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En el momento en que te vi en el suelo, desnudo, con las piernas abiertas, cuando vi la blandura fondona de los años transformarse en rigidez, me volvió a la mente el mismísimo Gregorio Samsa. No te toqué, pero estoy segura de que, si lo hubiese hecho, bajo mi pie habría sentido, no la carne, sino el caparazón quitinoso de un escarabajo.

La semana siguiente fue la más dura. Tuve que llevar puesto el rostro abatido de la viuda. Habías sido un hombre importante y todos querían manifestarme su dolor. Cuando no soportaba más aquellas frases de circunstancia, me iba al cuarto de baño y ¿sabes qué hacía? Me echaba a reír. Reía hasta las lágrimas, reía con la alegre ordinariez de la adolescencia. Reía como alguien a quien le hubiera tocado la lotería y no pudiera decírselo a nadie.

En las páginas locales te dedicaron un artículo de dos columnas. «Deja mujer e hija», escribieron hacia el final. Del otro hijo, ni el menor indicio. Cuando uno muere, todo lo que queda detrás se vuelve bueno. ¿No es éste el último insulto para el que debe seguir adelante, arrastrando el peso de la memoria?

Acabada la farsa, sólo pensaba en una cosa: en lo feliz que sería mi vida de viuda. Me habías dejado una buena cuenta corriente y la curiosidad y las aficiones de mi juventud aún estaban intactas. Me gustaría viajar y aprender idiomas, me inscribiría en un curso de pintura a la acuarela, en un club literario. No aguantaría más imposiciones. Debía ganar tiempo para estar segura de morir con el rostro sereno de quien no tiene añoranzas.

¿Cómo pude ser tan ingenua? El mal tiene muchas caras y se desliza por todas partes con habilidad mimética. Parece morir, pero renace siempre. Tu corazón había cedido, pero tu espíritu seguía vivo. Espíritu de venganza, espíritu de destrucción, espíritu de odio por cualquier cosa capaz de huir de tu régimen de humillación.

A los cincuenta y cinco años ya no cabe la ilusión de que sólo hay vida por delante, de que se puede disfrutar de ella como si se acabara de nacer. Hubo un antes, y ese antes indica la dirección de los días por venir.

Al coger la lana y las agujas de mi madre, sus gruesas gafas de vieja cubiertas de polvo, comprendí una cosa. Los ejércitos en fuga suelen destruir los puentes. Tú, con mi vida, hiciste lo mismo. Con obsesiva meticulosidad destruiste todo lo que tenía a mis espaldas. Luego, para evitar que un día pudiese volver a levantar la cabeza, minaste también todo lo que tenía delante.

Esta casa abandonada y yo somos ahora la misma cosa. La humedad ha devorado las paredes. Si llueve, el agua se filtra por muchos puntos. Los pájaros carpinteros han dejado los postigos como un colador, mientras los ratones han roído todo lo que era posible roer: los cables de la electricidad y las reservas de velas, la Biblia sobre el comodín y el par de viejas revistas para encender el fuego, las bayetas y las fundas de los cojines ordenadamente guardadas en el arquibanco de la entrada.

La primera noche me vino el desconsuelo. Daba vueltas por las habitaciones con una vela en la mano y el abrigo puesto. Todo estaba en tal estado de degradación que me parecía imposible remediarlo en pocos días y sólo con mis fuerzas. Para afrontar las primeras noches, me traje un saco de dormir que había sido de los niños. Fui al dormitorio de mis padres, pero no tuve el coraje de acostarme en su cama. A mamá la encontraron allí, tendida de bruces en el suelo, un brazo adelante y otro atrás, como si estuviera nadando.

«¿Ha muerto de repente?», pregunté al médico de la zona.

«¿Quién podría decirlo?», me respondió encogiéndose de hombros. «Podría tranquilizarla diciendo: sí, perdió el conocimiento en tres minutos, pero ¿qué sentido tendría? El tiempo de los moribundos es muy distinto del nuestro. Lo que para nosotros es un momento, para ellos es la eternidad.»

Ahora que estoy sola en la casa, es exactamente esa eternidad lo que me da miedo. Si no murió de repente, ¿qué pensaría en los últimos instantes? Quizá intentara alcanzar el teléfono, y por eso tendía el brazo hacia adelante. Quizá pensó llamarme y no pudo. O quizá se dio cuenta de que sería perfectamente inútil.

¿Cuándo vine a verla la última vez? Se había quedado viuda hacía poco, dos años. ¿Cuánto distaba su casa de la nuestra? Tres horas y media en coche, cuatro, si había tráfico.

Mientras los niños fueron pequeños, los traje por lo menos un mes cada verano y un par de semanas durante el invierno. Todavía existía el viejo trineo que construyó el abuelo, nos montábamos todos para ir a hacer la compra. Al frenar, la nieve nos daba en la cara y nos transformaba a todos en monigotes.

Después los niños crecieron, Laura empezó a querer ser como todos, las vacaciones en la nieve con los abuelos ya no le bastaban. Quería cursos de esquí, y el telesilla, salir a las discotecas. Michele no, Michele siempre fue distinto. Adoraba la casa de la montaña. Ya de muy pequeño, con su testarudez, seguía al abuelo a todas partes. Cuando tenía cinco años, mi padre le hizo una flauta con una caña. De repente, de los sitios más impensables, oía surgir aquellas notas. Eran pesadísimas, pero a Michele debían parecerle maravillosas, las repetía sin cesar. A veces lo descubría sentado en una bala de heno o bajo el arco de la escalera. Tenía fruncidas las cejas como si estuviera pensando en algo muy serio.

A ti nunca te gustaron sus ojos.

«No son azules», decías, «y tampoco verdes. Son unos ojos color confusión».

Te irritaban las pestañas y las cejas, demasiado oscuras, demasiado marcadas. «Parecen pintadas», decías, señalando hacia él como si fuera un animal a la venta en la plaza pública.

Cuando tenía siete u ocho años le repetías continuamente: «Me recuerdas a Bambi, esa nena.»

Cuando luego, en la adolescencia, su cuerpo se alargó y perdió la gracia, tu estribillo preferido era: «Con esa pinta, pareces una puta.»

Poco antes de venirme aquí, oí decir a un cura en la televisión que el infierno no existe. Yo estaba haciendo no sé qué y no presté mucha atención pero, un par de días después, en un importante periódico, leí la misma afirmación.

El infierno no existe, decía el artículo, corroborado por la tesis de un teólogo muy conocido. O, si existe, está vacío. Yo estaba sola en casa y me puse a recorrer las habitaciones, golpeando a diestro y siniestro con el periódico. «¡Canallas! ¡Mentirosos!», gritaba. «Entonces, ¿Hitler dónde está? ¿Y Stalin? ¿Tocan el arpa en el más alto de los cielos? ¿O peinan los tirabuzones de los querubines? Si el infierno está vacío, por lo menos quiero ir yo. ¡Estar allí en lo hondo, en paz, entre el calor de las llamas, completamente sola como en un gran hotel fuera de temporada!»

Cuando me calmé, pensé, sí, están rebañando lo que queda en el plato. Nadie los escucha, nadie los sigue ya. Para ser populares han traspasado el último límite. Haced lo que os parezca, cualquier maldad, al final el banquete será democrático. Alegría, amor y eternidad para todos. Sentados juntos el médico misionero y el violador de niños. ¡Menudo festín!

Si el infierno no existe, nada existe. Y no sólo existe, sino que debe estar completamente separado de los espacios superiores. Debe haber alambradas y llamas y pináculos de vidrio astillado y compartimientos estancos y ausencia de atmósfera y presión y la poza de un agujero negro que se traga a todos los que intentan salir. Mi madre y mi padre jamás podrían estar contigo, ni siquiera deberían imaginar que existes todavía en algún lugar del universo. Por eso es necesario que, entre lo alto y lo bajo, se levanten todas esas barreras.

La primera noche dormí en mi cama de soltera, en el pequeño cuarto bajo el tejado. Más que dormí, esperé el alba en posición horizontal. No perdí la consciencia ni un instante. La casa estaba llena de vida. Reconocía algunos ruidos, los pasos de los ratones sobre el suelo, los de las comadrejas y las garduñas que, para buscar sus nidos, derribaban las tejas del tejado, la madera de los muebles que se hinchaba y deshinchaba, produciendo pequeños chasquidos, crujidos de asentamiento. En mitad de la noche empezó a soplar el viento. Era la tramontana golpeando la cara norte de la casa. De fuera llegaba el tintineo de una anilla de metal, como de jarcias contra el mástil de un velero. Oí abrirse de golpe la ventana de la cocina. No bajé, pero vi cómo la ráfaga entraba y arrollaba las cosas. El ovillo rodó de la silla y, por la habitación, empezaron a volar las hojas de periódico destinadas al fuego. Volaba la cortina bajo el fregadero y se tambaleaba la góndola souvenir sobre la repisa junto al reloj. Todo, de repente, tenía vida propia. La foto de la abuela en la cómoda y su voz que decía: «El que muere solo, se queda aquí abajo, a buscar compañía. Da vueltas sin parar como un animal enjaulado.»