– ¿Tu familia?
– No tengo por qué hablar de mi familia. Ya no puedo más, tengo que irme. Lo siento -dio algunos pasos más, hasta llegar a la puerta-. Lo siento. Muchas gracias por todo lo que has hecho.
– Rose…
– No puedo hacéroslo. No puedo.
La alcanzó tres puertas más abajo. La había seguido, aunque no estaba muy seguro de por qué se empeñaba en ayudarla.
Le había dejado algo de tiempo para que se calmara y ahora la veía caminar más despacio, como si no supiera a dónde ir. Tenía los hombros caídos y parecía totalmente desesperada.
Entonces la alcanzó. Le puso una mano en el hombro y la giró para que lo mirara. No le sorprendió ver lágrimas en sus bonitos ojos.
Pero ella dejó de llorar en cuanto sintió el contacto. Se limpió las lágrimas y dio un paso atrás, balanceándose peligrosamente.
– Déjame sola.
– Lo siento.
– No deberías sentirlo. Sólo estabas intentando ser amable.
Marcus desechó el deseo de actuar como hada madrina de Rose. Intentó ponerse en su lugar. Mucho tiempo atrás él también había dependido de otras personas, y sabía que era mucho más difícil tomar que dar.
– He sido un poco insensible -consiguió decir-. Pensaba que podía ayudar. Y aún quiero hacerlo.
– No puedes -contestó ella,
– Sabes que sí. Y estaría encantado de hacerlo si me dejas.
– Sí, claro. Con el maldito dinero -se enjugó más lágrimas-. Eso es lo único que sabes hacer.
– Lo siento -no tenía ni idea de lo que estaba ocurriendo. ¿Cómo se había metido en aquel lío?
Podía irse sin más, no tenía por qué insistir, ¿Por qué entonces seguía haciéndolo? Lo único que sabía era que quería saber más.
– ¿Podemos empezar otra vez, por favor? -preguntó Marcus. Ella se sorbió la nariz y lo miró con suspicacia,
– ¿Empezar otra vez?
– No sé cómo como hemos llegado a esta situación -admitió él-. No tengo ni idea de lo que está pasando, pero quiero ayudar. Tampoco sé por qué quiero hacerlo, pero así es -rozó ligeramente una mano de Rose.
Sabía que ella aún tenía el deseo de salir corriendo. Él también lo tenía,
– Dime lo que necesitas-le dijo-. ¿Que puedo hacer para ayudarte?
Ella inspiró profundamente. Estaban en la Quinta Avenida, rodeados de gente elegantemente vestida. Marcus no desentonaba en aquel ambiente, pero ella sí. Pero evidentemente no estaba pensando su aspecto. Miró a Marcus durante unos seguidos e hizo una confesión.
– Necesito comer algo.
– ¿Tienes hambre?
– Perdí el bocadillo, ¿recuerdas? No he desayunado y el bocadillo era todo lo que tenía para comer. Y también necesito un billete de metro para llegar a donde me alojo. Tengo que quedarme hasta mañana… para el funeral de la tía Hattie. Fui una estúpida al intentar ver a Charles. Ahora… Ahora sólo quiero irme a casa.
– De acuerdo, me encargaré de tu transporte. Pero antes, deja que te dé de comer. No -sacudió la cabeza al ver que ella daba otro paso atrás. Sabía lo que Rose estaba pensando. El dinero no la impresionaba, sino que la hacía huir-. Hay un pequeño restaurante muy cerca, y no es caro. Por lo menos, admite que te debo una comida. ¿Puedes aguantarme un poquito más?
Ella lo miró confundida, balanceándose con las muletas y observándolo pensativa. No era el tipo de mirada que Marcus estaba acostumbrado a recibir de las mujeres. Decir que lo desconcertaba era quedarse corto.
– Seguro que piensas que soy una desagradecida -dijo Rose finalmente. Pero Marcus estaba tan lejos de pensar eso que parpadeó, sorprendido.
– No lo creo. Deja que te dé de comer.
– ¿Como si fuera algún bicho en una jaula del zoo?
Él sonrió.
– Lo siento. Me he expresado mal. Come conmigo, por favor.
– ¿Por caridad?
– Porque necesito recompensarte.
Lo miró durante largos segundos, y en ese momento algo cambió. La imagen de la Cenicienta se difuminó un poco más y Marcus se dio cuenta de que era una mujer realmente fuerte.
Rose se sentía superada por las circunstancias. No estaba segura de lo que estaba ocurriendo, y eso que ella siempre llevaba el control de las situaciones. Sin embargo, a pesar de sentir que lo estaba perdiendo, continuaba luchando.
– Gracias-le dijo finalmente-. Me encantaría comer contigo.
A Marcus lo invadió una oleada de absurda gratitud al escuchar sus palabras.
– Y a mí también -respondió con sinceridad.
La llevó a un restaurante al que no había ido en años. El propietario, un hombre robusto de casi setenta años, lo recibió encantado.
– Pero si es el gran Marcus, que ha venido a honrar este humilde establecimiento con su presencia…
– Corta el rollo, Sam -gruñó Marcus.
– ¿A qué debo este honor? -el hombre miró a Rose y le dedicó una cálida sonrisa de bienvenida-. Una dama. Por supuesto. Y una dama con clase, es evidente. Apuesto a que podría apreciar cualquiera de mis especialidades sin pensar siquiera en las calorías.
– Tiene toda la razón -Rose pareció relajarse por fin con la amabilidad de Sam-. ¿Qué me recomienda?
– En este establecimiento todo es recomendable. Le diré lo que vamos a hacer… -miró de reojo a Marcus, y éste asintió casi imperceptiblemente. El restaurante de Sam era famoso, con una reputación bien merecida. El hombre podía intuir lo que la gente necesitaba, y simplemente lo ofrecía, junto a grandes dosis de comodidad, amistad y buen humor-. Traeré mi especialidad. Sólo tendréis que sentaros y no pensaren nada, excepto en aquello de lo que tengáis que hablar. No os preocupéis por la comida, que de eso me encargo yo.
No pensar en nada excepto en aquello de lo que tenían que hablar… Pero parecía que no había nada de lo que hablar. O, al menos, así lo veía Rose. La comida de Sam era espectacular una enorme olla de sopa de pescado con almejas, receta heredada de su abuela, y una especie de tortitas de maíz que estaban espectaculares.
Era una comida exquisita, pensó Marcus, y de repente se preguntó por qué había pasado tanto tiempo sin ir a aquel restaurante. Se reclinó en su asiento, disfrutando de la comida y del ambiente. El local estaba lleno de estudiantes, madres jóvenes, universitarios y artistas que parecían no tener absolutamente nada en la vida. Todos comían con la misma dedicación que Rose.
Y mientras ella comía, Marcus pensó en la cita que había tenido la noche anterior. Elizabeth era una magnífica abogada, elegante, sofisticada y atractiva. Pero había tomado sólo una ensalada y medio vaso de vino. Por supuesto, había rechazado el postre.
Su magnífica figura requería ciertos sacrificios, había pensado Marcus, y aunque ella te había invitado a su exclusivo apartamento para tomar café, café fue lo único que compartieron. A él no le había apetecido llevar las cosas más lejos.
Pero ahora… sentado a la mesa y observado a Rose devorar la sopa y saborear cada bocado de las tortitas, pensó que prefería aquel cómodo silencio a una conversación ingeniosa. Estaba disfrutando de verdad.
– ¿Qué? -preguntó ella de repente.
– ¿Cómo dices?
– Me estás mirando como si fuera un bicho raro. No me gusta.
– Eres australiana. ¿Qué esperabas?
– ¿Nunca has conocido a un australiano?
– A ninguno al que le guste la sopa de pescado tanto como a ti -respondió Marcus.
– Es la mejor que he comido en la vida.
Rose le sonrió y él parpadeó, asombrado. Vaya sonrisa… capaz de volver loco a un hombre. ¿De dónde había salido? Era una sonrisa generosa y brillante, acompañada por un pequeño hoyuelo junto a la boca…
«Cálmate, Benson», se dijo. Seria mejor que no se involucrara más.