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– Bueno, yo me voy a casa un momento. Tengo que regar mi huerto -se excusó Miriam-. Pero volveré en una hora.

– Pobrecilla. Qué trabajo le estamos dando -murmuró Ginny, sintiéndose culpable.

– ¿Por qué? Es su profesión y le gusta -sonrió Fergus.

– ¿No has tenido que retorcerle un brazo?

– No, en serio. Ésta es una comunidad estupenda.

– Sí, lo sé. Bueno, lo he sabido hace poco. Si mis padres hubieran pedido ayuda…

– Y si no hubierais tenido un vecino como Óscar Bentley.

Ginny se encogió de hombros.

– Óscar es irrelevante. Es un amargado, siempre lo ha sido. En lugar de casarse y tener siete hijos se encerró en su granja maldiciendo a todo el mundo y protestando por todo…

Fergus miró a Richard entonces. Estaba profundamente dormido. Profundamente…

Inquieto, se acercó para tomarle el pulso. Sí, todavía había pulso. Cuando se volvió, Ginny había abrazado a Madison y lo miraba, muy pálida.

– Sigue con nosotros.

– Pero pronto -dijo ella en voz baja.

– Pronto -asintió él-. Pero le has regalado esta noche. Le has hecho ver que su hija no se quedará sola. Es un regalo maravilloso, Ginny.

– Tú me has ayudado mucho.

Como Richard, Madison se había quedado dormida, pero en ese momento se movió un poco, como si acabara de darse cuenta de que no estaba en los brazos de su madre. Ginny la dejó sobre la manta y la tapó con una toalla. Luego miró su carita…

Pronto tendrían que moverse. Tendrían que despertar a Richard y volver a casa. Pronto aquella noche terminaría. Y ella no quería que terminase, pensó Fergus. Porque sabía que su hermano no volvería al lago.

Algo había terminado esa noche.

Y tampoco él podía soportarlo.

No recordaba haberse movido. Pero lo hizo. De repente, estaba al lado de Ginny. La tenía entre sus brazos y estaba besándola…

La estaba besando como sabía que ella necesitaba ser besada.

Era diferente de la noche anterior. La noche anterior habían hecho el amor apasionadamente, pero ahora…

Ahora necesitaba besar a aquella mujer como necesitaba respirar. Era tan preciosa, tan valiente, tan fuerte…

Llevaba el peso del mundo sobre los hombros, como había hecho siempre. Había tenido que cuidar de su familia desde que era una niña y seguía haciéndolo.

Era tan…

Ginny.

Y lo necesitaba. Podía sentirlo en el temblor de su cuerpo, en cómo se pegaba a él, en cómo levantaba la cara para recibir sus besos.

– Ginny, tenemos que estar juntos.

– No veo cómo.

– Podemos arreglarlo. Tenemos que hacerlo.

– No sé…

– Puedo hacerlo -siguió Fergus. Pero, al mirar la escena iluminada por la hoguera y la luz de la luna, vaciló. Un moribundo y tres perros flacos tumbados a su lado. Richard había pedido las salchichas que quedaban y se las había dado a los perros mientras ellos nadaban, convirtiéndolos en sus devotos fans para siempre. O durante el tiempo que le quedase.

Ante él tenía a una mujer hermosa que lo miraba con ojos inseguros pero retadores. «Todo o nada», parecía decirle. «Si yo puedo hacerlo, tú puedes también». «Podemos empezar otra vez».

Una niña.

Una niña a su lado.

Podía hacerlo. Podía dar un paso atrás y…

– Es demasiado pronto, Fergus -dijo Ginny entonces-. Molly murió hace muy poco tiempo. Es demasiado pronto para formar otra familia.

– No voy a reemplazar a Molly -dijo él. Pero no pudo disimular la inseguridad que había en su voz-. Molly y Madison son… tan diferentes.

– Sí, pero…

– Te quiero, Ginny. Haré lo que tenga que hacer…

– Eso es lo que no quiero, Fergus. No estoy preparada para eso. Ayer decidí que podría volver a ser un ser humano. Que podría vivir con Madison, con los perros y con esta comunidad Pero cargar contigo…

– ¿Cómo que cargar conmigo?

– Tú tienes fantasmas, Fergus. Si no los tuviera yo, quizá podría ayudarte con los tuyos pero…

– No te estoy pidiendo que lo hagas.

– Ya lo sé, pero… no estoy negando que siento algo por ti, pero me da miedo. Vuelve a mí dentro de un año, cuando haya aprendido lo que es el amor otra vez. Cuando tú hayas descubierto lo que significa no ser el padre de Molly.

– Ginny, quiero estar contigo.

– Lo sé. Pero tenemos que ser sensatos.

– Yo no quiero ser sensato. Quiero casarme contigo.

Era una proposición absurda y él lo sabía.

– Casarte conmigo significaría ser el padre de Madison. ¿Estás dispuesto a hacerlo?

– Quizá…

– No puede haber «quizás» en esto, Fergus. Además, esta conversación no tiene ningún sentido. Tú sabes que es demasiado pronto. Apenas nos conocemos y… bueno, vamos a dejarlo. Tenemos que volver a casa. ¿Me ayudas?

– Claro -suspiró él, acercándose a Richard-. Hora de irse, amigo.

– Nunca es hora de irse -murmuro él, girando la cabeza para ver la luna brillando sobre el lago.

Fergus vio entonces que una solitaria lágrima rodaba por su rostro.

– Richard -musitó Ginny, apretando su mano. Los dos se quedaron en silencio y Fergus se apartó un poco.

¿Cómo se le dice adiós a la vida?

Pero al fin Richard hizo un gesto con la cabeza.

– Vamos.

– Vas a tener que ponerte a dieta -bromeó Ginny, mientras levantaban el colchón hinchable.

– ¿No podríamos volver a casa rodeando el lago? -preguntó su hermano entonces-. No creo que vaya a volver a verlo.

Ginny y Fergus se miraron.

– Tú lleva a Richard a casa. Yo llevaré a Madison -se ofreció Fergus.

– ¿Estás seguro?

– Sí, estoy seguro.

– No quiero…

– No pasa nada -la interrumpió él. Sabía que Richard y Ginny necesitaban estar solos un rato. Le quedaba tan poco tiempo…

– Gracias, amigo -murmuró él.

De modo que Fergus tomó a Madison en brazos. Al hacerlo la niña, medio dormida, le echó los bracitos al cuello. Buscando seguridad.

Fergus la apretó contra su corazón mientras la llevaba hasta el coche y sintió… sintió…

«No lo pienses».

– No pasa nada, cariño. Voy a llevarte a la cama. A casa con Ginny y con tu papá.

– Papá -susurró ella. Y esa palabra fue como un cuchillo en el corazón de Fergus.

Molly…

Logró llegar hasta la casa, pero saber que llevaba una niña en el asiento de atrás, como había llevado a su hija durante tantos años lo hizo sentir… vacío. En blanco. Como si no supiera cómo seguir adelante.

– Quiero ver a mi mamá -musitó Madison entonces.

– Ginny estará en casa.

– Quiero a mi mamá.

– Richard y Ginny vienen rodeando el lago, cielo. Llegarán enseguida.

Miriam ya había llegado a la casa y bajó para ayudarlo con la niña.

– ¿Vamos a la cama? He puesto sábanas limpias. Si no le importa llevarla en brazos, doctor Reynard…

Haciendo de tripas corazón, Fergus sacó a la niña del coche.

– Hora de irse a dormir.

Y, de nuevo, Madison le echó los bracitos al cuello, suspirando. El corazón de Fergus se encogió un poco más hasta que estuvo seguro de que se le iba a partir. Como se le partió la noche que le dijo adiós a Molly para siempre.

¿Cómo podía pensar…? No, no podía.

Cuando dejó a la niña en la cama, Madison apretó la cara contra la suya, como en un movimiento reflejo, seguramente algo que hacía con su madre. Y Fergus no tuvo más remedio que besarla. Madison lo abrazó entonces con fuerza, como si estuviera pidiéndole ayuda.

– Papá -susurró.

Media hora después, Ginny y Richard llegaban a la casa.

– Hemos dado la vuelta entera al lago. Y hemos mirado la luna hasta que Richard se quedó dormido. Siento que hayas tenido que esperar…

– No pasa nada.