Una noche, poco antes de dormirme, tuve la certeza de ver una sombra que atravesaba el espacio que hay entre el cuarto de baño y la cama, como durante tantos años hiciste tú. Al día siguiente me fui a dormir a casa de una amiga.
«No lo quieren ni en el infierno», le dije, con un whisky en la mano.
Ya no necesitaba defenderme. Tú ya no estabas.
Lentamente me volvió el deseo de comprender. Ante mis ojos pasaban cuarenta años de tu vida, cuarenta años de los que yo conocía, o creía conocer, cada pliegue, cada respiro. En todos esos años siempre habías conseguido sorprenderme con tu habilidad para mistificar, tu constante capacidad de ser despiadado, falso, de no experimentar otro sentimiento que no fuera el placer de humillar, el gusto de destruir la intimidad más profunda de las personas. Más que un ser humano, parecías una divinidad destructiva, Shiva o una medusa de tentáculos irrefrenables. Derramabas veneno alrededor, y tinta. Veneno, para matar. Tinta, para borrar las huellas. Para disfrutar en secreto de la desesperación que sembrabas tras de ti.
Eras un hombre de éxito. Llevabas la empresa heredada de tu padre como pocos hubieran sabido hacerlo. Tus empleados te apreciaban, para los colaboradores más próximos eras un mito. A veces incluso debía defenderme de la envidia de otras mujeres; hubieran hecho cualquier cosa por tener un marido como tú. Nunca traicionaste las apariencias. En el almuerzo firmabas un importante contrato con tus socios americanos; a la hora de la cena, si no corría a abrirte la puerta, gritabas: «¿Dónde está la zorra del monte?»
En mi cumpleaños, el último que celebramos juntos, me regalaste un colgante con una gran perla negra.
«Ya casi somos viejos», dijiste. Y, levantando la copa, quisiste brindar. «Por tu muerte, que espero más atroz que la mía.»
Todavía no lo sabía, pero tu aguijón ya había picado, inoculando en mi cuerpo el veneno del que querías liberarte.
A los cuatro, cinco años, Michele era un niño como todos. Los tests de desarrollo no registraban ni un solo día de retraso con respecto a su edad. Los únicos signos que había dejado el sufrimiento al nacer eran la gracilidad del físico y una cierta disposición a la quietud y el silencio. Quizá la drástica respuesta de los médicos obedecía a una sugerencia tuya.
Cuanto más sutilmente lo detestabas, más, a aquella edad, te adoraba él. El amor que no se recibe es el que más se desea. De noche, a la hora a la que solías volver, se ponía a esperarte de pie, junto a la puerta. Que llegaras diez minutos o una hora después, no le importaba: no se movía de allí. Las veces que cenabas fuera, yo debía usar toda mi diplomacia para conseguir que abandonara su inútil espera.
Un día se empeñó en que le comprara una pequeña corbata. Ya hacía tiempo que no se llevaban las corbatas para los niños y me costó encontrarla. Por fin, apareció en el cajón de una vieja mercería. Era azul, con líneas transversales rojas. Una goma blanca servía para sujetarla al cuello. Los ojos de Michele brillaban de felicidad. En casa, vestido como un hombrecito, inmóvil ante el espejo, se miraba y me preguntaba: «¿Cuántos botones tiene papá en la chaqueta, uno solo o tres?»
Quería ser exactamente igual en todo al objeto de su amor. Hasta entonces yo había conseguido proteger su fragilidad, hacía lo posible por no irritarte, para no provocar tus explosiones de ira. Si sucedía algo, cerraba las puertas, ponía la radio a todo volumen. Tenía la ilusión de que lograra conservar su amor, esperaba que aquella devota dedicación, con el tiempo, te hiciera experimentar hacia él un sentimiento distinto.
Pero tú no reparabas en él, en su tensión. O, si reparabas, era con una sensación de fastidio. Para ti la verdad seguía siendo lo que había dicho el neurólogo. Michele era un retrasado, no estaba capacitado para vivir. Y, ante todo, en tu imaginación enfermiza, era además una criatura en la que no había huella de tu patrimonio genético.
Los pilares de tu mundo educativo eran muy diferentes de los míos, yo en Magisterio había estudiado con el método Montessori, mientras que tus libros de formación eran Hobbes y Darwin.
«La vida es una gran fuerza», repetías a menudo, «y esta fuerza se manifiesta de dos maneras, en el sexo y en la lucha». Sin atropellos, sin la propagación de los patrimonios genéticos, la vida se hubiera extinguido poco después de su aparición. El hecho de que los individuos nacieran con distinta capacidad para imponerse era la confirmación del principio. Había quien venía al mundo para dominar y quien venía para ser dominado. Para comprobarlo, bastaba con observar a los monos: en cada manada había un macho al que todos reconocían como el más fuerte, el jefe de la manada, y poseía a todas las hembras. Los otros machos, para sellar su evidente sumisión, además de no tocar a las hembras, cuando pasaban a su lado le ofrecían el culo.
Y nosotros, repetías a menudo cuando estabas en vena filosófica, ¿en qué nos diferenciamos de ellos? Sabemos hablar, sabemos usar los objetos y las máquinas y todo eso. En lo más hondo, en nuestros deseos, en nuestros sentimientos, somos idénticos a ellos. O jodes o te joden.
¡Qué locura pedir que comprendieras la delicada sensibilidad de Michele! Para ti sólo era un monito incapaz de lanzarse desde las lianas. No habiendo podido tirarlo tú mismo desde lo alto del árbol -en la manada era lo que se hacía con los imperfectos-, esperabas simplemente que, en alguna tentativa de vuelo, le faltara dónde agarrarse. Mientras la madre gritaba desesperada, tú, con los brazos cruzados, lo mirarías caer.
La ceguera que Michele tenía contigo se rompió cuando empezó a ir al colegio. Para el día de San José la maestra invitó a los niños a hacer un dibujo como regalo a papá y les pidió que lo comentaran con una frase bonita. Michele estaba nerviosísimo con la idea de entregártelo. En cuanto te sentaste a la mesa, se te acercó y te lo ofreció con las dos manos, los ojos luminosos de alegría. Sobre el papel había manchas irregulares color pastel que se difuminaban armónicamente una en la otra. Bajo el dibujo, a lápiz y con mayúsculas, había escrito: «VIVA PAPÁ.»
«Ah, gracias», dijiste cogiéndolo. Luego empezaste a darle vueltas para observarlo desde todos los puntos de vista.
«¿Qué es? ¿Una casita, un paisaje? No se sabe qué es. Parece una chapuza, ¿no?»
Lo apoyaste en la mesa y empezaste a comer con el apetito de siempre. Michele se sentó en su sitio, tenía los espaguetis delante y dos pequeñas lágrimas le bajaban por las mejillas. Cuando acabaste tu plato, te diste cuenta de que el suyo estaba lleno.
«¡Come!», le gritaste. «¿Quieres seguir siendo un enano?»
Él, con la mirada baja, movió la cabeza.
Repetiste «come» tres o cuatro veces. A la quinta, te levantaste bruscamente, tu vaso se derramó y el vino tinto cubrió gran parte del dibujo. Con una mano cogiste el tenedor, con la otra le apretaste el cuello. Buscando aire, el niño abrió la boca y tú aprovechaste para meterle los espaguetis en la garganta.
Desde ese día no te esperó más detrás de la puerta. En vez de preguntarme cuándo llegabas, apenas oía tus pasos corría a esconderse. Cuanto más débil lo veías, cuanto más asustado, más crecía en ti el rencor. «Un ectoplasma», gritabas. «Tengo que tener en casa un ectoplasma.» Cuando te lo encontrabas por la casa, le decías: «¿No te da vergüenza? Andas como una hembra.»
Una vez Laura intentó defenderlo: «¿Qué tiene de malo andar como una hembra?»
«No te permito que te metas en esto», le gritaste, pegándole un puñetazo a la puerta.
¡Pobre Laura! No tenía un mundo interior tan grande como el de Michele, pero tenía el mismo tipo de inseguridad. Vacilaba entre una madre incapaz de defenderla y un padre que gritaba casi siempre.