Habría podido decírselo, pero ella hubiera podido no creerme. Es más, con toda seguridad no me hubiera creído, porque yo sólo era alguien sin familia, la hija de la prostituta que robaba y empinaba el codo, mientras que el hombre acusado era su marido. El hombre que la mantenía en el bienestar y con el que había traído al mundo una hija que era la luz de sus ojos. Callar era menos grave que no ser creída.
Poco antes del alba cogí mi bolsa del armario y metí las pocas cosas con las que llegué.
Antes de salir dejé una nota en el bolso de la señora Giulia. Decía: «Algún día comprenderá. Perdóneme», y, debajo, mi nombre.
Era a primeros de agosto y la ciudad estaba desierta. Un vehículo del servicio municipal de limpieza pasaba lentamente por la calle y regaba las aceras. Los pájaros-avión chillaban a decenas entre los tejados de las casas. Un gato con un collar rojo atravesó la calle. Yo no sabía adónde ir, así que acabé en el parque. Era el lugar más fresco que conocía. Había algunos ancianos que paseaban al perro, muchachos que aprovechaban la temperatura suave para hacer jogging.
Me senté en un banco apartado. A poca distancia, sobre una fuentecilla de hierro colado, se posaban las palomas. Alargaban el cuello, por turno, hacia el chorro de agua. Veía cómo se llenaba el buche y cómo descendía el agua por la garganta.
Más allá, una vieja con los pies envueltos en dos bolsas de plástico examinaba el contenido de una papelera. Olía las cosas y luego las tiraba. Tenía un rostro sereno, casi divertido. Quizá algún día fue una persona importante, había tenido hijos y los hombres se habían enamorado de ella.
Me había preguntado siempre qué es el amor, pero nunca qué es la vida. Venimos al mundo y somos el himno mismo de la precariedad. Basta un virus un poco arrogante, un golpe ligero en la nuca para que nos deslicemos a la otra parte.
Somos un himno a la precariedad y una invitación al mal, a hacérnoslo mutuamente los unos a los otros. Una invitación que hemos aceptado desde el primer día de la creación. La hemos aceptado por obediencia, por pasión, por pereza, por distracción. Te mato para vivir. Te mato para poseer. Te mato para librarme de ti. Te mato porque amo el poder. Te mato porque no vales nada. Te mato porque quiero vengarme. Te mato porque matar me da placer. Te mato porque me molestas. Te mato porque me recuerdas que a mí también me pueden matar.
Todo en el mundo tiene su contrario. El Norte y el Sur. Lo alto y lo bajo. El frío y el calor. El macho y la hembra. La luz y la oscuridad. El bien y el mal. Pero entonces, si es así verdaderamente, ¿por qué es posible decir: «Te mato» y no es posible decir: «Te devuelvo la vida»? La vida nació antes que el hombre y ningún hombre es capaz, con su sola voluntad, de crear la vida. «¡Muere!», podemos gritar, pero no: «¡Vive!». ¿Por qué? ¿Qué se esconde en este misterio?
Mientras pensaba estas cosas, se me acercó un perro. Parecía viejo, tenía mechones de pelo blanco, el vientre hinchado por la desnutrición, la mirada cubierta por un velo opaco. Con fatiga se sentó a mi lado. Tenía la boca abierta y respiraba ruidosamente.
«No tengo comida», le dije, pero no se movió.
El sol empezaba a pegar, así que me puse bajo un gran castaño de Indias. La copa daba una sombra agradable, bajo sus hojas zumbaban decenas de insectos.
El perro me siguió. No había banco y me senté en la tierra. El perro se tendió a mi lado. Su respiración parecía un fuelle.
«¿Quieres una caricia?», le pregunté, poniéndole la mano en la cabeza. Entrecerró los ojos con una expresión que parecía de felicidad.
El cielo sobre nosotros era azul como el fondo de una taza de esmalte. Ya no había pájaros-avión sino sólo alguna paloma que volaba fatigosamente. Más arriba, el vientre plateado de un avión brillaba como un arenque. Luego desapareció, dejando tras de sí una franja blanca, larga y precisa como un camino en el campo.
¿Hay senderos en el cielo?, me pregunté entonces. Y ¿adónde llevan? Y ¿quién los traza?
En ese momento el perro me dio la pata.
«¿Nos guía Alguien o estamos solos?», le pregunté.
Tenía los ojos entornados, le colgaba la lengua. Parecía sonreír.
«Respóndeme.»
EL INFIERNO NO EXISTE
I
He vuelto a la casa de mis padres, esa casa que durante tanto tiempo tú detestaste. Me ha costado abrir la puerta, había óxido en el cilindro de la cerradura y la madera se había hinchado por las muchas lluvias.
Cuando por fin cedió, tuve la impresión de encontrarme en un museo. O en una cripta mortuoria. Cada cosa estaba en su sitio. El aire era frío y húmedo, con esa fría humedad que preserva del insulto del tiempo a las cosas que no viven ya. Sobre la mesa, en la cocina, estaba todavía el mantel. Encima, una jarra y un vaso. En la chimenea quedaban cenizas. En el brazo del sillón estaban las gruesas gafas de mi madre, junto a un ovillo de lana atravesado por dos agujas. Coronaba el televisor la foto de nuestra boda. Salíamos de la iglesia cogidos del brazo, tú de chaqué, yo con un largo vestido blanco. En ese momento, alguien debía de haber lanzado arroz, porque tú sonreías y yo también. Pero sonreía con los ojos cerrados.
Fue mi madre la que eligió esa foto. Había otras mucho más bonitas. Se las ensené varias veces, pero ella se encabezonó. «Quiero ésta», decía, señalándonos con el dedo deformado por la artrosis. Yo insistía. «¿No es mejor ésta? ¿O ésta?» «No, no, quiero ésta.» «Pero ¿por qué precisamente ésta?» «Porque en ésta eres exactamente tú.» Con la manga le quité el polvo a la foto. En los ángulos del marco las arañas habían comenzado a tejer su tela.
Entonces me preguntaba qué hacía a aquella foto tan distinta de las otras. Me lo preguntaba, y no sabía responder. En el silencio innatural de la casa, ahora lo sabía. Era yo, con los ojos cerrados. A pesar de no ver, bajaba la escalinata lo mismo, confiándome a tu brazo. No tenía dudas sobre la seguridad con que me guiabas.
«Sólo ves lo que quieres ver», me había dicho mi padre poco antes de morir. Era la hora del crepúsculo y estaba ante el establo. Dos meses después murió. Una noche el perro volvió solo. Al alba del día siguiente, lo encontraron echado sobre el musgo. Algún animal había comenzado a roerle las orejas.
Era a primeros de septiembre. Nosotros navegábamos a vela hacia la Costa Esmeralda. «Ha muerto tu padre», me dijiste, emergiendo de debajo de cubierta. «El funeral será mañana o pasado. No te da tiempo a llegar.»
Mi madre, por su parte, murió mientras estábamos en Singapur, en uno de tus viajes de negocios. En el pueblo nadie sabía dónde estaba yo, así que nadie pudo avisarme. Me enteré a la vuelta.
Cuando estuve en el cementerio, sobre la tierra removida ya había crecido la hierba. Era mayo y las zanjas todavía estaban llenas de nieve. Los arroyos saltaban de una piedra a otra, hinchados de agua. Las ramas de los alerces estaban ya cubiertas de tiernas agujas verde claro. El mismo verde luminoso de los prados. Aquella vez no pude experimentar grandes sentimientos. Quizá todavía estaba anestesiada por tu presencia. Más que vivir, me miraba vivir.
Después, por suerte, también moriste tú.
La mañana en que te encontré tendido en el suelo del cuarto de baño, no fue muy distinto de ver un insecto.
Cuando todavía éramos novios, me hiciste leer La metamorfosis de Kafka. Era un cuento que te entusiasmaba. «Aquí», repetías siempre, «está toda la esencia del hombre moderno». Para complacerte, fingí que también me entusiasmaba a mí. «Me da escalofríos», te dije. Era sólo una mentira parcial, porque sentía de verdad escalofríos. Pero eran escalofríos de repugnancia.