Charles estaba sentado tras un enorme escritorio de caoba. Antes de que pudiera levantarse, Rose había atravesado el despacho, golpeando con las pateas de las manos la pulida superficie de madera con tanta fuerza que una de las bandejas de papeles saltó.
– Eres un sapo asqueroso-le espetó. Marcus parpadeó asombrado al oírla-. Hiciste venir a Hattie hasta aquí y ella vino porque pensaba que la querías, pero no era así. La abandonaste -la voz de Rose estaba cargada de desprecio y de ira-. Podría haber muerto en casa conmigo. Con Harry. Con la gente que la quería. Pero le dijiste que querías que estuviera aquí, donde no conoce a nadie. ¿Cómo pudiste hacerlo?
– Mi relación con mi madre no tiene nada que ver contigo -respondió Charles. Tenía casi cuarenta años, era obeso y llevaba un traje de tres piezas que, aunque se veía desaliñado, era carísimo. Miraba a Rose con evidente desprecio-. No tengo ni idea de lo que quieres de mí, Rose, ni por qué te has molestado en concertar esta cita -miró a Marcus rápidamente y luego volvió a centrar su atención en ella. Era evidente que Marcus era la única razón por la que había accedido a verla-. Tampoco sé cómo has conseguido arrastrar al señor Benson hasta aquí.
– A mí no me arrastra nadie a ningún lado -dijo Marcus con suavidad. Agarró una silla y se sentó, como si fuera alguien que estaba allí para pasárselo bien.
– Esto es un asunto familiar -dijo Charles, y Marcus le dedicó una sonrisa.
– Considérame de la familia de Rose. Rose, odio decirlo, pero no creo que sermonear a Charles por el comportamiento que ha tenido con su madre, sea justificado o no, nos vaya a llevar a ninguna parte. Dejémoslo y salgamos de aquí. Este lugar me pone nervioso.
Charles sé ruborizó.
– No tienes por qué quedarte.
– He venido con la dama. Rose, di lo que tengas que decir.
Rose se mordió el labio y su mirada se encontró con la de Marcus. Este le envió un mensaje silencioso: «Cálmate. Enfadándote no vas a conseguir nada».
Rose lo entendió y luchó por recuperar el control, inspirando profundamente.
– El testamento… -empezó a decir.
– Ah, sí -Charles también había tenido tiempo para tranquilizarse-. El testamento -le lanzó otra mirada nerviosa a Marcus y se hundió aún más en su sillón de cuero. El enorme escritorio estaba pensado para intimidar a los clientes, y Charles no tenía intención de abandonar su protección-. ¿Qué demonios tienes que decir del testamento de mi madre?
– Se suponía que Hattie me iba a dejar su parte de la granja.
– Me temo que no, primita.
A Marcas le entraron ganas de golpearlo, y tuvo que contenerse con todas sus fuerzas.
– Hattie ha vivido siempre en la granja -dijo Rose-. Igual que todos nosotros. Todos menos tú. Te fuiste hace veinte años, pero la granja te ha pagado la educación y los viajes -paseó la mirada por el lujoso despacho-. Estoy segura de que subvencionó todo esto. Tas gastos casi nos han dejado en la ruina. Además, siempre te has llevado la mitad de los beneficios. Es una locura que te dejara su mitad de la granja.
– Soy su hijo.
– Pero te lo hemos dado todo y ella sabía que yo no podría comprar tu parte. Eso me obligaría a vender.
– No es problema mío -dijo Charles con frialdad.
– No -ella tomó aire, obligándose a calmarse-. No es problema tuyo, y no debería serlo. Todo lo que te pido… Todo lo que te pido es que conserves tu mitad de la granja y dejes que yo la siga llevando hasta que Harry sea mayor de edad.
– Harry… -Charles hizo una mueca de desprecio, pero pareció recordar que Marcos aún estaba allí y forzó una sonrisa-. ¿Cuántos años tiene Harry?
– Doce.
Doce. Marcus frunció el ceño, procesando la información. Rose no era lo suficientemente mayor como para tener un hijo de doce años… ¿no?
– Necesitamos quedamos en la granja hasta que Harry cumpla los dieciocho. Charles, sabes lo importante que es la granja para todos nosotros -Rose casi estaba rogando.
– A mí nunca me importó.
– Pero te pagó los estudios. Te permitió ser lo que querías ser, y quiero que Harry también tenga esa oportunidad. No me importa que te sigas llevando la mitad de los beneficios, y la tierra no hace más que revalorizarse.
– Lo he comprobado -dijo él-. Ahora se vendería por una fortuna y, como está cerca del mar, podría convertirse en una granja de animación.
– Nos encanta la granja.
– Olvídalo. Voy a vender.
– Charles…
– Mira, si no tienes nada más que decirme… -miró a Marcus con nerviosismo, preguntándose cómo demonios se habría involucrado en aquello-. Me estás haciendo perder el tiempo.
Rose tragó saliva y abrió y cerró las manos con fuerza. Por fin vio que era inútil seguir insistiendo y se rindió.
Marcus vio cómo ella aceptaba la derrota, y le dolió. Sintió un deseo casi irrefrenable de darle un puñetazo a Charles.
Pero Rose había pasado al siguiente punto.
– ¿Vendrás mañana al funeral de Hattie? -preguntó en un susurro.
– Los funerales no son lo mío.
– Hattie era tu madre.
– Sí. Y está muerta. Pero lo he superado, igual que tienes que hacer tú. Y en cuanto el funeral acabe, la granja se pondrá a la venta. Estaría a la venta hoy mismo si no fuera por esa cláusula.
– ¿Qué cláusula? -preguntó Marcus.
Ése era el tipo de negociaciones en las que él era bueno. Había aprendido que era mejor no precipitarse, siso quedarse al margen, escuchando, concentrándose en lo esencial y comprobándolo todo.
Charles le dedicó una mirada molesta.
– Mi madre puso un estúpido codicilo en el testamento. Yo me marché antes de que el abogado terminara de leerlo, pero sé que lo hizo.
– Háblame de ello -pidió Marcus con amabilidad.
– No es asunto tuyo.
– Háblame de ello.
– Si me caso, heredaré -intervino Rose, apenada-. No tiene ningún sentido. Justo antes de que Hattie se marchara para venir aquí, salí con uno de los granjeros de la zona. Solamente tuvimos un par de citas, pero fue bastante para que Hattie creyera que me iba a casar. Como si pudiera hacerlo. Pero ella pensaba… Bueno, se preocupaba por mí, la pobre tía Hattie. Pensaba que me pasaría la vida cuidando de mi familia, sin preocuparme por mí misma. Por eso añadió esa estúpida cláusula; si estoy casada, heredaré. Creyó que casándome disfrutaría más de la vida. Pero es imposible.
– ¿No podrás casarte… nunca?
– ¿En una semana? -Rose se rió amargamente-. Hattie estaba muy enferma. Incluso se le empezó a ir la cabeza antes de abandonar Australia. Por eso probablemente Charles pudo convencerla para que viniera. Estaba aquí sola, y Charles pudo presionarla para que le dejara la granja. Así que escribió un testamento dejándoselo todo pero, según parece, añadió un codicilo cuando Charles la dejó sola con el abogado. La cláusula dice que sí me caso antes de una semana de su muerte, la granja pasará a ser mía. Pero… ¿una semana? Tal vez quisiera decir un año. Bueno, en cualquier caso, dijo una semana, y el plazo se acaba el miércoles -volvió a mirar a su primo, aunque estaba segura de lo que éste iba a decir.
– Charles, por favor.
– Vete. Me estás haciendo perder el tiempo -Charles se levantó, se alisó el chaleco y se dirigió a la puerta.
Marcus lo observó. A su obesidad se añadía su corta estatura, lo que le hacía parecer una bola de grasa. Un baboso.
– Siento que le haya hecho perder el tiempo, señor Benson -le dijo Charles-. Vuelve a la granja, Rose, a donde perteneces. Disfruta las pocas semanas que quedan antes de que se venda. Pero hazte a la idea de que estará en el mercado en cuanto acabe la semana.
– Siento haberte hecho perder el tiempo.
Habían permanecido en silencio hasta que salieron a la calle. El sol brillaba con fuerza y Rose parpadeó, como si creyera que el sol no podía existir en un lugar como aquél.