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«¿Qué has dicho?», repetías, zarandeándolo como a una rama. «¿Qué has dicho?»

Callaba, pero seguía mirándote fijamente a los ojos.

«Aquí mando yo, baja la mirada», empezaste a gritar. Mientras más lo zarandeabas, más te sostenía la mirada. Así lo arrastraste hasta su cuarto. No sé lo que pasó allí dentro. Te oía gritar cada vez más fuerte. Michele callaba.

Después de un tiempo que me pareció interminable, saliste, dejándolo encerrado.

«Está castigado», me dijiste guardándote la llave en el bolsillo, «y ahí se queda hasta que yo mande».

VI

¿Cuánto duró su cautiverio? Diez días, quince acaso. Me habías dado permiso para abrir la puerta tres veces al día. «Si te haces la lista, lo sabré.»

Te habías hecho ilusiones con que así lo doblegarías. Todos los días esperabas que te suplicara que lo dejaras salir, pero aguantaba en su cuarto aparentemente sin inmutarse. Leía, escribía su diario. Cuando no estabas en casa, cantaba. Era el mes de junio.

A principios de julio fuiste a Tailandia para atender tu negocio, y, puesto que no dejaste instrucciones al respecto, lo dejé salir. Quería estar cerca de Laura, que estaba afrontando las pruebas escritas del examen de selectividad. Cuando Michele preguntó si podía ir a casa de los abuelos para la recogida del heno, le respondí: «Vete.»

Ya no era mi niño soñador sino un muchacho con las ideas bastante claras. Demostraba una determinación ante la que con frecuencia me sentía cohibida.

Desde la montaña me escribió una carta. La primera y la última de su breve vida. La he leído tantas veces que me la sé de memoria.

Querida mamá, hoy he ido a dar un paseo hasta los depósitos de la erosión del Comeglians. El aire era frío y no había ni una nube en el cielo. La abuela no quería dejarme ir, pero la he tranquilizado. Conozco mejor los senderos de la montaña que las calles de mi barrio.

Cuando vengo aquí, me doy cuenta de que en la ciudad todos los días son asfixiantes. Todo es tan feo, tan triste. Si respiro, siento el hedor de los tubos de escape; si abro los oídos, oigo su estrépito. Si abro el corazón, veo la miseria y la soledad de los otros corazones. Vivir lejos de la naturaleza, quiere decir vivir lejos de la belleza. Y vivir lejos de la belleza, quiere decir vivir lejos del pensamiento de Dios. Sé que en este punto bufarás. Piensas que yo soy como esas cocineras que le ponen a todo demasiada sal.

En vez de sal, pongo a Dios y tú no lo soportas. Piensas que Dios debería estar en las iglesias y en la cabeza de los curas. Me lo has dicho tú misma, ¿te acuerdas? Dios es una idea. Una idea como todas. Puedo creer en Dios o en Che Guevara. También puedo creer únicamente en las victorias de la Ferrari.

Por eso te sientes tan sola, ¿sabes? De vez en cuando miras a tu alrededor como si fueras una niña perdida. Quizá puedas engañar a los demás y a ti misma, pero a mí no me puedes engañar. En tus ojos hay temor, tienes demasiadas ideas en la cabeza y en el fondo no sabes cuál es la justa.

¡Pero Dios no es una idea! Es el lugar del que venimos y el lugar en el que un día nos reuniremos. Es la misericordia amorosa que nos guía en el camino. Ay, mamá, cuánto me gustaría que abrieras tu corazón, que te abandonaras como un recién nacido entre Sus brazos.

Me siento siempre tan impotente ante ti. Cuando intento hablarte, coges mis palabras con pinzas y las examinas detenidamente a la luz, como si buscaras algo escondido. ¿Se ve la filigrana? ¿No? ¿Son verdaderas? ¿Son falsas?

En el fondo estás convencida de que mi fe, bajo su aparente serenidad, esconde algo. Un miedo, un problema no resuelto. Algo a lo que temo y que no quiero mirar de frente. Aunque no me creas, te pudo asegurar que no es así. Desde muy pequeño, sentía dentro de mí una gran inquietud. Quizá fuera ésa la razón por la que no quería estar con los otros niños. ¿Qué inquietud era? Una inquietud de suspensión, de que algo falta. Aún percibía la oscuridad densa que acababa de dejar atrás. Intuía que otra no diferente un día se abriría de par en par ante mí. ¿Qué hacía yo allí en medio? Era como si, dentro, tuviese una esfera de cristal similar a la que tienen los magos. Sólo que no era cristalina, sino turbia, opaca. Cantar, pintar, estar siempre solo eran intentos de aclararla. Me ponía de rodillas y la frotaba como Aladino frotaba la lámpara. ¡Ilumínate, esfera! Y un día la esfera se iluminó.

Sólo entonces me di cuenta de que no se trataba de una esfera, cerrada por todas partes, sino de un capullo. Los rayos del sol lo habían acariciado y los pétalos se habían abierto. Esperaba sólo su caricia para dejarse invadir por la luz.

Aquel día comprendí que dentro de cada uno de nosotros existe uno de esos capullos. Puede ser más pequeño o más grande, estar más adelantado o atrasado en su proceso de floración, pero existe. Basta con dejar que se filtre en su interior un poco de luz para que empiece a abrirse.

Por eso me permito decirte: ¿por qué, en vez de pensar en las ideas, no piensas en la luz? No sigas defendiendo, juzgando, rechazando y aprobando. Sólo debes abandonarte, aceptar sin reservas ser hija no del caos o la casualidad, sino de la Luz.

¡Pobre mamá! Ya estarás muerta de aburrimiento. Te ha tocado oír las regañinas de tu hijo. Es culpa mía, porque no puedo evitar intentar compartir con los demás lo que es hermoso.

¡No sabes lo que me ha pasado al llegar a las pendientes erosionadas! He descubierto una marmota que daba de mamar a sus pequeños. Estaba escondida debajo de una gran roca. Cuando me vio, en vez de huir, se quedó quieta en su sitio, los cachorros seguían tomando la leche y ella me miraba a los ojos. Era la primera vez que veía una marmota tan cerca. Habitualmente oía los silbidos y luego veía sus pequeñas siluetas precipitarse en las madrigueras. ¿Ves? También en esto se equivoca papá. Dice que los animales temen mirar a los ojos a una criatura superior, pero se equivoca. A lo mejor es verdad para los babuinos, pero no para las marmotas.

Después de comer junto a un matorral de pino mugo, me tendí a mirar el cielo. ¡Qué hermoso sería que nuestras vidas pudieran ser igual de cristalinas, igual de serenas!

He vuelto a pensar a menudo en el choque de la última vez. Papá no me soporta, no me ha soportado nunca porque soy diferente a él y no puede entenderme. También yo, algunas veces, me desespero, porque intento molestar lo menos posible, pero él me ataca siempre y de cualquier manera. Estoy empezando a pensar que la mejor solución sería que yo me fuera pronto de casa. Entretanto, podría quedarme todo el verano con los abuelos. ¿Qué opinas? Creo que en otoño tendré que comunicaros una decisión importante y debo sentirme bastante fuerte para hacerlo. Aunque os dé disgustos en la vida de todos los días, rezo siempre por vosotros, por vuestros brotes, para que, antes o después, acepten la luz y se transformen en flores. Y os doy las gracias con inmensa gratitud porque, por vuestra generosidad, existo en este mundo.

Un abrazo fuerte, casi como el de una serpiente pitón, de tu desgraciadamente ex dócil niño

MICHELE

La carta llegó el mismo día que tú volviste de Tailandia.

«¿Dónde está tu hijo?», me preguntaste. Te dije la verdad: «Ha ido a ayudarle al abuelo a recoger el heno.»

Tú te empeñaste en que volviera a casa. «No se merece ningún tipo de vacaciones.»

Tuve que hacer largas negociaciones por teléfono. Michele no quería saber nada de volver. Sólo cuando, con una voz próxima al llanto, le dije: «Por lo menos piensa en mí, en cuánto me atormentará tu padre», con un suspiro dijo: «Vale, voy.»