Выбрать главу

– Podríamos intentarlo -dijo Fergus por fin. Había encontrado una forma de escape, algo que podría hacerlo feliz. Una mujer maravillosa, divertida, inteligente. Una colega, además. Una mujer que lo hacía reír y que, entre sus brazos cada noche, alejaría el vacío que había sido su vida.

– Pienso quedarme con los perros -dijo Ginny entonces.

– Eso es una locura.

– ¿Es una locura darles un hogar a unos perros huérfanos?

– No podemos quedárnoslos.

– ¿No podemos?

– Si tú y yo…

– Fergus…

– Sólo estoy pensando en voz alta, Ginny. Lo de anoche… por primera vez desde que mi mujer me dejó pensé que había conocido a alguien con quien podría tener un futuro. Podríamos ser egoístas. Deberíamos serlo. Tenemos que olvidar…

– ¿Cómo vamos a hacerlo?

– Se puede hacer.

– No se puede hacer, Fergus. Yo llevo años huyendo y sé que no se puede hacer -suspiró Ginny-. Eso fue lo que entendí anoche. Me quedé allí, mirando la oscuridad, y me di cuenta de que había intentado olvidar el dolor siendo alguien que no soy. Y no puedo seguir haciéndolo. Soy yo, Ginny Viental. Y necesito gente. Necesito amor. Tú me hiciste ver eso anoche.

– ¿Me necesitas a mí?

– No sólo a ti. Aunque estás incluido en la lista, si quieres.

– Vaya, gracias.

– No me des las gracias, Fergus. Porque creo que no quieres lo que yo te ofrezco.

– ¿Qué me ofreces?

– Voy a quedarme con los perros -dijo Ginny en voz baja.

– ¿Por qué?

– Serán estupendos cuando los tenga entrenados.

– No puedes tenerlos en un apartamento en Sidney.

– No.

– ¿Y no estarás pensando quedarte aquí?

– No, no lo estoy pensando. Lo he decidido.

– Cuando Richard…

– Cuando Richard muera, sí. He hablado con mi hermano esta mañana y tengo su bendición.

– ¿Para hacer qué?

– Para reformar esta casa. Para darle a Madison un hogar.

– ¿Vas a quedarte en Cradle Lake con Madison? -exclamó Fergus, atónito.

– Sí. Al principio pensé que sería imposible. Cradle Lake siempre ha sido un sitio claustrofóbico para mí. Conozco a todo el mundo y todo el mundo me conoce a mí… ¿Sabes cuántas veces he tenido que cocinar desde que la gente se enteró de que estábamos aquí?

– No. ¿Cuántas?

– Ni una sola vez. Llevo quince años fuera de aquí y sigo siendo uno de ellos. Esto es una comunidad.

Fergus hizo una mueca. Una comunidad.

– Eso puedes tenerlo en un hospital. No es tan difícil. A la gente le importan los demás. Por eso estoy yo aquí, para alejarme de todo eso.

– Sí, pero tú sólo llevas un mes huyendo. Yo llevo quince años haciéndolo. Y anoche me di cuenta de que podía parar.

– ¿Sabes lo que estás diciendo, Ginny?

– Claro que lo sé -contestó ella-. He decidido formar parte de la raza humana otra vez. No quiero entregar a Madison a unos padres adoptivos. Madison es el último lazo con mi familia. Es lo único que me queda.

– Yo podría ser tu familia -objetó Fergus.

Ginny lo miró, muy seria.

– Entonces, tú también lo sentiste… anoche.

– Sí, desde luego que sí.

– Era más que sexo.

– Ginny, estamos hechos el uno para el otro.

– ¿Tu mujer y tú estabais hechos el uno para el otro?

– Con Katrina era diferente. Lo único que teníamos en común era el trabajo.

– ¿Y qué tendríamos tú y yo en común?

– A nosotros mismos -contestó él.

– Seguro que eso es lo que tu mujer y tú pensasteis al principio. Pero yo quiero algo más que un interés por la medicina.

– Ginny, te deseo…

– Me alegro mucho porque yo también te deseo a ti. Pero ahora las cosas han cambiado.

– Ahora tienes perros -suspiró Fergus.

– Y una hija.

– ¿Lo dices en serio?

– Completamente.

– Madison tiene problemas, Ginny. Tendrás que llevarla a un especialista.

– ¿Y crees que no puedo hacerlo?

– La niña necesita un padre y una madre -insistió él.

– Eso no lo puedo solucionar -suspiró Ginny-. Lo único que sé es que desde que desperté esta mañana, la niña es mía. Anoche pensaba que no tenía familia y cuando desperté tenía una por la que lucharía hasta la muerte.

Fergus la miraba, incrédulo. ¿Cómo podían haber cambiado las cosas tan rápidamente?

Tony salió entonces al porche con Madison en brazos. La niña llevaba en la mano una bandeja con galletas.

– No he tirado ni una -dijo, orgullosa.

– Muy bien, muñequita.

– Me llamo Madison -murmuró la niña.

– Sí, pero eres una muñequita -contestó Ginny-. Tan preciosa como una muñeca. Yo tuve un hermano tan pequeño como tú y mi madre solía llamarlo muñequito.

– Ginny -la llamó Fergus entonces.

– ¿Quiere una galleta, doctor Reynard?

– No -contestó él. No podía ver a Madison sonriendo. Era abrumador. El dolor…

Ginny se dio cuenta enseguida.

– Fergus, lo siento. Sé que es demasiado pronto…

– Nunca pasará -murmuró él, dando un paso atrás-. ¿Necesitáis algo?

– Morfina -contestó Ginny en voz baja-. Richard no durmió bien anoche y prometí que lo ayudaría.

– Te daré una receta. Tony, ven un momento…

– Me llevaré a Madison a dar un paseo con los perros -sonrió Ginny, tomando a la niña en brazos-. Tú te encargas de la medicina, yo me encargo de mi familia.

– Ginny…

– Así es como tiene que ser, Fergus. Anoche me di cuenta de que no iba a ser fácil y no quiero hacerte daño. Pero es lo que tengo que hacer.

No podía hacerlo.

Fergus se alejó de la granja sintiéndose enfermo. Había ido allí con el corazón lleno de Ginny, sintiendo como si hubiera salido de un trance y…

¿Madison?

Una niña como Molly.

No se parecía en absoluto a Molly, pensó entonces. Madison tenía todos los cromosomas. Tenía un corazón sano. Podría ser una niña alegre, feliz. Podría vivir hasta cumplir los cien años.

Ginny no tenía derecho a quedársela. Madison necesitaba un padre y una madre…

Molly había sido feliz sólo con su padre. Y con la comunidad del hospital.

Pero Madison no era Molly.

Molly. Su Molly.

El dolor que sentía en el pecho cada vez que pensaba en su hija amenazaba con ahogarlo. Recordar sus bracitos alrededor de su cuello, cómo enterraba la nariz en su hombro diciendo «papá, papá» como si fuera un mantra.

Madison aún no enterraba la cara en el cuello de nadie, pero si tuviera unos padres lo haría.

Y no sería su cuello. No.

¿Cómo iba a abrazar a otra niña que no fuera Molly? ¿Cómo iba a querer a otra que no fuese ella? No, imposible. Para él hasta resultaba difícil atender a una niña de ocho años como Stephanie. Su padre tenía un problema de espalda, de modo que había tenido que llevarla en brazos hasta el Land Rover. Había tenido a una niña entre sus brazos… y sólo podía pensar en Molly.

Lo que Ginny le pedía era demasiado.

Aunque no se lo había pedido. Estaba dispuesta a hacerlo sola.

– Maldita sea -murmuró, golpeado el volante con el puño.

¿Dónde estaban las respuestas?

No había ninguna.

– ¿Sabes lo que estás haciendo? -le preguntó Richard-. Fergus saldrá corriendo.

– Ah, estás despierto -sonrió Ginny.

– A veces puedo estarlo.

– ¿Cuánto tiempo llevas despierto?

– El tiempo suficiente como para haber oído la conversación. A Fergus le gustas de verdad, Ginny.

– Y él me gusta a mí. Pero…

– ¿Pero qué?

– No quiere lo que viene conmigo.

– Ayer no tenías nada -dijo su hermano-. Ayer todavía estabas huyendo.

– A lo mejor los dos hemos dejado de huir -sonrió Ginny.

– Yo, desde luego, sí. Ginny, tú sabes que me encantaría que adoptases a Madison, pero ya te he pedido tantas cosas… todos te hemos pedido tanto.