El mismo día, los lepidópteros llegan al bosque.
Normalmente un bosque muere más despacio que un hombre. Tarda meses en irse, incluso años. Pero cuando se va, se va para siempre. Y con él se van también todas las otras formas de vida. Los líquenes y los musgos, los coleópteros y las hormigas rojas, los curculiónidos y los piquituertos, los luganos y los mitos. El que puede, escapa. El que no lo consigue, se extingue con él.
Mi muerte y la del bosque empezaron con curiosa sincronía.
Giulia tenía algo en la cabeza pero aún no se sabía bien lo que era. Había que abrir para saberlo. Yo andaba sobre las primeras agujas caídas y no me preocupaba por Giulia sino por Anna. Si Giulia muere, me decía, quiere decir que era su destino, pero ¿cómo conseguirá Anna sobrevivirle? Andaba y de repente sentía los hombros frágiles. ¿Cuánto peso se estaba acumulando sobre ellos?
Anna pasaba los días en el hospital y cada día se hacía más transparente, la voz se había reducido a un hilo. Cada vez que podía, la apretaba entre mis brazos, fuerte, le hablaba bajo al oído.
A Giulia le habían cortado el pelo. Así sus ojos eran enormes y ya sin alegría.
La operación fue bien, y la convalecencia. En aquellos días debería haberme sentido abatido, desesperado, pero me sentía como un león. Había en mi interior una energía extraordinaria. Yo era la base, no podía ceder.
Debíamos esperar la biopsia.
Pocos días antes de los resultados, Anna y Giulia volvieron a casa.
En el bosque, los primeros dos árboles se pusieron amarillos. Bastaba mover una rama para que las agujas cayeran como lluvia. Las agujas que caen fuera de estación impresionan más que las hojas. Caen y parecen dientes, la hoja planea, la aguja se precipita. La rama negra es como una encía desnuda. Alrededor todo es vida y en el bosque es muerte. O preludio de la muerte.
En el hospital, Anna había hecho amistad con una enfermera. Las había visto varías veces hablando sin parar entre ellas.
Una tarde, al volver del bosque, encontré la casa vacía. Faltaba un día para los resultados, por eso me preocupé.
Estuve toda la noche conduciendo, dando vueltas. Pasé y volví a pasar junto al río, por los puentes. Anna podría haber cometido una locura. Lo que para nosotros es una locura, a ella le hubiera parecido una cosa natural.
Con las primeras luces del alba fui a la policía a denunciar la desaparición.
Poco antes del mediodía, oí su llave en la cerradura. Tenía a Giulia en brazos y sonreía. Me besó como si volviera de un paseo y luego se dirigió al teléfono.
«¿Qué haces?», le pregunté.
Y ella: «Estoy llamando al médico.»
«¡Lo llamo yo!»
Vi cómo sus hombros se agitaban. «No importa.»
Un minuto después, llegaba el resultado. Anna cayó directamente de rodillas, con el auricular todavía en la mano.
«Papá, ¡quiero agua!», gritaba Giulia.
«Dime, qué», grité yo. La niña se asustó y se echó a llorar.
«¡Dime!»
Anna temblaba, se cubría el rostro con las manos y repetía: «¡Gracias, Dios mío! Gracias, Señor…»
La cogí por los hombros.
«Hablas con Dios», le grité a la cara, «¿o te dignas a hablar con tu marido?»
III
En la isla nunca se desatan incendios. Demasiada piedra, demasiada poca vegetación. No se desatan incendios, pero yo siento siempre el olor del fuego. Pero ¿qué olor tiene el fuego si dentro no hay nada que se queme? El fuego de un bosque es distinto al fuego de neumáticos viejos. El fuego que quema las plumas o los huesos es distinto al que devora las hojas.
De noche sueño que los alerces se transforman en llamas. Cada alerce es una llamarada solitaria. Si observo mejor, me doy cuenta de que no son alerces sino personas. O mejor, alerces con cabeza de persona. Está el rostro de Anna, ahí, arriba, y el de Giulia, y está también mi rostro. Ardemos todos sin un grito, sin una imprecación. Sólo se oye el crepitar seco de las ramas muertas. Y yo que me revuelvo bajo las llamas con las manos en el pelo repitiendo: «¡Eran lepidópteros, no llamas! ¿Por qué ahora arde todo? ¡Nunca he creído en el infierno!»
La primera vez, ella vino de noche. Sentí algo fresco en las mejillas, abrí los ojos y vi brillar su mirada. Desprendía una tristeza tremenda. Alguien, algo, no sé quién, me dijo en un soplo: «¿Qué has hecho?»
Nunca he creído en el infierno, ni en los diablos, ni siquiera en los fantasmas, así que ni siquiera he creído en Dios, nunca. Es más, la idea misma de Dios siempre me ha disgustado. ¿Qué necesidad había de molestarlo para explicar el universo? Existían las leyes de la física, las leyes de la química. Su interacción posibilitaba la explicación de cualquier cosa.
Después de la enfermedad de Giulia, Anna se convirtió en otra persona.
Salía a menudo con su nueva amiga enfermera y volvía a casa cargada de paquetes. Empezó a preocuparse de su ropa, a maquillarse ligeramente, a ponerse vestidos alegres, de colores.
Un día volví a casa y encontré en cada ventana jarrones llenos de prímulas. En vez de saludarla, la ataqué.
«¿Cómo se te ha ocurrido?»
«Creía que iba a gustarte. Al fin y al cabo, es primavera.»
«Ya, pero estas flores deben estar en los bosques, ¿no lo sabes? Podrías haberme dicho, quiero ver las prímulas y yo te hubiera llevado. Pero ponerlas aquí, en medio del cemento, como pequeñas cabezas decapitadas… Eso no. Me dan náuseas.» Y, mientras hablaba, empecé a destrozarlas y tirarlas al suelo.
También las gaviotas actúan así. Cuando tienen algún contencioso con un semejante, destrozan la hierba con el pico y la lanzan a poca distancia, como diciendo, ten cuidado, la próxima vez tú podrías ocupar el lugar de la hierba.
Ahora yo la llamaba cada media hora y ella nunca estaba en casa. Por la tarde, con indiferencia, yo decía: «A las cuatro intenté hablar contigo pero no estabas…» Nunca perdía la serenidad. Respondía: «He salido con Silvia, con Giulia. Hemos ido al parque…»
Iban con frecuencia a ver a cierto monje de un convento de las afueras. Cuando hablaba de él, a Anna le brillaban los ojos. «Tienes que venir a conocerlo», me decía siempre, «es un hombre verdaderamente extraordinario».
«Ya sabes», le respondía, «que no soy muy proclive a esas cosas. ¿Qué cambia con que haya o no haya Dios?».
«¡Cambia todo!»
Nunca había visto discutir a Anna con tanto ímpetu.
«Piensa en una flor», me decía. «Una cosa es verla como una flor. Es azul o amarilla o roja o lila. Tiene pétalos y sépalos, el ovario, el tallo, el pistilo. Puede vivir en los prados o enraizada en las rocas. Otra cosa es verla como la realización de un sueño. Alguien ha imaginado la belleza para nosotros y, para realizarla, ha creado la flor. Antes que cualquier otra cosa, una flor es un don para nuestra mirada.»
«¿Quién te ha enseñado a razonar de una manera tan confusa?»
«A mí me parece muy claro», respondía, bajando la mirada.
Por la mañana, mientras preparaba el desayuno, la oía cantar. Entonces, desde el baño, le gritaba: «¡Apaga la radio!»
¿Dónde estaba mi Anna? ¿Dónde estaba la frágil criatura que, durante años, había dominado mis pensamientos? Ahora podía ocurrir que sólo nos viéramos por la mañana y por la noche. Durante el día éramos dos extraños.
No teniendo que vivir ya entre vallas y túneles, también yo había empezado a tener mi vida. Acababa el trabajo y me entretenía un poco más con mis compañeros, daba un paseo al centro para beber un aperitivo. A veces volvía a casa y la mesa no estaba puesta todavía.
Un compañero, un día, me dijo: «¿Por qué no abres los ojos? Cuando una mujer cambia, sólo hay una razón. Otra persona ha entrado en su vida. Se arregla, se maquilla, canta. ¿No serás tan tonto como para creer que lo hace por las palabras de un viejo fraile?»