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Puso en marcha el coche y condujo en silencio, mirando fijo al frente.

Quizá, sin querer, lo había ofendido. Volví a coger la ropa interior.

«¡Es verdaderamente preciosa! Estoy deseando ponérmela. ¿Qué es? ¿Seda?»

«Sí, seda.»

Por la ventana abierta entraba el aire caliente y perfumado de mayo. Quería ganar tiempo, reparar la ofensa.

«¿Por qué no vamos a tomar un helado?», dije.

Poco después, estábamos sentados al aire libre, en la heladería de un barrio residencial.

No tenía ganas de cosas frías y dulces, sino de algo fuerte, así que pedí un whisky.

«¿Estás segura?», me preguntó. Y por fin sonrió de nuevo.

Hacía muchos meses que no tomaba bebidas fuertes. No había cenado todavía y el estómago empezó a arderme desde los primeros sorbos. El vaso me parecía pequeño; así que, en cuanto lo acabé, pedí otro.

Franco cogió mi mano entre las suyas, tenía dedos alargados, fuertes y suaves, calientes. Acercó sus labios a mi oído, susurrando: «¿Tienes algo que olvidar?»

A nuestra espalda crecía un jazminero. Las flores se habían abierto y el olor era tan fuerte que daba náuseas. Frente a nosotros había un grupo de chicos en moto, alguno fumaba, otros lamían el helado sentados a horcajadas en los sillines.

Antes de hablar, la mirada se me perdió en un punto oscuro de la noche. Después abrí la boca y empecé: «Mi madre no era profesora de latín, sino puta. Murió atropellada junto a una hoguera en la circunvalación…»

Aquella noche debería haber sentido dentro de mí la ligereza que sigue a las grandes empresas. En el fondo, por primera vez en mi vida, me había librado de un peso. Incluso del peso. Tendría que haberme hundido en un sueño felizmente ininterrumpido. Por el contrario, en cuanto apagué la luz, la angustia empezó a devorarme. ¿Por qué había hablado? ¿Para sentirme más protegida? ¿O porque pensaba que estaría más protegida? ¿Por qué razón ahora me sentía amenazada?

Aunque no tenía el coraje de admitirlo, en algún lugar de mí, profundísimo, ya estaba surgiendo el arrepentimiento. ¿Cómo se me había ocurrido contar mi secreto? Aquel secreto era el motor de mi fuerza, la voluntad furiosa que me permitía no encariñarme con nadie y superar cualquier obstáculo. Ahora aquel secreto era algo conocido, lo sabía otra persona que podía ir por ahí contándoselo a todos. Quizá el mismo Franco ya había empezado a despreciarme. Al día siguiente, al encontrarme en la cocina, ni siquiera levantaría la vista para saludarme.

En el recuadro del tragaluz habían aparecido nubes pesadas y blanquecinas. Corrían veloces y en pocos minutos cubrieron la luna y las estrellas. Mañana llueve, pensé, y de repente comprendí. El amor es darse al otro sin posibilidad de defenderse.

VII

Faltaba menos de un mes para mi examen de selectividad. En la mesa discutíamos sobre lo que haría después. La señora Giulia y Franco no eran contrarios a que siguiera estudiando. Annalisa iba por la mañana al colegio y yo me quedaba completamente libre.

Con pesar había descartado la arquitectura porque no entendía las matemáticas. La indecisión era entre filología y filosofía.

La señora Giulia insistía en la primera hipótesis. «Si sabes lenguas», decía, «puedes trabajar en muchos campos diferentes y además puedes moverte, viajar».

Pero Franco era partidario de la filosofía. «Sería una verdadera lástima desperdiciar una cabeza como la tuya…» Según él, en las aulas de filosofía encontraría mi realización porque me gustaba especular sobre los máximos sistemas y lo sabía hacer con una falta de prejuicios que era raro encontrar en una persona tan joven.

A Franco le encantaba este aspecto de mi carácter. Para que me quisiera más, yo había aprendido a acentuarlo. Le pedía prestados libros de filosofía. En vez de estudiar, pasaba el tiempo leyéndolos y por la noche nos quedábamos levantados hasta tarde, discutiendo.

«Has tenido el gran privilegio», me dijo un día, «de crecer sin amor. Por eso, desde el principio, has podido ser libre. Miras las cosas y las ves como son. No tienes necesidad de construir extrañas teorías».

«El amor es una sustancia tóxica», solía repetir, «porque te envenena interiormente y siempre te empuja a hacer lo que no quieres. Pero las personas como tú son libres. Sabes arreglártelas, salir adelante. Conquistas cualquier cosa como un barco rompehielos».

«Pero tú te has casado», le rebatí un día.

Se echó a reír. «¡El amor y el matrimonio no son la misma cosa! Se casa uno por el dinero, por la sociedad, por necesidad biológica, no precisamente por amor. ¿Por qué crees que Giulia y yo estamos de acuerdo en tantas cosas? Porque aclaramos esto desde el principio. Nos teníamos simpatía y los dos deseábamos un hijo. Por lo demás somos completamente libres.»

Yo lo escuchaba y asentía. Asentía y escuchaba. No me cansaba nunca de hablar con él. Me sentía superior, lejana de todo, de todos, protegida por el afecto de aquel hombre mayor, de aquel casi padre que estaba a mi lado.

Hacia la mitad de junio, Annalisa y la señora Giulia se fueron una semana a la playa. La escuela había terminado.

El día de su partida, Franco me llevó a cenar a casa de un amigo suyo. Era un profesor de filosofía y quería que hablara con él para aclararme las ideas sobre el futuro. Me pareció una atención hacia mí.

Tenía la tarde libre, así que me preparé con calma. Me di una larga ducha fría y luego elegí con cuidado un vestido. Todavía no me había puesto la ropa interior de París y me pareció la mejor ocasión para hacerlo.

Antes de salir, Franco me invitó a un aperitivo en la terraza. El aire era tibio, cargado de los perfumes que anunciaban con antelación el verano. Sobre nuestras cabezas pasaban como flechas, cruzándose en el aire, decenas y decenas de pájaros-avión.

«Ya verás», me dijo, «Aldo es un tipo increíble. Te gustará. Nos conocemos desde niños».

Media hora después estábamos en casa de su amigo. También vivía en un ático, pero sin terraza.

La primera cosa que me impresionó fue su fealdad. Bajo, gordo y calvo, tenía aún en la cara los signos de un acné juvenil. Parecía uno de esos sapos que en invierno se adormilan bajo las piedras. Pero era simpático. Me estrechó la mano con calor diciendo: «¡Así que ésta es la famosa Rosa!», y luego siguió hablando con la velocidad de una ametralladora. «¿Con qué vino empezamos? ¿Con el blanco, con el tinto o quizá con un Aperol o un Campan? ¿Preferís que nos sentemos ya a la mesa o nos relajamos un poco en el salón?»

«Ésta es la noche de Rosa», dijo Franco. «Que decida ella.»

Intenté protestar débilmente: «No es mi fiesta.»

Aldo se echó a reír. Su risa era igual que su modo de hablar.

«En cierto sentido, sí. ¿No es una fiesta dejar el mundo de la adolescencia para hacerse mayor?»

«Dentro de unos meses serás una novata de filosofía», precisó Franco, «y todo cambiará».

«Entonces, vino blanco», dije y ya estábamos brindando.

«¡Por tus estudios!» dijeron, alzando las copas. «¡Por tu vida!»

Poco después nos sentamos a la mesa.

Aldo no estaba casado. La cena la había preparado la asistenta el día antes y él había comprado algo en la freiduría.

«Lamento ser un cocinero tan malo», dijo.

«No tiene ninguna importancia», respondí yo, como si fuese una vieja amiga. «Lo importante es estar juntos.»

El vino me había soltado la lengua. No me acuerdo de qué habíamos empezado a hablar, pero recuerdo una sensación precisa. Me sentía brillante, segura de mí misma. ¿Qué había sido de la Rosa que había vivido hasta entonces? ¿La Rosa insegura, opaca? ¿La Rosa con su invisible mochila de piedras sobre los hombros? Era como si una varita mágica hubiese borrado los dieciocho años precedentes.

Aquella noche, Rosa era una mujer joven, fascinante, capaz de entretener a dos hombres mayores que ella, y más inteligentes, sin aburrirlos en ningún momento. Rosa era una mina desconocida incluso para sí misma. Bastaba excavar un poco para encontrar un tesoro escondido.