Hacia el final de la cena Aldo me preguntó: «¿Qué estarías dispuesta a hacer por conseguir un buen dinerito?»
Me eché a reír. «Depende de cuánto.»
«Digamos mil millones.»
«Por mil millones haría cualquier cosa.»
«¿Incluso matar?»
Me quedé callada. Vi a mi tía, frente a mí, que me golpeaba con el atizador. En el fondo, matar también podía ser una forma de placer. ¿Qué daño le haría al mundo que alguien como mi tía desapareciera? Hasta mi tío se alegraría.
«Sí, incluso matar.»
En aquel momento sonó el teléfono, pero Aldo no fue a descolgarlo.
Ahora me interrogaba Franco.
«¿Y qué no harías por ninguna cantidad?»
Para ganar tiempo me limpié la boca con la servilleta, me bebí todo el vino del vaso, me volví a pasar la servilleta por los labios y luego dije: «No renunciaría a mis ideas. Las ideas no tienen precio.»
Franco y Aldo insistieron en quitar la mesa sin mi ayuda. «Si no, ¿qué fiesta en tu honor sería ésta?», dijeron. «Mientras, relájate un poco en el salón.»
Me dejé caer como un peso muerto en el diván. Las piernas apenas me sostenían. Oía las voces de mis amigos en la cocina. Estaban alegres, reían.
Sobre mí, en cambio, había caído una terrible tristeza. Me había venido a la cabeza el papagayo que vivía en el bar del pueblo de mis tíos. Era verde y estaba sobre un caballete, junto al televisor. Los borrachos eran su compañía habitual. Cuantas más preguntas le hacían, más fuerte gritaba. Todos se reían con sus ocurrencias y él, de alegría, batía las alas. Luego, cuando el bar cerraba, metía la cabeza bajo el ala y, completamente solo y trasquilado, se adormilaba a la luz del tubo de neón.
¿Qué tristeza era aquella tristeza? ¿La tristeza de la granja? ¿La tristeza del colegio? ¿La tristeza de la madre que ya no estaba en ningún sitio? ¿Era verdad que había desaparecido o existía todavía en algún sitio? Los ojos se me humedecían peligrosamente. Dejé caer la cabeza hacia atrás, como cuando te echas colirio, y me sorprendí al verme reflejada en el techo.
El techo era un espejo.
«¿Para qué sirve?», pregunté cuando volvieron.
«¡Para ver mejor el polvo!», respondió Franco.
Aldo reía. «No le hagas caso. El espejo me sirve para controlar que la gente no me robe las cosas. Tengo aquí muchos libros de valor y también objetos de pequeñas dimensiones. Cuando hay algo bello, a todos les atrae…»
Mientras hablaba, había cogido papel de fumar y había empezado a mezclar una cosa oscura con el tabaco sobre un gran libro ilustrado. Franco se sentó a mi lado, apoyando el brazo alrededor de mi cuello. Llevaba unos pantalones ligeros, su muslo se adhería perfectamente al mío.
«Una fiesta estupenda, ¿eh?»
«Magnífica», respondí, pero ya sólo tenía en la cabeza al papagayo. Él, por lo menos, se quedaba solo en cierto momento. ¿Qué había sido de la Rosa de hacía un instante? No conseguía encontrarla. Ahora sólo quedaba la Rosa que tenía ganas de llorar.
Cuando me pasaron el cigarrillo aspiré con avidez. Aldo se sentó a mi lado, en la otra parte. La cabeza empezó a darme vueltas vertiginosamente. Ya no querían salir las lágrimas, sino el vómito. Sentía cómo la cena se balanceaba entre el estómago y la garganta como si fuese una barquilla con mar gruesa.
¿De quién era aquella mano húmeda y blanda? ¿De quién era aquella voz? Parecía venir de muy lejos. ¿Qué decía? ¿Por qué sacaban a relucir a mi madre? Abrí la mano y me encontré un billete en la palma. Lo agarré fuerte como si fuera un picaporte al que agarrarme. ¿Estaba sentada o tendida? No estaba en condiciones de decirlo. Algo pesado me aplastaba, quería apartarlo pero no tenía fuerza en los brazos. Así que hice lo que se hace cuando se encuentra un oso. Me hice la muerta.
No hacía mucho, con Annalisa, había visto un documental sobre el adiestramiento de perros. Al principio, los perros corrían felices y desobedientes. Al final del curso, no les quedaba ninguna alegría, sólo vivían para responder a las órdenes. «¡Levántate! ¡Siéntate! ¡Túmbate! ¡Cógelo con la boca! ¡Déjalo! ¡Ahí! ¡Gira!» La voz del instructor era fuerte. Si la voz no bastaba, usaba el silbato. Si también el silbato era inútil, pasaba a la descarga eléctrica. Había un electrodo en el collar y el animal se revolvía, gritando de dolor.
VIII
Aquella noche y las noches siguientes tuve el mismo sueño. Estaba en una gran casa vacía, una casa llena de pasillos y habitaciones. Aunque hubiera por medio alguna herramienta de trabajo, ladrillos, un palustre, un pincel en un tarro de pintura, parecía abandonada desde hacía tiempo. Las tablas del suelo crujían y de las paredes y las jambas colgaban telarañas. ¿Por qué me encuentro aquí?, me pregunto, pero no sé la respuesta. Así que sigo adelante. Avanzo despacio, con cautela, tanteando sin cesar el terreno. No sé adónde dirigirme, pero está claro que voy buscando la salida. Y, exactamente al bajar las escaleras, oigo la voz de un niño. En vez de jugar o reír, está llorando. «¿Qué sucede?», grito en el vacío de la casa. «¡Que alguien lo busque! ¡Que alguien le ayude!» En ese instante me doy cuenta de que en algún sitio, dentro, ha estallado un incendio. Las paredes son de madera y el humo corre ya por los pasillos. La voz del niño es cada vez más desesperada. En lugar de ponerme a salvo, corro a buscarlo. Subo un piso, subo otro, llego a la mansarda y luego corro a la bodega. No hay decenas de puertas sino cientos y están todas cerradas. El llanto se desplaza de una a otra. Las llamas me siguen como una jauría de perros. Luego el llanto se hace más nítido, más preciso, entiendo que alguien le está haciendo daño al niño. Tengo ante mí tres puertas y una voz me dice: «Sólo podrás abrir una, elige pero hazlo rápido.» Me decido por la de la izquierda, alargo las manos para abrirla y sólo entonces me doy cuenta de que en vez de brazos tengo tentáculos. No los tentáculos fuertes del pulpo, sino los de la medusa, resbaladizos y blandos. Los lanzo igualmente hacia el picaporte, parecen espaguetis demasiado cocidos, se agarran un instante y enseguida resbalan, caen. En el pasillo el calor es casi insoportable, las medusas no soportan las altas temperaturas. Ya siento cómo ceden los tentáculos de las piernas. Moriré derretida, pienso, y en ese instante me doy cuenta de que hay un hombre sobre mí. ¿Me ha sacado él del agua? ¿O ha venido a ayudarme? Ahora estoy completamente en el suelo, el niño llora cada vez más fuerte. Quisiera taparme los oídos, pero no tengo oídos. Miro al hombre y veo que tiene dos ojos oscuros y en la mano un arpón. Lo levanta y lo lanza contra mí. Siento cómo me atraviesa la punta y me clava en el suelo. Un momento antes de morir, me doy cuenta de que la voz del niño era la mía.
Al día siguiente, me desperté en la casa vacía. Franco volvió a primeras horas de la tarde.
«¿Por qué tienes esa cara?», preguntó en cuanto me vio.
«Me duele la cabeza.»
«Es lo que pasa cuando se mezclan los vinos.»
Me dio una pastilla y, al rato, volvió a salir. Me quedé toda la tarde en casa. La señora Giulia llamó por teléfono.
«¿Hay algún problema?», dijo cuando oyó mi voz.
«Un terrible dolor de cabeza.»
«Será el estrés del examen.»
Después de la llamada, cogí el vodka del frigo y me lo bebí como si fuese agua. Me quedé en el diván frente al televisor hasta que reuní la fuerza para arrastrarme a la cama. Ya casi estaba en el duermevela cuando sentí la respiración de Franco. Sabía a vino y a ajo. Estaba sobre mí.
«No», dije en voz baja.
«¿Por qué no?»
«Estoy cansada.»
«Lo importante es que yo no esté cansado.»
¿Quién ha dicho que las estrellas sólo caen en las noches de agosto? Estando allí, con los ojos abiertos, vi una luminosísima que atravesaba el cielo. ¿Qué deseo?, me pregunté. Pero era demasiado tarde, la estrella había desaparecido ya.