Al final de mis días, minada por el virus devastador que me ha dejado como una cabaña roída por la carcoma, he comprendido que hubiera podido tomar decisiones distintas cada día de mi vida. Cada hora. Cada minuto. Cada segundo.
No se necesitaba mucho. Hubiera bastado un poco más de confianza. Hubiera bastado mirar apenas un poco más alto.
IX
El viento sopla desde hace tres días y ha traído las nubes. El verano llega a su fin, la nieve ya blanquea las cumbres de los montes. Con la proximidad del otoño, cambia el olor de la tierra. El sol no seca ahora la humedad de la noche, los campos permanecen húmedos. Empiezan a amarillear las hojas de los manzanos, se vuelven rojas las de los arces, las agujas de los alerces se inflaman. Las leñeras se llenan para el invierno. Dentro de unos días bajarán las vacas que han pasado el verano pastando en la montaña.
La semana pasada por fin subieron aquí a Michele. No quería dejarlo en la ciudad, contigo. Una pequeña tumba junto a la de los abuelos, cerca de la que pronto será la mía. Sobre ella he plantado caléndulas del huerto, amarillas y naranja, como pequeños soles. Esperemos que resistan, que el hielo tarde en llegar.
Algunas madres, he oído decir, llegan a oír la voz de sus hijos en la cinta de la grabadora. La dejan encendida durante la noche y por la mañana encuentran grabadas frases dulces. Otras juran haberlos visto, mezclados entre la multitud o aparecidos de improviso, luminosos, junto a ellas. A mí no me ha sucedido nunca. Michele se ha desvanecido en la nada, no me ha hablado, no lo he vuelto a ver. Quizá he dudado demasiado. He tenido, una vez más, demasiado miedo.
La casa está preparada para el invierno, he cambiado las ventanas, limpiado la chimenea y la estufa. En lugar del viejo calentador de leña, ahora hay uno eléctrico.
La casa está preparada, pero mi corazón no. Hay más calma en su interior, pero no paz, a veces el odio rebosa como masa demasiado fermentada.
No te perdono y no te perdonaré nunca.
La tierra no me es leve bajo los pies y menos leve será sobre mí. Me convertiré en un alma errante, un fantasma que vaga encadenado, la primera habitante del infierno. O la última. O no me convertiré en nada.
Todo golpea, esta noche. Es terrible. No me acordaba de cuánto puede parecerse la tramontana a un huracán.
Hace veinte años que no duermo una noche entera. A veces estoy quieta en la cama, a veces me levanto y doy una vuelta por la casa, bebo leche, oigo la radio de lugares lejanos. Es lo que he hecho esta noche, me levanté, me puse un grueso jersey de lana y fui a la cocina. No he hecho otra cosa que pensar en el infierno, en la estupidez que le oí un día a aquel teólogo. Así que cogí papel y pluma y me puse a escribir una carta:
Querido amigo teólogo de quien no recuerdo el nombre…
De repente se fue la luz, así que tuve que levantarme y encender una vela. Luego seguí:
Hace tiempo vi uno de sus programas y me indigné. Hay un punto en el que podría servirle de ayuda. El infierno está actualmente vacío porque todos los diablos, de todas las jerarquías, andan sueltos ahora por la tierra. No soy ignorante ni medieval. Lo digo porque he compartido mi vida con uno de ellos. Todos los días observo en qué se ha convertido el hombre y comprendo que alguien ha tenido que echarle una mano. El diablo no es hediondo ni primitivo. Su cualidad principal es la habilidad. Conoce como pocos el carácter humano y puede introducirse en cualquier persona. No dice cosas sucias, porquerías, usa argumentos razonables, refinados. «¿No crees que te mereces más en la vida, mucho más?», me dijo a mí hace muchos años, y yo pensé que tenía razón. No debía jamás contentarme con nada. No enseña los genitales ni se entrega al saqueo: nos acompaña en el laberinto de la vida con la graciosa ligereza de un bailarín de vals.
El infierno está vacío porque el dueño de la casa ha ido a llenar sus redes en el mundo de los vivos. Pronto volverá abajo literalmente encorvado por el peso de sus presas. Todos gritarán, alborotarán, intentarán rebelarse. «¿Era éste el fin del juego? ¿Por qué nadie nos lo dijo?» Pero será demasiado tarde.
En algún sitio leí que en las pinturas antiguas los hombres cercanos a Dios eran representados con grandes orejas porque oían directamente Su palabra. Pero ahora vivimos en un mundo de topos. Estamos ciegos, con pabellones auditivos prácticamente invisibles. Yo he intentado muchas veces tender los oídos hacia lo alto pero nunca he oído nada.
Siempre he oído, en cambio, surgir de abajo un fuerte ruido.
Me gustaría tener fe, resolverlo todo antes de marcharme, pero no lo consigo. He visto cómo el mal se expandía a manos llenas. Invadió mi vida y la de aquellos a quienes tenía cerca como una mancha de tinta. La injusticia, la desigualdad, la violencia. Ésta y no otras son las leyes que dominan el mundo. Por eso digo: déjenos por lo menos la alegría del infierno. Un infierno abarrotado y ruidoso como una playa en agosto. No veo la hora de hundirme en él y sufrir para siempre. Porque en mi vida sólo he provocado dolor y es justo que en el dolor yo viva para siempre.
Una última cosa. Usted ha dicho que hay que amar al diablo porque el diablo está solo con su desesperación.
Pues yo le digo esto: que las lágrimas del diablo deben importarnos tanto como las lágrimas del cocodrilo.
Saludos cordiales.
Y garabateé mi firma al pie.
Eran casi las cinco y el cielo todavía estaba oscuro. La luz no había vuelto. Con la vela en la mano fui a buscar un sobre. En el cajón de debajo del teléfono había varios. Cogí uno blanco que escondía un viejo folio doblado, ya amarillento. La letra era la de Michele.
Noche en la cabaña. Las estrellas velan sobre las peñas y sus bosques. Pero su mirada es fría. Sensación de soledad. ¿Adónde voy? La oscuridad dilata las preguntas, las vuelve inaccesibles. Sólo vuelvo a respirar cuando aparece el tenue resplandor de la aurora.
Señor, ¡qué grande es Tu misterio! Para darnos la luz, has creado las tinieblas. Para darnos la vida, has creado la muerte.
Mientras leía aquellas palabras, una ráfaga de viento casi arrancó una ventana. Entró con violencia, haciendo volar los folios, las cenizas, volcando el costurero de mi madre. Allí estaban guardados todos los retales de los jerséis que nos había regalado a lo largo de su vida. Estaban los jerséis de Laura, de Michele, los míos, los del abuelo. Todavía distinguía los colores de cada uno. Empujados por aquella mano invisible, comenzaron a correr por todas partes. Me puse de rodillas para intentar recogerlos.
El primero que cogí era azul.
En ese instante la vela se apagó y un haz de luz blanca atravesó la habitación.
EL BOSQUE EN LLAMAS
I
Conozco su edad, pero no su rostro. Eso es lo que no me deja dormir de noche. Vino al mundo el 3 de marzo, a las tres de la noche. A las tres de la noche, el 3 de marzo de 1983.
Un amigo experto en esoterismo lo encontraba motivo de felicitación. No a todos toca, me había dicho, nacer con cifras tan perfectas. Yo no le hice mucho caso. Giulia estaba ligeramente por debajo del peso normal y era más bien fea, como todos los recién nacidos.
Los primeros diez días los pasó en la incubadora. Un poco de ictericia, nada más, pero fue suficiente para desencadenar la inquietud de la madre.
«Me ocultan algo», repetía con mirada nerviosa. «Hay algo que no quieren que sepa.»
Entonces yo me sentaba en la cama y pasaba horas tranquilizándola, aunque todo era inútil.