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– Nunca encontraré a mi mamá -murmuró la niña.

– Llevaremos flores al cementerio todas las veces que quieras. Y si nos acercamos mucho a la tumba, seguro que puede oírnos cuando le contemos cosas.

– ¿Podemos decirle que voy a vivir con Snapper y Twiggy y Bounce?

– Sí, claro que podemos contárselo -contestó Ginny.

La niña miró de uno a otro, como si fuera una personita madura.

– Mi mamá no va a volver nunca, ¿verdad?

– No, cariño -murmuró Fergus.

Y entonces fue como si el dique se rompiera por fin. Madison, que apenas había derramado una lágrima durante las últimas semanas, empezó a llorar. Y ellos la dejaron, sentados al borde de la carretera, en medio de ninguna parte, mientras un sensato policía se alejaba un poco para que pudieran estar solos.

Cuando por fin dejó de llorar, Madison estaba apretada contra el pecho de Fergus como si aquél fuera su sitio. Y así era como tenía que ser.

– Muy bien, Madison -dijo él, acariciando su carita-. Vamos a casa.

– A casa -repitió ella-. A la camita que me ha comprado Ginny. Con Snapper y con Twiggy y con Bounce.

– Y conmigo. No te olvides de mí. Yo también soy parte de la familia.

– Y yo -dijo Madison. Le temblaban los labios, pero intentaba no llorar-. Ginny y Twiggy y Snapper y Bounce y papá. Y yo.

– Claro que sí, Madison.

La niña tocó su cara entonces con una ternura increíble.

– Puedes llamarme Maddy.

Epílogo

Eran las cuatro de la mañana. Hora de irse a la cama para cualquier familia sensata. Maddy se había quedado dormida en el coche y todos los que habían estado buscándola volvieron a casa más tranquilos. Ginny y Fergus estaban sentados en el porche, mirando hacia el lago.

– Supongo que te darás cuenta de que ahora tienes que casarte conmigo -dijo Fergus.

– ¿No vas demasiado rápido?

– No, Maddy me necesita. ¿Alguna objeción?

– No -contestó ella.

Fergus tomó su cara entre las manos y la besó. No dijeron nada más durante largo rato.

– Fergus, sobre eso de casarnos…

– Mañana. O quizá hoy mismo si puedo arreglarlo.

– No, de eso nada. Yo quiero damas de honor y un banquete y todo lo demás. Quiero una boda como Dios manda.

– Porras.

Ginny sonrió.

– Fergus, ¿estás seguro? Yo no quiero tener hijos…

– ¿Por la fibrosis?

– Sí.

– Yo no soy portador de la enfermedad.

– Pero si tuviera un hijo habría un cincuenta por ciento de posibilidades de que fuera portador, como yo.

– Entonces le explicaremos en qué consiste la enfermedad y que tendría que hacerle pruebas a su pareja si algún día quisiera tener hijos… Uf, nos queda mucho trabajo por delante, Ginny.

– ¿Lo dices en serio?

– Pues claro. Nuestro matrimonio va a ser fantástico. Seremos el mejor equipo médico fuera de Sidney. En Cradle Lake no saben la suerte que tienen. Y en cuanto a nosotros… contrataremos a un ama de llaves y reformaremos esta casa para que sea lo que tiene que ser: un hogar. Compraremos buena comida para los perros, nos encargaremos de adoptar a todos los corderitos abandonados que encontremos por la carretera…

– ¡Tonto!

– Plantaremos tomates… sí, siempre me he visto a mí mismo plantando tomates -rió Fergus-. Le daremos a Maddy la mejor infancia posible. La mejor infancia que pueda tener un niño. Y si tiene una hermanita o un hermanito habrá que darle las gracias a Dios. ¿Qué dices, Ginny Viental, amor mío?

– Diría que suena como un sueño -sonrió ella-. Como un cuento de hadas con final feliz.

– Con un principio feliz más bien -murmuró Fergus, buscando sus labios de nuevo-. Los sueños pueden hacerse realidad, Ginny. La vida está llena de promesas. Yo soy cirujano y lo sé muy bien, así que voy a empezar a operar ahora mismo. Operación familia.

– Los sueños se hacen realidad -repitió ella, insegura.

– Claro que sí. La Operación Familia empieza ahora y necesitamos dos médicos. ¿Está usted lista, doctora Viental?

– Sí, amor mío -sonrió ella.

– Me parece que no necesitamos un quirófano para esta operación -dijo Fergus con voz ronca-. ¿No crees?

Marion Lennox

***