¿Se daba cuenta de mi timidez? No lo sé. Conducía con gestos tranquilos, parecía completamente concentrado en la calzada. Frena, pon punto muerto, cambia de marcha, vuelve a circular.
Y una noche, detenidos ante un semáforo, se volvió y dijo: «Vamos, cuéntame algo de ti.»
No estaba preparada para aquella pregunta, así que balbuceé alguna frase forzada. Para mentir necesitaba tiempo. Entonces cayó la barrera y las palabras salieron con naturalidad. Mi padre había muerto en un accidente de trabajo, poco antes de que yo naciera. Trabajaba en la policía y un camión enloquecido lo había atropellado mientras estaba de servicio en un cruce. Mi madre era profesora de latín. Un día, al volver del instituto, había sufrido un ataque. Así, con poco más de siete años, me había quedado completamente huérfana. Tenía dos tíos, personas buenas y laboriosas, pero eran muy ancianos y no podían tenerme con ellos. Por eso me había criado en un colegio.
De vez en cuando, durante mi relato, él hacía breves comentarios. «¿De verdad?» «¡No me digas!» «¡Qué desgracia!» Al final me preguntó: «¿Cómo te encontrabas en el colegio?»
«Era un lugar precioso», respondí. «Tenía una habitación con baño sólo para mí, que daba a un jardín cuidadísimo. Teníamos pistas de tenis y piscina cubierta. Pero…»
«¿Qué…?»
«Nunca pude creerme aquellas historias.»
«¿Qué historias?»
«Las historias de las monjas. Jesús y todo lo demás. El paraíso y el infierno… Esas cosas que se inventaban para que fuéramos buenas. Me las creí un poco al principio, cuando era niña. En cuanto crecí, me di cuenta de que todo era una estafa.»
El arquitecto se volvió a mirarme.
«Una estafa…», repitió, riendo. «¡Menuda pieza!»
La semana siguiente, mientras esperaba el autobús para ir al instituto, pasó por la parada. Abrió la puerta, diciendo: «¿Subes?»
Creía que me iba a llevar a clase, pero en cuanto subí exclamó alegre: «¡Hoy hacemos novillos! ¡Vamos de excursión!»
Intenté oponerme, faltaba poco para los exámenes, no me apetecía perderme una clase.
Él se apresuró a callarme. «Eres estupenda. ¿Qué va a pasar porque faltes una vez?»
Me llevó a un restaurante a la salida de la ciudad, en las colinas. Era a finales de abril, aún había demasiada humedad para estar al aire libre, así que comimos en una especie de galería. El mantel era de cuadros blancos y rojos, a nuestro alrededor había pocas mesas ocupadas. Pidió vino. Me bebí una copa con el estómago vacío y se me subió enseguida a la cabeza.
Él bebía a sorbos el suyo lentamente mirándome a los ojos y, entonces, con voz más baja de lo acostumbrado, dijo: «¿Sabes que me fascinas? Eres tan joven, pero tienes tantas ideas… Cuéntame ahora algo de ti, como la otra noche.»
«¿Qué?»
«No lo sé. Sobre la estafa, por ejemplo.»
Bebí otra copa y volví a hablar. Empecé desde el principio, del Jesús con el corazón en la mano que no me había protegido ni había protegido a mi madre. Continué con el crucifijo que oía todas las súplicas y no respondía a ninguna. Cuando trajeron los tallarines, le tocaba el turno a don Firmato y a la noche de Navidad.
El arquitecto estaba tan prendido de mis palabras que casi se olvidaba de comer; en cuanto me interrumpí un momento, me apremiaba diciendo: «¿Y entonces?» Así llegué al Ángel de la Guarda y al Padre Nuestro modificados, murmurados cada noche en el silencio de mi habitación. Luego conté, con pelos y señales, lo del rosario en el váter. El hecho de que estuviese todavía viva era la demostración perfecta de mi teorema. El cielo era un espacio vacío.
Parecía arrebatado por mis palabras, de vez en cuando movía la cabeza, o se echaba a reír. «¡No me lo puedo creer! ¿De verdad lo hiciste?» Entonces yo me extendía, añadiendo detalles, complacida.
Antes de que trajeran el dulce, me tocó la mano con delicadeza. «Eres una persona extraordinaria, ¿sabes? Eres tan joven y ya tan libre por dentro… Yo alcancé tu lucidez poco antes de los treinta años. Sólo entonces comprendí que la única vida que vale la pena vivir es aquella en la que no existen límites. Hay que abrir la puerta y eliminar las ataduras, el sentido de culpa. ¿Verdad?»
«¡Sí!», respondí con la voz del profesor que acaba la lección.
Aquella noche, en la cama, volví a experimentar la sensación del calor que surgía de dentro. No había tenido padre durante muchos años. Ahora estaba contenta de haber esperado tanto. No habría podido encontrar uno mejor. El arquitecto, al que ahora llamaba sólo Franco, aprobaba todo lo que yo decía, como yo compartía cada palabra que salía de su boca. Parecíamos de verdad padre e hija.
Antes de dormirme pensé que, en el fondo, incluso la adopción ya casi no parecía una locura. Probablemente, en un lapso de tiempo no demasiado largo, los tíos se irían al infierno y yo sería libre de convertirme en la hija de otro. Era verdad que ellos ya tenían una hija, pero nunca les daría las satisfacciones que yo podría darles. Parecía más bien estúpida. Y además era demasiado caprichosa para hacer algo a derechas.
¿Sabía la señora Giulia que, de cuando en cuando, íbamos a cenar solos? La segunda vez, al volver a casa, me hubiera gustado preguntárselo, pero luego, no sé por qué, la pregunta murió en mis labios. Incluso cuando estaba con ella, nunca conseguí decir: «Sabe, ayer por la noche salí a cenar con su marido.» Tenía relaciones intensas y profundas con los dos, pero de un modo distinto. Por eso intuía que lo adecuado era no mezclarlos.
A primeros de mayo Franco se fue de viaje. Tenía un curso de dos semanas en una universidad extranjera. En aquel período, la señora Giulia casi nunca estaba en casa. Hacia las siete de la tarde llamaba por teléfono con voz divertida diciendo: «Rosa, también esta noche la paso fuera. Dale a Annalisa la pasta de siempre.»
Yo sentía una inquietud completamente nueva. Aún no sabía que el amor no es un lazo de raso que adorna las muñecas, sino una cadena que las hiere.
Acostaba a la niña lo antes posible y luego iba al estudio de Franco a oler sus cosas, las plumas, los lápices, los folios. A partir del olor conseguía reconstruir su cara y el calor de su voz. Luego me sentaba en su sitio, cogía los libros y los abría. No eran libros de arquitectura, sino de filosofía. En algunos, muchas frases estaban subrayadas. Leía y me daba cuenta de que eran las mismas frases que yo también hubiera subrayado.
La noche siguiente a su vuelta, Franco fue a recogerme al instituto. Detuvo el coche en una calle lateral y sacó dos paquetes.
«Para ti», dijo.
Era el primer regalo que recibía desde las camisas blancas de mis tíos. Me sentía confusa.
«¿Los abro ahora?»
«Por supuesto.»
Abrí primero el más grande. Dentro había un jersey. Era negro y tenía dibujada delante una Tour Eiffel de colores, con París escrito al pie.
«Ah, gracias», dije, besándolo en las mejillas. «Es precioso.»
Luego empecé a desenvolver el segundo paquete. «¿Qué será?»
Él sonreía. «Ábrelo y verás.»
El papel era rojo burdeos, ligero como papel de seda. Se deslizaba bajo los dedos con extrema facilidad. Vislumbré dos cosas blancas y suaves, y las levanté con los dedos. Se trataba de un sujetador y un liguero, los dos de encaje blanco.
«¿Te gustan?», me preguntó, acercando su cara a la mía. «Los vi en un escaparate y pensé que a lo mejor no habías tenido nunca nada parecido. No soy una chica, pero creo que se siente cierto placer estando guapa también por dentro. ¿O no?»
«Creo que sí.»
«No pareces muy entusiasmada.»
«Sí, lo estoy.»
«De todas formas, si no te gustan, no tienes que ponértelos. Puedes dejarlos en el cajón o regalarlos.»