Te oí arrancar el coche en el garaje y atravesar el paseo de grava. Apretabas el acelerador como los adolescentes borrachos. Te detuviste un momento frente a la cancela automática. Cuando se abrió, saliste, derrapando, a toda velocidad.
Hubo un imprevisto frenazo. Y luego se oyó un golpe.
Temí que hubieras atropellado un perro, por eso me asomé. Michele parecía dormir, tendido en el asfalto. Tenía un brazo abandonado a lo largo del costado y el otro sobre la cabeza, como hacía cuando sentía demasiado calor en su cama de niño.
VIII
El odio es el único sentimiento que no se evapora con el tiempo. Más aún, con la fuerza de un huracán, continúa acumulándose como una energía viva y potente. Es el odio lo que, en todos estos años, me ha mantenido viva, me ha vuelto seca y obstinada, sedienta de venganza.
Hubiera podido decir: vivo sólo para recordar a mi hijo. Pero soy sincera y digo: vivo sólo para vengarlo.
O mejor: he vivido en esa espera.
Esa espera se frustró el mismo día en que te encontré tendido en el suelo del cuarto de baño. Te había deseado una muerte atroz. Un cáncer en el cerebro, alguna enfermedad inmunodepresiva que te convirtiera en una larva con pañales. Pero, por la suerte feliz que en este mundo protege siempre a los malvados, escogiste para ti la muerte mejor -una fulminante parada cardíaca- y me dejaste a mí la otra.
Esperaba que volver a casa de mis padres haría mi pena menos grave, pero no había contado con el silencio, ni con la memoria de los muertos.
No había contado con el oxígeno de la montaña que nutre mejor el cerebro y el corazón y vuelve más fuerte cada sensación. Igual que en la antigüedad quemaban a la esposa en la pira del marido, así he ido recogiendo por la casa los objetos más queridos y los he puesto encima de mi cama. De noche me cubro con ellos y me siento menos sola, esas cosas todavía tienen vida, respiran, emanan calor. Ni siquiera es mío el pijama que me pongo, sino de Michele.
La otra noche, andando por la casa, pasé delante de un espejo y me di cuenta de que irradiaba luz. ¿Era yo o era alguien que estaba a mi lado? ¿Era la luz del amor o la luz del odio? «¿Quién eres?», pregunté en voz baja. Por el tejado, sobre mí, andaba un ratón o quizá un lirón. «¿Quién es?», repetí más fuerte. Una tabla del suelo crujió. Tuve la impresión de que afuera iba a desatarse el viento.
Trágica fatalidad, escribió al día siguiente el periódico local.
Michele murió en el acto. Tú te apeaste del coche y te pusiste las manos en el pelo. No lo habías visto, no podías imaginarte que mientras salías a una velocidad disparatada, él corriera a tu encuentro.
Yo no hice nada, me quedé en el balcón, inmóvil, como en el palco de un teatro. Vi llegar la ambulancia, vi cómo el médico movía la cabeza.
Junto al médico había aparecido un viejo perro blanco. Noté que te miraba con la boca abierta y la lengua fuera, como si quisiera decirte algo.
Te vi coger al médico por las solapas, lo oí gritar: «Ya no es tarea nuestra.» Entonces le pegaste una patada al perro. En vez de aullar e irse, se sentó trabajosamente junto al cuerpo, en el asfalto.
Vi llegar a la policía y, luego, al coche fúnebre. Metieron a Michele primero en una bolsa de plástico y luego en un contenedor de metal. Cuando lo deslizaron en el interior, sentí un golpe sordo. Debe de ser la cabeza, pensé, desde niño la ha tenido demasiado grande.
Me acordé del primer jersey que le hizo mi madre, azul claro con gatitos bordados en la parte delantera. El modelo era para un niño de seis meses pero la cabeza no entraba, tuve que añadir dos botones para conseguir ponérselo. Volví a ver la cima de su cabeza clara, la fontanela todavía abierta. Intentaba meterle el jersey y él protestaba. Era mayo y estábamos en casa de mis padres. Acababa de bañarse, de su cuerpo emanaba tibieza, olor a polvos de talco.
Cuando los de la funeraria cerraron las puertas del furgón, el encantamiento se rompió. Grité: «¡Noooo!» como si fuera la única palabra del mundo. Luego perdí el sentido.
Durante todo el funeral me estrechaste bajo tu brazo. Yo lloraba, tú estabas petrificado. Recuerdo una gran multitud de rostros y de chicos que tocaban la guitarra. Sobre nosotros pegaba el sol de agosto.
Su amigo cura sudaba bajo los ornamentos.
«Por una razón oculta a nuestra pequeña mente de hombres, muchas veces el cielo reclama a sus hijos más luminosos, interrumpiendo bruscamente su camino terreno.»
Dos lágrimas le surcaban el rostro y no se preocupaba de ocultarlo.
«Es fácil rebelarse, fácil indignarse ante una arbitrariedad tan grande. Michele daba luz a nuestras vidas y todos nosotros, egoístamente, hubiéramos querido que esa Luz durara mucho más.»
Delante estaban los abuelos. Poco antes de que descendieran el féretro se arrodillaron junto a él. La abuela depositó un beso leve sobre la tapa. Vi sus labios moverse diciendo muy bajo: «Adiós, mi niño.» El abuelo tenía en la mano la pequeña flauta, la dejó sobre la caja, con una tímida caricia.
Luego sólo hubo oscuridad. Oscuridad, oscuridad, oscuridad. Oscuridad con resplandores. Oscuridad con rayos, con truenos. Oscuridad con granizos. Oscuridad con terremotos y tifones. A fogonazos, vi caras, oí voces. Tu cara que decía: «Pero pienso ir al barco.» La cara de un médico: «Con éstas, resolveremos el problema.» La cara de un cura. «¡Fuera!», grité. La cara de mi madre: «Michele está todavía con nosotros.» «Estúpida embustera.» Gritaba siempre. De vez en cuando había termitas en mi cuerpo, alcanzaban los intersticios más íntimos, desde los que me devoraban a minúsculos mordiscos. Otras veces eran arañas, muchísimas arañas, peludas, negras, con las patas cortas y gruesas. Corrían por todas partes buscando el lugar mejor donde inocular su veneno. Y otras veces serpientes delgadas se me enroscaban en los tobillos, lanzando como flechas sus lenguas letales. Cuando volví a ver mi rostro en el espejo era el de una vieja. Hay arrugas de abuela y arrugas de bruja. Las mías eran todas arrugas de bruja.
Después de la tragedia, Laura se fue a estudiar al extranjero. Me llamaba por teléfono una vez al mes para no decir nada.
Tú te volcaste completamente en el trabajo.
«Ha sido una desgracia», seguías repitiendo. «Lo has matado», respondía yo. Y ésta era toda nuestra relación.
Seguía a tu lado para poder odiarte hasta el último día. Pero no era la única razón. Seguía a tu lado también porque no hubiera podido sobrevivir ni siquiera una hora a solas con mi dolor.
¡Qué ingenua fui al pensar que podía derrotarte en tu propio terreno! He hablado de termitas, de arañas, de áspides mortales, pero no de escorpiones. El escorpión eras tú.
Todavía recuerdo la indignación de Laura, una tarde, frente al televisor. Estaban transmitiendo una grabación sobre las niñas prostitutas del tercer mundo. Tu respuesta fue serena, de hombre adulto del mundo civilizado.
«No debes caer en el sentimentalismo», le dijiste. «Su vida no es como la nuestra. No estudian, no leen, no tienen qué comer. A los cinco años se las folla algún tío suyo, a los seis, se echan a la calle. Te las encuentras, las miras a los ojos y te das cuenta inmediatamente de que no saben hacer otra cosa. Es su destino. Y, además, mantienen a sus padres y a sus hermanos pequeños.»
«¿Quieres decir que es algo justo?»
«No, sólo que es una hipocresía escandalizarse tanto.»
¿Por qué no te di una bofetada? ¿Por qué no te la di un número infinito de otras veces? No sé por qué. O quizá lo sepa demasiado bien. Porque tenía miedo, porque estaba absolutamente sometida a tu voluntad, porque quizá, en el fondo, pensaba que tenías razón. Porque millones de personas siguieron ciegamente a Stalin y Hitler y a todos los demás dictadores sin la menor duda sobre la justicia de sus acciones. Una vez incluso me lo dijiste: «Me he casado contigo para reproducirme, porque eres bella y porque estás sana. Me he casado contigo porque eres pobre y no puedes huir a ningún sitio.» No dijiste «porque eres estúpida», pero seguramente lo pensaste.