Ginny tomó su mano y la puso sobre sus pechos. Él trazó el contorno con los dedos rozando la aureola, haciendo que dejase escapar un gemido de placer.
Pero él seguía llevando la camisa y Ginny tenía que quitársela. La noche era maravillosa y la luz de la luna jugaba con sus rostros. No había necesidad de encender velas.
Su Fergus. Por esa noche, era su Fergus.
No hablaron. No había necesidad de hablar. Ginny desabrochó su camisa. Su encantador Fergus. Su héroe, tan herido como ella.
Cuando acarició su torso notó que su respiración se volvía más agitada. Inclinándose, pasó la lengua por su cuello. La camisa había caído al suelo y sólo quedaban los pantalones.
Su Fergus.
Lentamente, él inclinó la cabeza y empezó a besarla entre los pechos. Los sujetaba con ambas manos y sus labios se movían de uno a otro. Los besaba por turnos, tentando los pezones, saboreándolos.
Luego Fergus tiró de sus vaqueros. Bien. Ginny buscó la cremallera de los suyos con dedos temblorosos y empezó a desabrocharla. Sintió que él se quedaba inmóvil cuando sus dedos encontraron lo que buscaban. Y no sentía vergüenza alguna.
Aquella noche la estaba cambiando, sacándola de un abismo que ya no podía soportar. El escape para ella era amar a aquel hombre. Sólo aquella noche.
Sus cuerpos se derretían el uno sobre el otro. Fergus tiró de ella y la colocó sobre el viejo colchón. Ginny se oyó a sí misma gemir cuando él se apartó para hacer lo que tenía que hacer, pero duró apenas un momento. Y luego volvió a ella, tierno, lento, inevitable. Piel con piel, Ginny sintió que se mareaba de placer. Con una pasión que no había sentido nunca.
Era tan precioso. Su cuerpo magnífico, fuerte y viril. ¿Cómo se atrevía a renegar del amor porque una vez lo habían herido?
Fergus.
Tumbados en el colchón, sintiendo el aire fresco de la noche sobre su piel desnuda, la luz de la luna creando una intimidad mágica entre ellos y oyendo cómo las olas golpeaban la orilla del lago, Ginny experimentó un momento de inmensa alegría. De pura felicidad.
Todos sus sentidos despiertos, más que nunca. No se había sentido tan viva como en aquel momento.
– Fergus -susurró, su voz ronca de pasión. Él se colocó encima, las rodillas sujetando sus caderas. Ginny se arqueó, queriendo estar más cerca, besando su torso, jadeando…
Fergus.
– Mi niña preciosa. Mi corazón.
– Ven a mí -dijo Ginny, tirando de él. Pero Fergus se resistía. En lugar de hacer lo que tenía que hacer, se inclinaba, rozando sus pechos con el torso desnudo… buscando sus labios una y otra vez.
Hasta que por fin se colocó justo encima donde más lo necesitaba, buscándola con algo que no eran sus labios.
Ginny enterró la cara en su cuello. Estaba dentro de ella, fuerte y suave a la vez, empujando y amándola. Ella se movía con él, al mismo ritmo, dejando que la llevase adonde quisiera.
Llevándola a un hogar que ella no sabía que pudiese tener.
Su hombre. Por esa noche, su hombre. Su camino hacia el futuro.
Entonces dejó de pensar. Los pensamientos desaparecieron y se limitó a sentir. Su cuerpo se movía sin que se diera cuenta. En cuanto terminaba una sensación empezaba otra. Ginny lloraba agarrándose a él y supo entonces que su mundo estaba allí.
Su amor.
Cuando terminaron, cuando por fin cayeron sobre el colchón, exhaustos, Fergus siguió abrazado a ella. Ginny podía sentir los latidos de su corazón y supo que en su mundo las cosas por fin estaban bien.
Encontró fuerzas para incorporarse y lo besó en las mejillas, en la boca, en los ojos. Muy despacito.
– Dios, Ginny…
– Dios no tiene nada que ver con esto -susurró ella-. Y si lo tiene, espero que haya cerrado los ojos. Que una mujer soltera obtenga tal placer…
– Ningún dios podría negarte esto. Después de todo lo que has tenido que pasar no puedo negarte nada.
– ¿Quieres decir que cuando despierte veré tu cuerpo desnudo al amanecer?
– ¿Eso te daría miedo? -sonrió Fergus.
– No, eres un hombre muy guapo.
– Lo sé, extraordinariamente guapo -contestó él.
– Calla -lo interrumpió Ginny-. Muy bien, Fergus, el guapo. Es verdad, eres estupendo. Pero ¿vas a demostrármelo o vas a quedarte dormido?
– ¿Qué tengo que demostrar?
– Si eres tan extraordinario… tienes que volver a hacerme el amor. Ahora mismo. Lo necesito.
Fergus levantó una ceja.
– Mi Ginny. Mi sueño, mi corazón. Mi preciosa niña. ¿Cómo puedes necesitarme? Yo no soy real. Esto no puede durar. Pero por ahora estás aquí, eres mi mujer y me deseas. Eres un milagro y yo no puedo negarte nada, mi amor.
– ¿Por qué ibas a negármelo?
– ¿Por qué, desde luego?
Fergus la abrazó, buscando su boca, y el círculo glorioso empezó de nuevo. Hasta que sonó el móvil. Hasta que apareció el imperativo médico.
Ginny no fue con él. Aún faltaban dos horas para el amanecer y no era más que un caso de gastroenteritis. Pero no se sintió en absoluto abandonada.
Se quedó tumbada en el colchón a la luz de la luna, mirando la brillante superficie del lago…
Había jurado no volver nunca allí. Aquél había sido su refugio de niña, pero como adulta representaba una seguridad que era sólo una ilusión.
¿Era una ilusión? ¿El final feliz?
– Todo esto terminará -murmuró-. Terminará en lágrimas. Pero quizá aún no. Quizá podría darle a esto del amor una nueva oportunidad. Me hará daño… pero si no lo intento es que soy idiota.
Ginny se dio la vuelta y apoyó la cara sobre las mantas, que aún conservaban el calor de Fergus.
– Ahora me comporto como una adolescente. Fergus no me necesita. Y aunque me necesitara…
Fergus Reynard estaba salvando al mundo, pensó. Intentando olvidar su dolor, intentando que el amor no hiciera ningún papel en su vida.
Pero tenía tanto amor que dar…
– Y yo también -murmuró Ginny, mirando el lago-. Pensé que no, pero esta noche… de repente, sé que puedo dar amor. A Fergus…
A cualquiera.
– Estoy tan cansada de estar sola, de sentirme vacía. Maldita sea, voy a intentarlo -Ginny miró alrededor y se dio cuenta de lo que había pasado-. Juré que jamás volvería aquí. Y aquí estoy otra vez.
Fergus se dirigía a la granja de los Horace sintiéndose… raro. Como si lo hubieran rescatado de un precipicio y él no estuviera seguro de si debía agradecerlo o no.
Había estado a punto de caer.
Una vez, cuando era un joven interno en un servicio de urgencias, una anciana sufrió un infarto. Y Fergus hizo lo que estaba entrenado para hacer: aplicar el desfibrilador e intentar resucitarla durante quince minutos. Consiguió que se recuperase y se sintió fenomenal.
Pero dos días después, cuando la visitó en la habitación, la anciana le tiró el plato de sopa a la cara.
– Yo estaba lista para morir -le espetó, furiosa-. Todos se han ido ya: mi marido, mis hijos, mis amigos. Yo estaba lista para reunirme con ellos y tú me has devuelto a la vida. ¿Para qué?
Había sido una buena lección y Fergus siempre tenía en cuenta desde entonces qué pacientes elegían la opción de «no utilizar técnicas de resucitación».
Lo cual no debería tener nada que ver con lo que él estaba sintiendo en aquel momento, pero así era. Cuando tenía a Ginny entre sus brazos había estado a punto de declararle su amor. Había estado a punto de caer en el precipicio de las relaciones otra vez y ahora…
Ahora se sentía vacío y solo. Quizá… quizá amar otra vez no estaría tan mal.
Pero sólo a Ginny. Quizá Ginny y él podrían tener algún tipo de relación. La idea de volver a abrazarla, de volver a besarla, de enterrarse en ella era infinitamente atractiva.
Pero ella no quería saber nada de eso. Ella no quería tener hijos, no quería compromiso alguno. Serían una pareja de médicos, dos personas independientes que se encontraban de vez en cuando…