólo quieres lo que ella podría ser si olvidara sus responsabilidades. Tu oferta de matrimonio es un insulto.
– Ruby…
– Sí, lo sé, lo sé. Ésa no es forma de hablarle a mi jefe. Es una suerte que me haya despedido, ¿verdad?
Pasaron tres meses. Tres meses en los que cada mañana Rose se sentaba a ordeñar y se preguntaba qué había dejado en Nueva York. Hasta que una mañana ya no pudo más. Entró en la cocina, donde Harry se estaba preparando el desayuno, y le preguntó:
– Harry, ¿te importaría si volviera a Nueva York por unos días?
– ¿Para traer a Marcus? Pero Ruby dice que tenemos que esperar a que sea sensato.
– Creo que ya he esperado demasiado. ¿Estarás bien aquí?
– Claro. Darrell y Ruby cuidarán de mí. ¿Crees que vendrá Marcus?
– Eso espero.
Cuando Marcus salió de la reunión, su chófer lo estaba esperando.
– Hay alguien esperándolo en la escalera de incendios, señor. Alguien con comida.
A Marcus le dio un vuelco el corazón. ¿Sería…? Por supuesto que sí. Rose. Estaba sentada en el rellano donde se vieron por primera vez. Sostenía una bolsa con bocadillos y un par de bebidas.
– Rose -dijo con cautela. Ella sonrió-. ¿Qué estás haciendo aquí?
– Pensé que podríamos empezar dé nuevo. Podríamos compartir. He traído suficiente comida para los dos.
– Pero…
– Ruby dice que debería darte más tiempo, pero me sentía sola. Y si yo estaba sola, pensé que tú debías de sentirte aún peor. Así que he venido para ver si podemos ser amigos y compartir. Podríamos compartir unos bocadillos, o la escalera de incendios. O la vida.
– Rose…
– Te quiero, ya lo sabes. Tú me salvaste, y ahora me toca a mí salvarte. Ya eres millonario y siempre estás ocupado haciendo dinero. ¿Por qué? ¿Para poder comprar más mármol negro?
– No.
– ¿Qué más quieres comprar?
– ¿Una cama nueva para tu porche? -dijo con cautela-. Una grande. Y tal vez un jet. Como transporte.
– ¿Para venir a casa los fines de semana? -preguntó ella.
– ¿A casa?
– «Casa» es donde yo estoy, Marcus. Te quiero. Ruby dice que debería dejar de decirlo, pero no puedo. Te quiero, te quiero, te quiero. Te quiero tanto que no puedo aceptar tu oferta de dos semanas al año y algunos fines de semana. Me volvería loca. Esa vida es para alguien que quiere tu posición. Pero yo no quiero tu posición, Marcus. Te quiero a ti.
– No puedo…
– Ya lo sé. Por eso estoy aquí… para ver si hay alguna posibilidad de que pueda funcionar -se levantó y agarró la bolsa de la comida-. Tienes cosas que hacer. Te veré mañana. ¿A la misma hora en el mismo lugar? -preguntó-. ¿Traigo bocadillos?
– ¡No!
– No voy a comer caviar.
– No tienes que hacerlo -quiso agarrarla, pero ella fue más rápida. Con un rápido movimiento, bajó al siguiente rellano y se alejó.
– ¡Nos vemos mañana!
Fue un día muy largo. Marcus no podía dejar de pensar en Rose, en sus ojos, en su voz…
«Te quiero, te quiero, te quiero», le había dicho. No podía quitarse esas palabras de la cabeza.
A media tarde salió del edificio y se dirigió a Central Park. Caminó y caminó pensando en Rose y, cuanto más caminaba, más sonreía. No era Cenicienta; era su adorable Rose. Lo había seguido y le estaba ofreciendo… el mundo.
Pero, ¿dónde estaba? ¿No estaría en el mismo horrible lugar que la última vez? ¡No! Marcus tomó rápidamente un taxi y atravesó la ciudad. No estaba allí. ¿Dónde, entonces? Llamar a todos los hoteles de Nueva York no parecía muy sensato.
¡Diablos! ¿Para qué estaba el dinero? Volvió a la oficina y puso a todos sus empleados a llamar a los hoteles. Ni rastro de Rose. Entonces se dirigió a los apartamentos de Ruby y de Darrell. Nada.
No había nada más que pudiera hacer, sólo esperar. O… Tal vez sí hubiera algo…
Rose se sentó en la escalera de incendios y esperó. Las doce. Las doce y media. Marcus se estaba retrasando…
De repente se abrió la puerta y apareció. Llevaba su maletín y una bolsa.
– Hola -dijo él, y le dedicó una sonrisa-. ¿Puedo sentarme?
– Claro -Rose se hizo a un lado en el escalón-. Sé mi invitado.
Marcus se sentó. Puso el maletín entre los dos y lo abrió.
– Yo también he traído comida. Espero que no se haya estropeado. Sopa de pescado y tortitas de maíz. Recuerdo que te gustaba.
– Ya lo creo. ¿Quieres compartir mis bocadillos?
– Ése es el plan. Si tú compartes mi comida.
No dijeron nada más. El silencio entre ambos era extraño, pero no tenso. Rose podía sentir una especie de calidez entre los dos, una especie de… ¿amor?
– Es una pena que no podamos quedarnos aquí para siempre -dijo ella suavemente-. En terreno neutral.
– En realidad, quiero hablarte de eso -Marcus dejó su plato en el suelo y esperó a que ella hiciera lo mismo-. No soy muy bueno en esto del… amor.
– Nosotros podríamos enseñarte. Harry y yo. Y Ruby y Darrell y Ted…
– Creo que ya lo habéis hecho -contestó él con suavidad.
Marcus sonreía, y en ese momento era un hombre que, después de haber visto muchas cosas, había vuelto a casa. Con ella. Rose le devolvió la sonrisa y de alguna manera supo que todo estaba bien. Que iba a funcionar.
– Te he traído un par de regalos -dijo Marcus.
– No quiero diamantes.
Pero él ya estaba sacando de la bolsa una cajita de terciopelo. Dentro había un sencillo anillo de plata trenzada, con tres diminutos zafiros. Brillaban a la luz del sol, y en sus profundidades estaba el color de los ojos de Rose. El color del mar.
– Es un anillo hecho especialmente para ti. Por quien eres y por lo que eres -Rose abrió la boca, pero Marcus la silenció poniéndole un dedo en los labios-. Y hay más.
Tomó de nuevo la bolsa y sacó de ella… ¿unas botas de goma? Pero no eran unas botas normales. Habían sido usadas como lienzo y en ellas lucía la obra de arte más sorprendente que Rose había visto en toda su vida. Había cuatro maravillosas obras de arte. Dos del número de Rose y otras dos del de Marcus.
– He tenido que remover cielo y tierra para que un amigo las hiciera. Podremos usarlas en el establo… juntos.
– ¿Durante dos semanas al año?
– Bueno, de eso también quiero hablarte. Sé que te encanta tu porche, y sé que no dejarás que los chicos duerman en tu lado pero, ¿podrías echarle un vistazo a esto? -sacó de su maletín un juego de planos y los extendió frente a ellos.