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Miraba al cielo y no podía llorar. Miraba al cielo y no podía rezar.

No sé por qué, pero a los labios me vino una palabra. Una palabra que nunca había pronunciado. Perdón.

Una noche tuve un sueño. En mi vientre ya no había una araña sino un pequeño punto de luz. En vez de estar quieto, giraba sobre sí mismo lanzando sus rayos en la oscuridad. Yo nunca había visto una luz tan clara, tan intensa y transparente.

A la mañana siguiente me desperté con un ruido extraño en los oídos. Mientras me duchaba, pensé que sería la tensión baja. Por la tarde el ruido continuaba. No era el usual zumbido, más bien se parecía al ruido del mar: ese que se oye en una caracola o cuando rompen las olas en la playa.

Sólo faltaban dos días para la cita en la clínica. ¿Qué debía hacer con ese niño que yo no había deseado? ¿Cómo iba a aceptar a uno con la cara de Aldo o con la cara de Franco? Lo odiaría, intentaría destruirlo desde el primer día. En vez de leche, le daría de beber veneno.

Quizá mi madre había experimentado conmigo los mismos sentimientos, había pensado en tirarme al váter y no lo había hecho. Ahora era yo la que lamentaba el rechazo de ese gesto. Mi vida era una total equivocación. Mejor, mucho mejor sería no haber nacido.

La mañana de la intervención, Franco me dio dinero para el taxi. Debía tener también para la vuelta. La clínica estaba casi en las afueras. Salí con mucho anticipo para llegar puntual. El autobús me dejó en mi destino una hora antes de lo previsto.

No tenía ganas de entrar, así que di un paseo por las calles de los alrededores. Había algunas casas de reciente construcción, campos incultos, cuatro o cinco cobertizos y, entre los cobertizos, casi aplastada, una iglesita. Debía de haber sido construida cuando la ciudad aún quedaba lejos. El aire ya era caliente. La puerta estaba entreabierta. Pensé en el fresco, así que la empujé y entré. Era pequeña y no precisamente bonita, con el suelo de baldosas como la consulta de un dentista. Sobre el altar reinaba un feo crucifijo. No parecía un Cristo muerto sino un Cristo en plena agonía. Se retorcía, descompuesto, como si aún el dolor le devorara los huesos. Pero las flores de los dos jarrones a sus pies ya estaban muertas. Se inclinaban, marchitas, sobre el agua sucia.

A la derecha del altar había una estatua de la Virgen. Tenía una corona de lucecitas en la cabeza, como las góndolas, y el largo manto azul y blanco. Tenía los brazos abiertos como si esperara acoger a alguien. Estaba descalza, pero esto no le impedía aplastar con el pie desnudo la cabeza de una serpiente.

Ante ella temblaban dos velas encendidas.

Estaban a punto de apagarse, pensé, y en ese instante, por una vidriera rota, irrumpieron los gorriones. Gorjeaban con fuerza, persiguiéndose en el aire como si estuvieran jugando. Volaron aquí y allí con gran estruendo. Luego, se posaron sobre los dos brazos de la cruz.

No eran compañeros de juego, sino una madre con sus pequeños. Ahora los pequeños piaban y batían las alas y la madre los alimentaba, hundiendo el pico en sus pequeñas gargantas abiertas de par en par. Ellos pedían y ella les daba. Los alimentaba aunque ya fueran grandes, aunque ya pudieran volar solos.

La Virgen, con su sonrisa apacible, seguía mirándome. En mitad de las mejillas tenía dos círculos apenas un poco más rojos.

Levanté los ojos hacia ella y le dije: «¿No deberías ser Tú la madre de todos nosotros?»

Entonces alargué la mano para tocarle el pie que aplastaba la serpiente. Pensaba que estaría frío, pero estaba tibio.

Media hora después estaba sobre la camilla de la clínica. El médico amigo de Franco untaba el gel para la ecografía. El ruido del mar aún no me había abandonado. Tunf, sfluc, tunf, sfluc, tunf, sfluc.

«Doctor», pregunté, «¿es posible que sienta ya el corazón de mi hijo?»

El médico se echó a reír. «¡Qué imaginación!» Me señaló un punto en la pantalla. «Eso que llamas tu hijo, ahora mismo no es muy diferente de un esputo.» Luego añadió: «Vístete y siéntate en la sala de al lado. Procederemos dentro de media hora.»

Me vestí y empecé a esperar. De pronto, sentada, sentí el olor de mi madre. El olor de su piel y del agua de colonia. Ese olor que yo llevaba años sin sentir. El olor de la lluvia de besos. Miré a mi alrededor. En la sala no había nadie, las ventanas estaban cerradas. Entonces comprendí e hice lo único que podía hacer. Me levanté y me fui.

Cerca de la parada del autobús, había una cabina de teléfonos. Llamé a Franco. Estaba en el estudio.

«¿Cómo estás?», me preguntó.

«Estoy bien porque he decidido tenerlo.»

«¿Te has vuelto loca?»

«A lo mejor.»

«¿Quieres traer al mundo otro pobre infeliz?»

«A lo mejor.»

Siguió un largo silencio, luego dijo:

«Jamás me hubiera esperado de ti un comportamiento tan estúpido. Pero, en fin, tú eres libre de arruinarte la vida. Habría que ver si me la quiero arruinar yo también.»

La barriga todavía no se notaba, pero le faltaba poco. ¿Qué haría yo entonces?

Pensaba en esto, unos días después, cuando, al entrar en la cocina, me encontré a los dos, frente a mí, con la cara inmóvil, lívida.

«¿Qué ha pasado?», pregunté con un hilo de voz, preparada para lo peor.

La voz de Giulia temblaba.

«¿Cómo has podido hacerme esto?»

Bajé la mirada. ¿Así se vengaba él?

«Es verdad, debería haberlo dicho antes.»

«¿Decirme qué? ¿Que eres una ladrona? ¡Y yo que te he tratado como a una hija! Hace días que busco mi anillo de la esmeralda y ¿dónde lo encuentro? ¡En el fondo de uno de tus cajones! ¡Quién sabe cuántas cosas habrás hecho desaparecer en estos meses!»

«Hemos cometido el error de fiarnos», añadió Franco con una mirada opaca. «Pero cuando la raíz está podrida, antes o después se pudre la planta. Te hemos querido, de todas formas. Por eso no llamaremos a la policía. Pero debo pedirte que dejes la casa antes de mañana por la mañana. Y, obviamente, que devuelvas todo lo que no te pertenece.»

La enésima noche en blanco. En vez de descansar, pasé el tiempo pensando en la mejor manera de vengarme. La ausencia de luz favorece los pensamientos más tremendos.

Me hubiera gustado coger a su hija y ahogarla con una almohada, arrojarla a un canal, ver su pelo dorado fluctuar bajo el agua como trapos viejos. Me hubiera gustado coger una lata de gasolina y vaciarla sobre el parqué y los muebles de madera y lanzar luego una cerilla y dejarlo morir como mueren las mujeres indias, sobre la pira del marido. Me hubiera gustado estropear los frenos de su coche y verlo estrellarse contra un muro. Me hubiera gustado escupirle a la cara y clavarle un cuchillo en el vientre. Me hubiera gustado abrirlo de la cabeza al vientre como un atún, extrayendo las vísceras calientes con mis manos. Me hubiera gustado darle a beber una pócima mortal, un veneno lentísimo, que produjese una agonía insoportable.

Luego pensé que la muerte, en el fondo, era un don, que sería mucho mejor obligarlo a vivir en la humillación y el tormento. Podría caerse por las escaleras y romperse la espina dorsal, quedar en una cama para siempre, con el respirador tapándole la boca. O podría hundirse una casa de las que había construido. El hundimiento provocaría un montón de muertos y él iría a la cárcel y lo perdería todo. Cuando saliera, la mujer no estaría esperándolo, la hija, ya adulta, fingiría no conocerlo. Y él acabaría en la calle, rondando por los comedores de los vagabundos con bolsas de plástico en la mano.

También habría podido decirle a su mujer que no había robado nada en su casa. Yo odiaba, sí, pero mi odio no tenía ningún nexo con la codicia. Habría podido contarle con pelos y señales todo lo que ocultaba la historia del robo. Habría podido revelarle lo que hacía su marido cuando se quedaba a trabajar hasta tarde en el estudio. Habría podido decirle que el hijo que me crecía dentro probablemente era el hermano o la hermana de Annalisa y que, por lo tanto, estábamos a punto de ser parientes.