Cuando la ráfaga acabó, me pareció oír pasos. ¿De quién eran? Parecían zapatillas en los pies de una persona anciana.
II
El hotel donde nos conocimos ya no existe. Los antiguos propietarios han muerto, sólo tenían un sobrino en Australia que nunca se preocupó de explotarlo. Todavía está el rótulo, o, mejor, una parte. Al…chio…rpone sigue escrito en la esquina de la calle principal. Al Vecchio Scarpone.
Habías ido para acompañar a una hermana tuya, convaleciente de una enfermedad pulmonar. Os quedasteis todo el verano y te aburrías mortalmente. De vez en cuando, con el correo de las once, te llegaban paquetes. Contenían libros. Cuando llovía, pasabas el tiempo en la habitación, leyendo. Cuando hacía buen tiempo, hacías lo mismo al aire libre, sentado en un banco o tumbado en la hierba.
A la fuerza tenía que fijarme en ti. Yo cursaba el último año de magisterio. En verano, para ganar algún dinero, echaba una mano en el hotel. Me parecías distinto a todos los chicos que conocía. En la verbena del 15 de agosto, había bailado con un cabo de los alpinos, pero no pasó nada dentro de mí. Del único varón de nuestra clase nos reíamos todas las chicas. Pero, cuando encontraba tu mirada, me ponía colorada sin motivo.
Estaba convencida de que nunca advertirías mi existencia. Entonces, una noche, cuando pasaba frente al columpio chirriante, me invitaste a sentarme. Me hablaste mucho y de muchas cosas, como una persona que se siente muy sola. No podía seguirte en todo. Más que conversaciones, las tuyas eran elucubraciones filosóficas, mi preparación de aspirante a maestra no me permitía acompañarte.
En el primer encuentro, te agradecí la atención. En el tercero, la gratitud se transformó en orgullo. Me hablabas siempre de usted, como si yo fuera una persona importante.
Una semana después, apartándome el pelo del hombro, murmuraste: «Ojos azules y pelo negro, labios rojos y piel blanca como la nieve que acaba de caer. ¿Nadie le ha dicho nunca que es preciosa?»
No, nadie me lo había dicho.
Como nadie me había dicho la frase que usaste como despedida.
«¿Se va a pasar la vida aquí enseñándoles a cuatro niños con bocio?»
En vez de responder, balbuceé algo confuso.
«¿Nunca ha pensado que puede obtener mucho más de la vida?»
«¿Más? ¿Qué?»
Habías subido el último peldaño, las puertas automáticas estaban a punto de cerrarse.
«¡Todo! ¡Si usted quisiera, podría tenerlo todo!»
Al verano siguiente, volviste por un par de semanas y sin tu hermana. Dimos largos paseos cogidos de la mano. Buscábamos siempre lugares solitarios y románticos, lejos de miradas indiscretas. Nos sentábamos bajo el gran sauce que había junto al torrente o en lo más hondo del bosque de alerces, en el claro. Allí, en vez de intentar besarme como hacían los otros, te sacabas del bolsillo un libro y me leías alguna poesía.
A tu lado, había aprendido a sentirme diferente. Había aprendido a comprender mejor, a razonar más profundamente. Te estaba agradecida por haberme concedido la osadía de tu inteligencia.
Aquella osadía, por fin, también me había vuelto inquieta a mí. Ya no me bastaba mi vida de siempre. La que se abría ante mí, en el valle, ahora me parecía una variante de la cadena perpetua.
En septiembre de ese año nos hicimos novios y en septiembre del año siguiente nos casamos.
A mi padre no le gustabas. Mi madre, en cambio, se esforzaba en defenderte. «¿Qué mal te ha hecho el pobre muchacho? ¡No te cae simpático sólo porque viene de la ciudad!» Entonces papá encorvaba los hombros. «No es eso», decía, y seguía tallando nerviosamente un trozo de madera. «¿Entonces?», insistía mamá. «No lo sé», refunfuñaba, «no me gusta», y se hacía aún más pequeño.
El día de nuestra boda yo ya había aprendido a avergonzarme de ellos. El refrigerio fue servido en el jardín de la villa de tus padres. Grandes pabellones protegían las mesas suntuosamente servidas. Los camareros iban y venían con bandejas y guantes blancos. Por allí, perdidos, vagaban mi padre y mi madre: parecían comparsas que se habían equivocado de película.
Al cortar la tarta, mi padre alzó la mano como para pedir un poco de silencio. En vez de pronunciar un discurso, se sacó del bolsillo su vieja armónica y empezó a tocar una canción tristísima. En ese instante, sentí que mi odio hacia él se convertía en una verdadera fuerza física. «Papá, ¡basta!», le bisbiseé después de unos minutos de tormento. Pero no me escuchó, continuó durante un espacio de tiempo que me pareció infinito.
En la sala, unos suspiraban, otros aguantaban con dificultad la risa. La risa que luego estalló fragorosa cuando llegaron los perros de caza de tu padre y, aullando, empezaron a hacerle el acompañamiento.
Viaje de novios a Viena, cena con un violinista zíngaro que tocaba sólo para nosotros, el dormitorio. Durante el noviazgo, únicamente nos habíamos dado un beso, rozándonos apenas los labios. Tu delicadeza me había conmovido.
Cerraste la puerta de la habitación y me cogiste con fuerza por las muñecas. Tus pupilas estaban inmóviles, parecían un pozo profundo que no se abría desde hacía años.
«¿Sabes lo que es el matrimonio?», me preguntaste, apretando con más fuerza.
«Quererse», quería decir, pero murmuré: «Suelta, me haces daño.»
«El matrimonio es un contrato. Ahora, y para siempre, serás una cosa mía.»
¿Quién era el hombre con el que me había casado?
III
He abierto la ventana para que se vaya la humedad. En el trastero, detrás del establo, había mucha leña cortada. La cesta todavía era sólida, la he llenado y he dado un par de viajes.
En el pueblo sólo quedan los viejos. Algunos me han saludado, otros han fingido no verme.
La iglesia lleva años abandonada. Sólo el 15 de agosto viene un cura, la abre y celebra el día de la Ascensión y luego se va en su utilitario antes de que la humedad le cale los huesos.
El cementerio empieza a ser invadido por los hierbajos, los padres mueren y los hijos están en la ciudad o incluso en el extranjero. Una visita en noviembre es suficiente para la conciencia, pero no para limitar el vigor de la vegetación.
Luigi fue mi compañero de pupitre en la clase única de los alumnos de elemental. Cuando ya llevábamos años casados, me lo encontré en la ciudad, detrás de la ventanilla de una oficina de correos próxima a casa. Era el mes de mayo. Para contarnos un poco cómo iban las cosas fuimos a tomar café.
Desde el coche, nos viste sentados juntos.
En las noches siguientes, no me dejaste dormir. «¿Quién era? A mí nunca me has sonreído así», gritabas una y otra vez, estrellando contra el suelo cualquier cosa que te cayera en las manos. Luego te encerrabas con llave en el salón y te ensordecías con tu música de Mahler.
Yo ya esperaba a Michele, pero tú no lo sabías todavía.
Con los años había aprendido a conocerte. Me había vuelto hábil como un meteorólogo que sabe prever los tifones. Yo podía prever casi siempre cuándo y cómo se desencadenarían. Normalmente, tomaba todo tipo de precauciones para evitar el impacto más violento.