– ¿Quieres contarme por qué tienes que ver a Charles Higgins? -preguntó, y la sonrisa se desvaneció. Maldición, no tenía que haberlo mencionado.
Pero por eso estaban allí. Era importante y, para ser sinceros, Marcus estaba intrigado.
Aquella mujer acababa de rechazar un traje de tres mil dólares como si nada. Ninguna mujer de las que Marcus conocía habría techo eso.
– Me tiraste al suelo en las escaleras, pero en parte fue culpa mía -dijo ella, como si le estuviera leyendo el pensamiento-. No quiero depender de nadie. Si te gastaras tres mil dólares en un traje para mí, me sentiría mal el resto de mi vida. Y Charles sabría que sólo era fachada.
– ¿Charles te conoce?
– Ya te lo dije. Es mi primo -contestó Rose.
– Entonces, ¿por qué…?
– Crees que porque soy de la familia puedo verlo cuando quiera.
– Sí, algo así -confesó él.
– Estoy aquí porque mi tía ha muerto -dijo Rose-. La madre de Charles. He pasado los últimos días sentada junto a la cama de la tía Hattie. No he visto a Charles y a Hattie la entierran mañana. Puede que Charles no vaya al funeral pero, desde luego, no lo va a pagar.
– Entonces… ¿No eres familia cercana? -se aventuró a decir Marcus.
– Claro que lo soy -y le dio otro bocado a una tortita. Aunque fuera una conversación difícil, no se olvidaba de que estaba disfrutando de la comida. Su voz, sin embargo, tenía un rastro de amargura-. Soy la buena de Rose, la que siempre hace lo correcto y se encarga de los asuntos familiares. No como Charles.
– Entonces, ¿por qué necesitas verlo?
Ella inspiró profundamente. Dejó el cubierto en el plato e inclinó la barbilla con un gesto que Marcus estaba empezando a reconocer.
– La tía Hattie y mi padre tenían cada uno la mitad de la granja familiar -le dijo-. Mi padre nos dejó su mitad cuando murió hace diez años, y el trato siempre había sido que Hattie haría lo mismo. Pero no lo hizo. Le dejó su parte a Charles, así que necesito que él… -Rose vaciló, como si aceptara la imposibilidad de lo que estaba apunto de decir-. Necesito que acepte mi propuesta de no vender la granja. Que me la deje hasta… hasta que yo sea libre.
– ¿Libre?
Ella lo miró con ojos llenos de dolor.
– La granja es todo lo que tengo. Para Charles no significa nada, sólo dinero. Tiene que darse cuenta de que no dejarme vivir allí sería desesperadamente injusto -se mordió el labio inferior, tratando de apartar un dolor que parecía inamovible-. Pero eso no tiene nada que ver contigo. Charles es mi primo, y es problema mío. Tú me has invitado a comer, y ahora me asearé lo mejor que pueda y me enfrentaré a él otra vez. Y si no consigo nada me iré a casa, pero al menos lo habré intentado.
Marcus no podía soportar esa mirada de dolor. La situación era como ver enfrentarse a David y Goliat, y Goliat era Charles Higgins. Tenía que quedarse con ella.
– No puedes enfrentarte sola a él.
– Por supuesto que puedo.
– Nada de por supuesto -gruñó él-. Charles es un baboso. Tal vez sea diferente con su familia, pero sigue siendo un baboso. Puede que me excediera un poco con lo del traje de tres mil dólares, pero mi instinto nunca falla. Buscaremos algo de ropa decente y yo iré contigo. Puedo conseguirte una entrevista con él.
– ¿Cómo?
– Para empezar, el edificio en el que tiene sus oficinas es mío.
– Estás bromeando -dijo Rose sorprendida.
– Desgraciadamente, no. Ya he decidido no renovarle el contrato de alquiler, pero eso él no lo sabe. Puedo ejercer presión.
– Pero…
– Termínate la soda -dijo Marcus, levemente consciente dé lo que estaba haciendo. Se estaba involucrando cada vez más-. No debemos hacer esperar a Charles, ¿no?
Volvieron a intentarlo con la ropa, pero esa vez Marcus apostó por algo más normal. Fueron a unos grandes almacenes de precio asequible y Rose escogió una falda sencilla, una blusa y unas sandalias de tiras. Estaba fabulosa, decidió Marcus, y se preguntó por qué las mujeres llevaban trajes de tres mil dólares cuando podían estar tan atractivas con ropa más barata.
Pero Rose no era cualquier mujer. Estaba fantástica con cualquier cosa, pensó mientras Robert los llevaba de vuelta a las oficinas de Higgins.
El único problema era que ella estaba un poco pálida. Se agarraba las manos con tanta fuerza que Marcus podía ver cómo se le ponían blancos los nudillos. Pero mantenía la conversación mientras pasaban Central Park.
– Siempre he querido ver Central Park -le dijo-. Desde que era una niña soñaba con montar a caballo en Central Park.
– ¿Eres una chica de campo?
– Ya te lo dije, vivimos en una granja. Ordeño vacas para ganarme la vida.
¿Vivimos? ¿Quiénes? Bueno, no importaba… ¿o sí?
– ¿Vives en una granja y sueñas con venir a Nueva York para montar a caballo?
– Es diferente -Rose sonrió levemente y Marcus vio que aún se agarraba las manos con fuerza. Tuvo que luchar contra el impulso de tomar esas manos entre las suyas-. A John Lennon le encantaba este parque, y también a Jackie Kennedy.
– ¿Admirabas a Jackie Kennedy? -preguntó Marcus.
– Tenía clase.
– ¿Y John Lennon?
– Sus gafas eran muy sexys -contestó ella.
– ¿De verdad? -dijo Marcus débilmente, y fue recompensado con una pequeña risa. Sus manos, observó con satisfacción, estaban empezando a relajarse-. ¿Y quién más crees que era sexy? ¿Paul? ¿George? ¿Tal vez Ringo?
– Ringo era sexy -afirmó ella-. Mucho. Cada vez que veo los video clips pienso que era usa monada.
Rose era tan diferente… Marcus se descubrió preguntándose cómo el día había acabado de aquella manera. En vez de firmar acuerdos de millones de dólares, estaba conversando sobre el sex appeal de Ringo. Y estaba disfrutando.
Pero en aquel momento llegaron a las oficinas, y las manos de Rose se agarrotaron de nuevo.
– No te preocupes -le dijo Marcus, poniendo una mano sobre las suyas. El contacto los sorprendió a los dos. Fue como si los recorriera una corriente de electricidad, pero cálida, íntima y reconfortante-. Estaré detrás de ti. A cada momento.
La señorita Pritchard, alias Atila el Huno, la secretaria de Charles, era una mujer insoportable. Cuando Rose salió del ascensor, la vio acercarse y suspiró. Ni siquiera fingió ser educada.
– ¿Qué quiere?
– Tengo una cita -dijo Rose, intentando que su voz fuera firme-. Era a las diez de esta mañana.
– El señor Higgins tenía un momento libre a las dos -contestó la mujer con desdén-, pero usted no estaba. Ya no va a tener un hueco hasta la semana que viene.
– Entonces, pregúntele al señor Higgins si me concede a mí una cita -dijo Marcus, que se había quedado detrás de Rose, haciendo que la mujer desviara hacia él la mirada-. Creo que su contrato de alquiler está a punto de expirar y, como arrendador, espero un comportamiento profesional de mis arrendatarios. Rose tenía una cita a las diez esta mañana y todavía está esperando. No me gusta tener a clientes contrariados vagando por las oficinas -señaló una silla-. Rose, si quieres sentarte… -le dirigió a la secretaria una sonrisa burlona-. Esperaremos. Dígale al señor Higgins que estamos aquí y que esperaremos lo que haga falta.
La frialdad de los ojos de Atila desapareció al instante. Había muy pocas personas en la ciudad que no fueran conscientes del poder de Marcus.
– Pero… -empezó a decir la mujer.
– Usted dígaselo -dijo Marcus con aire cansado-. Me gustaría acabar con esto cuanto antes, y espero que el señor Higgins piense lo mismo.
Y el señor Higgins lo pensaba. Cinco minutos después, Marcus y Rose eran conducidos a su presencia.
Decir que Rose estaba tensa era quedarse corto. Aquella entrevista era extremadamente importante para ella, pensó Marcus. Intentaba parecer tranquila, práctica y eficiente, aunque por dentro hervía de rabia.