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Ginny quería irse a casa. Estaba agotada y cuando Fergus la llamó, ya en la puerta, estuvo a punto de no volverse.

– ¿Ginny?

– ¿Sí?

– Estaba pensando que podríamos cenar juntos esta noche.

– No creo que sea buena idea.

– Sí, lo sé. Es una mala idea, pero es la única que se me ha ocurrido. Me gustaría que hablásemos… de tu infancia.

– ¿Estás diciendo que quieres cenar conmigo porque te doy pena?

– No, claro que no.

– ¿Entonces?

– No, es que estaba pensando que eres una mujer muy valiente -murmuró Fergus-. Nunca he conocido a nadie como tú. Y quiero conocerte mejor.

– Tampoco creo que sea buena idea.

– ¿Por qué no?

– Porque me estoy enamorando de ti -contestó ella, con toda sinceridad.

– Yo creo que ésa es muy buena idea -sonrió Fergus.

– No, no lo es.

– Ginny, tenemos que ver adonde nos lleva esto.

– ¿Para qué?

– Sólo quiero invitarte a cenar -suspiró él, pasándose una mano por el pelo.

– No.

– ¿Por qué no?

– Tú sabes por qué no.

– Richard estará durmiendo. Miriam está con Madison…

– ¿Lo ves? Ese es el problema. Madison tiene que estar conmigo. Tiene que verme constantemente para acostumbrarse a mí.

Fergus asintió con la cabeza. Qué guapo era pensó Ginny tontamente. Con la bata verde y el pelo despeinado…

– Quizá podría intentarlo.

– ¿Intentar qué?

Fergus se mordió los labios.

– Ginny, esto que hay entre nosotros… tú misma has dicho que te estás enamorando de mí.

– Estoy intentando no hacerlo.

– Yo también.

– ¿Entonces por qué me invitas a cenar?

– Porque tengo la impresión de que si te dejo escapar estaré cometiendo un gravísimo error.

– Fergus, Madison no va a desaparecer así como así -suspiró ella-. Cada vez que te miro pienso: ¿cómo puedo renunciar a este hombre? Pero tengo que hacerlo, Fergus. Madison está aquí, en mi corazón. Incluso me estoy enamorando de mis perros.

– Muy bien.

– ¿Muy bien qué?

– Lo intentaré.

– ¿Qué intentarás?

– Vamos a cenar frente al lago. Con Madison y con los perros.

– ¿En el cobertizo?

– No, en el cobertizo no. Frente al lago, como una merienda.

– Una merienda -repitió ella.

– Sí.

– ¿Con Madison?

– Sí. Podemos hacer una barbacoa.

– Muy bien, de acuerdo. Si me voy ahora, puede que pille la carnicería abierta. ¿A qué hora terminas?

– A las seis.

– Entonces nos vemos a las siete. Al lado del cobertizo. Con salchichas.

– Hasta luego -sonrió Fergus.

«Genial», pensó Ginny mientras se dirigía a la carnicería. ¿Qué estaba haciendo?

No tenía ni idea.

Capítulo 10

Allí estaba, con Madison. Fergus detuvo el Land Rover bajo un grupo de eucaliptos sin poder disimular una sonrisa. Ginny había llevado con ella todo lo que se le había ocurrido.

Ginny, Madison, los perros, Richard tumbado en un colchón hinchable y Miriam sentada a su lado con los pies en el agua.

Era una merienda familiar, desde luego. Y le dieron ganas de salir corriendo.

– Hola -lo saludó Ginny. Llevaba un bikini y encima una especie de pareo de color morado.

Quizá no quería salir corriendo.

– Bounce ha estado a punto de comerse las salchichas -le contó Madison, que llevaba un pareo como el de Ginny. La asociación de madres de Cradle Lake había decidido que tenían que hacer algo porque la pobre niña no tenía ropa. Ahora tenía vestidos para cada ocasión, pero seguía siendo tan delgadita…

Quizá debería salir corriendo.

– ¿Y quién ha salvado las salchichas? -preguntó.

Richard abrió los ojos entonces.

– Nuestra Ginny ha sido jugadora de rugby en otra vida. Fue un salto por el que a un jugador internacional le habrían pagado una fortuna.

– Pero se ha hecho daño en la rodilla -le contó Madison.

– ¿Necesitas un médico?

– No, gracias -contestó ella.

– Lo que necesitamos es un cocinero -dijo Miriam-. Le ha tocado, doctor Reynard.

– ¿Por qué?

– Porque los hombres son los que se encargan de las barbacoas -susurró Richard-. Y yo no puedo.

Fergus miró a su paciente con expresión preocupada. Apenas tenía voz. Debía de haber sido un esfuerzo tremendo para él estar allí. Pero entre Miriam y Ginny lo habían puesto cómodo. Habían colocado la botella de oxígeno a su lado y tenía una mano metida en el agua…

El sol estaba poniéndose sobre el lago y la brisa era deliciosa. Si a él sólo le quedasen unos días de vida también querría estar allí, pensó.

Cuando miró a Ginny, se dio cuenta de que ella pensaba lo mismo. Había dolor en sus ojos, el conocimiento de que pronto tendría que decirle adiós a su hermano…

– Bueno, vamos a hacer esas salchichas -dijo Fergus, con voz ronca-. Maddy, ¿quieres ayudarme?

– Madison -lo corrigió la niña.

– Ah, perdona. ¿Quieres ayudarme con las salchichas, Madison?

– ¿Qué quieres que haga?

– ¿Las has pinchado?

– ¿Qué?

– Hay que pinchar las salchichas antes de ponerlas en la barbacoa. Ven, voy a enseñarte cómo pinchar salchichas como un profesional.

Pincharon, cocinaron y se comieron las salchichas. Y luego tomaron ensalada, pastel, uvas y limonada.

– Es hora de nadar un rato -dijo Ginny después.

– ¿No se supone que hay que esperar media hora después de comer? -preguntó Fergus.

– ¿Por qué?

– Para que no se corte la digestión.

– ¿De qué libro de medicina has sacado eso?

– De ninguno. Lo decía mi madre -sonrió Fergus.

– Mi madre decía que cada minuto fuera del agua en una tarde como ésta era un minuto perdido -replicó Ginny-. ¿Quieres que enfrentemos a tu madre y a la mía?

– No -rió Fergus-. Mejor no.

– Espero que hayas traído tu bañador.

– Sí, claro.

Fergus se bajó los pantalones, sintiéndose como un adolescente. Se había desnudado delante de Ginny la noche anterior, pero hasta eso le avergonzaba. Y que Miriam lanzase un silbido no ayudó mucho.

– Oh, doctor Fergus, hace que se me doblen las rodillas -rió la enfermera.

– Empiezo a entender lo que has visto en este hombre -bromeó Richard.

– Bueno, al agua todo el mundo -anunció Ginny-. ¿Sabes que hacíamos carreras cuando éramos pequeños? Teníamos que llegar a esos palos de ahí, que son los que marcan las zonas más profundas, y Richard siempre llegaba el primero. No le ganaba nadie.

– Con fibrosis quística, además -añadió él.

– Nadie ha batido tu récord desde entonces, hermano. A la porra la fibrosis quística. Entonces no podía ganarte.

«Entonces no podía ganarte».

Aquello era una batalla, pensó Fergus, mirando de uno a otro. Esa enfermedad había sido una parte de sus vidas durante tanto tiempo que era casi algo tangible. Un monstruo al que había que ganar una y otra vez.

Hasta que no pudiesen ganarle. Y eso sería pronto.

Mientras tanto, todos estaban mirándolo, expectantes.

– ¿Quieres que echemos una carrera? -sonrió Ginny-. Se lo ofrecería a Richard, pero en este momento esta ocupado.

– Desde luego -asintió su hermano-. Madison, siéntate a mi lado. Vas a ver a tu tía nadando como una ballena… digo como un delfín.

Mientras nadaban, los perros ladraban como locos en la orilla.

– ¡Richard! ¿No quieres nadar un rato? -bromeó Ginny desde el agua.

– No, gracias. Ya he ganado todas las carreras posibles en este lago. ¿Qué más puede esperar un hombre de la vida?

Se quedaron allí hasta que oscureció del todo. Milagrosamente, el móvil de Fergus no sonó. Después, tostaron malvaviscos en una hoguera y vieron cómo la luna se levantaba sobre el agua.