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Pero no se apartó. Porque en aquel momento necesitaba contacto humano. Eso era todo. Era una ilusión, lo sabía, pero por un instante…

Por un instante se dejó abrazar. Se derritió sobre él, dejando caer el peso de su cuerpo sobre el torso masculino. Fergus era fuerte y firme. Y cálido. Sus labios rozaban su pelo.

Podría apartarse, pero no lo hizo. En aquel momento lo necesitaba demasiado.

Nadie la había abrazado nunca así. Nunca. O quizá… quizá cuando era pequeña, cuando no llevaba el peso de toda la familia sobre sus hombros.

¿La habían abrazado sus padres así alguna vez? Debían de haberlo hecho, mucho tiempo atrás. Pero ella lo había olvidado.

– Yo no… no quiero saber nada de relaciones sentimentales.

– Me alegro. Yo tampoco -contestó Fergus, tomándola por la cintura.

– Me estás abrazando.

– Es un masaje terapéutico. Cuando todo lo demás falla, lo mejor es un abrazo.

Eso le gustó. Cuando todo lo demás fallaba, un buen abrazo.

¿A quién quería engañar? Para que ella abrazase a alguien, tenía que ser algo permanente… y la gente no era permanente. Uno tenía que cerrar su corazón para encontrar ese nivel de seguridad, pero con la cercanía llegaba el peligro.

Y se perdía a alguien más…

– No lo hagas. No pienso acercarme más a ti, Fergus Reynard.

– Yo creo que ya estás muy cerca -sonrió él-. Pero te entiendo. No te preocupes, esto es sólo por un rato. Voy a estar aquí tres meses y luego me iré.

– ¿Por qué has venido?

– Quizá sabía que se me necesitaba -contestó Fergus. Pero estaba claro que había algo más.

– Estás huyendo de algo.

Cuando lo miró a los ojos vio… no era un médico joven aceptando un trabajo de médico rural por capricho. En sus ojos había una comprensión…

La suya era una jornada parecida. Ginny no conocía los detalles, pero sabía que no se equivocaba y sabía también que decía la verdad. Podía abrazarla ahora, pero no había miedo de futuros compromisos. Ella había levantado una barrera y él también.

Pero allí al lado, en una habitación de la clínica, había una niña huérfana y la única manera de que esa niña sobreviviera era que Ginny bajase sus barreras.

No. Tenía que haber otra manera.

– Madison dormirá durante horas -dijo Fergus-. Miriam y Tony cuidarán de ella. Óscar está bien y no hay más pacientes salvo los ancianos que residen aquí. ¿Puedo llevarte a casa?

– Tengo que hablar con mi hermano…

– No tienes que decirle nada -la interrumpió él-. Judith le escribió una carta. Le daremos la carta y lo ayudaremos, sea cual sea su decisión.

– Dios mío…

– Es lo que tenemos que hacer, Ginny. Vamos a hacerlo.

Capítulo 4

Richard estaba durmiendo cuando Ginny lo dejó.

El porche de la vieja granja daba al lago, de modo que el sol iluminaba los viejos sofás de mimbre. Aquél había sido su sitio favorito cuando eran pequeños y seguía siéndolo. Richard había luchado durante toda la vida contra su enfermedad, pero durante las últimas semanas había dejado de hacerlo. Y no quería ver a nadie salvo a Ginny.

– Estoy cerrando las puertas, cortando con todo.

Dormía cada día más y allí, en el porche, había encontrado algo de paz.

Lo que tenía que hacer ahora… lo que tenía que decirle…

Pobre Richard, que había querido cortar con todo y ahora iba a encontrarse con la sorpresa de su vida.

Pero Fergus estaba detrás de ella y su presencia ayudaba un poco. Hacía que lo imposible pareciera casi posible. Ginny subió los escalones del porche y se dirigió al sofá que habían convertido en una cama de día para su hermano. La cama estaba vacía.

¿Por qué? Richard tenía problemas para moverse. Lo había dejado allí, con todo lo que necesitaba a mano, pero si había tenido que ir al baño… ¿y si se había caído?

– ¿Richard? -lo llamó, entrando en la casa-. ¿Richard?

Nada.

No estaba en su dormitorio, aunque apenas lo ocupaba porque prefería dormir bajo las estrellas. Tampoco estaba en el cuarto de baño o en la cocina.

Ginny salió al porche de nuevo, asustada.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Fergus.

La botella de oxigeno colocada sobre un carrito con ruedas había desaparecido también.

Entonces vio su coche. Era un coche rojo, pequeño… Horrorizada, Ginny vio una manguera metida por la ventanilla del conductor y varios trapos tapando el hueco. La botella de oxígeno de su hermano abandonada cerca de la rueda delantera…

– ¡Richard!

Ginny salió corriendo, pero Fergus se había adelantado. También él lo había visto y llegó al coche en tres zancadas.

Richard estaba tirado sobre el volante y cuando Fergus abrió la puerta se deslizó hacia un lado. Se habría caído si él no lo hubiera sujetado con las dos manos.

Ginny le tomó el pulso… aún tenía pulso.

– Respira -dijo Fergus.

– Richard, Richard…

Su hermano abrió los ojos. Incluso consiguió sonreír un poco.

– Richard -murmuró Ginny de nuevo, intentando contener la angustia.

– Podrías haber llenado… -empezó a decir su hermano con un hilo de voz- el tanque de gasolina.

Richard pesaba tanto que era casi imposible moverlo. La fibrosis quística que había matado a sus hermanos menores había sido menos dura con él, más lenta en el progreso. Incluso hubo un tiempo en el que Richard era casi normal, cuando casi parecía un hombre sano.

Ese tiempo había pasado. Su hermano, tan guapo, tan vibrante, era ahora un hombre demacrado, cercano a la muerte.

No debería haberlo dejado solo. Pero cuando fue a verlo, antes de ir al hospital, le había parecido que estaba bien…

– Vete -le había dicho-. Ve a ser un ángel con otra persona y deja que disfrute del atardecer.

Fergus lo llevó en brazos hasta la cama del porche y volvió a ponerle el oxígeno.

– Está bien. Richard está bien, tranquila.

Pero ella no estaba bien. Tenía que ir al baño Y rápido.

Cuando volvió, su hermano estaba más pálido que nunca pero su pecho subía y bajaba con un ritmo pausado.

Ginny se dejó caer sobre el primer escalón del porche y metió la cabeza entre las piernas.

– ¿Ves lo que le has hecho a tu hermana? -le espetó Fergus.

– Me lo ha hecho ella a mí. Ginny, lo siento, pensé que…

– Que tenía el tanque lleno.

– No se me ocurrió mirar. Un poco de humo y luego nada… no me lo podía creer.

– ¿Tan horrible es la vida para ti? ¿Tan horrible que quieres terminar de una vez?

Ginny miraba hacia el lago, sintiéndose enferma. Habían ocurrido demasiadas cosas en muy poco tiempo y no sabía qué hacer.

Pero Richard estaba vivo. Eso era lo único que importaba. Todo lo demás se solucionaría de una manera o de otra.

– ¿Quién eres tú? -preguntó Richard entonces.

– Soy el médico de Cradle Lake. Fergus Reynard.

– ¿Y se supone que debo darte las gracias por venir?

– No te hemos salvado la vida, si eso es lo que crees. Parece que eso lo hizo Ginny al no poner gasolina.

– Iba a llenar el tanque ayer, pero estaba lloviendo…

– ¿Por qué decidiste quitarte la vida? -la interrumpió Fergus.

– ¿Eso es asunto tuyo?

– Imagino que no, pero sí es asunto de tu hermana.

– Mira, déjalo -suspiró Richard, agotado-. Da igual. Me estoy muriendo de todas formas.

– ¿Y te da miedo?

– No.

– ¿Entonces?

– La pobre Ginny tiene que cargar conmigo…

– ¿Y crees que me importa? -lo interrumpió ella-. ¿Crees que me importa pasar unas semanas de mi vida contigo?

– Pero has tenido que hacerlo tantas veces… -suspiró Richard-. Mis dos hermanos murieron de esta misma enfermedad -añadió luego, mirando a Fergus-. Mi padre se marchó y mi madre no pudo con todo, así que se dio a la bebida. Murió de cirrosis cuando Ginny tenía dieciséis años. La pobre ha tenido que cargar con todo desde entonces. Y eso no puede ser. Mi pobre hermana necesita un poco de paz.