Incluso las personas en el verano huelen más. A treinta metros, con los ojos cerrados, hubiera distinguido entre mi tío y mi tía, el párroco y el cartero.
Con el calor los ruidos llegaban a ser terribles. Vrouum vroumm, los acelerones de los camiones en el escaléxtric. Bzzzzbzz, el zumbido de las moscas. Croac, croac, el croar de las ranas en una zanja poco distante. Y de noche, los mosquitos. Mosquitos de todas las dimensiones. En cuanto apagabas la luz, se te echaban encima, silbaban alrededor de las orejas, zssszss. Matarlos no servía de nada. Por cada muerto, diez salían de la nada.
En la cocina, mi tío había instalado una especie de lámpara que compró en una feria. En cuanto un insecto la rozaba, se carbonizaba. Sonaba un chichs, olía a pollo quemado. A cada muerte, mi tía gritaba: «¡Otro!», y repetía el número que hacía en la jornada.
Zsss, croac, vroumm, chichs, bzzzzbzz… ¿Con quién podía hablar yo? Las preguntas que acumulaba en la cabeza desde el invierno, en verano se me convertían en un sombrero estrecho.
A mi tía no le caía simpática, a mi tío le era indiferente. El cartero me regalaba siempre un caramelo y el párroco no me soportaba.
Lo supe desde la primera vez que lo vi. Olor a menestra, olor a bodega, olor a algo sucio. Tenía los ojos pequeños y oblicuos como los de un jabalí. Cuando mi tía me presentó, se quedó inmóvil, mirándome como si hubiera visto un insecto. Ni me dio la mano ni me acarició. Sólo se tocó la nariz y dijo:
«Sí, la hija de la Marisa.»
Un día de agosto fui a verlo, de todas formas. Si don Firmato no sabía responderme, ¿quién iba a poder? Estaba echando una cabezada en la penumbra fresca, al fondo de la iglesia. Me senté a su lado, le tiré de una manga.
«Eres tú», refunfuñó.
«Quiero saber una cosa.»
«Dime.»
«¿Qué es el amor?»
Se volvió a mirarme: sus ojos eran lentos, acuosos.
«¿Cuántos años tienes?»
«Doce.»
«El amor es pecado.»
Entre todos los pecados, don Firmato prefería el de la carne, y por eso los otros niños lo llamaban entre ellos don Filete. No había domingo en que, después de rodeos más o menos largos, no acabara hablando de aquello. Si la lectura del día eran las bienaventuranzas, se las arreglaba como fuera para hablar de la perdición de los sentidos. Para don Firmato, un muro infranqueable dividía el mundo. Se estaba a uno u otro lado. Un lado era el infierno y otro el paraíso. Se nacía ya predispuesto. No había posibilidad de elección. Todo estaba decidido desde el principio.
Una vez, alguien escribió «Firmato = Cerdo» con pintura roja en los muros de la casa del cura. Al pasar por allí, se me escapó la risa.
Esa misma tarde, llegaron los carabineros y le hicieron un montón de preguntas a mi tía. La puerta de la casa ¿estaba abierta de noche, o no? ¿Se podía salir por la ventana y volver sin que nadie se diera cuenta? Luego subieron a mi cuarto y miraron en el armario y debajo de la cama. Me miraron las manos y los antebrazos. Escudriñaron incluso debajo de mis uñas para ver si quedaba alguna huella de pintura.
«Mi sobrina», repetía mi tía siguiendo a los carabineros, «es una chica estupenda. Todos los domingos va a misa conmigo. Por la noche se acuesta temprano. Y además, sargento, si hubiera sido ella la habría matado con mis propias manos».
Los carabineros asentían, muy serios. Don Firmato debía estar absolutamente convencido de mi culpabilidad. Si hubiese dependido de él, yo ya hubiera ardido en las llamas del infierno. Mi tía me había defendido únicamente porque sabía que me era imposible salir de casa por la noche. Cada tarde cerraba con llave todas las puertas y del segundo piso, donde yo dormía, no se podía bajar sin hacerse daño.
Pero al día siguiente tuve que unirme al grupo de fieles encargado de borrar la pintada de los muros de la casa del cura. Cuando pasó por mi lado, el párroco me dijo en un murmullo: «De tal madre, tal hija. Ella está en el infierno y tú estás ya en la sala de espera.»
Mi madre era puta. A los ocho años yo no lo sabía todavía: estaba convencida de que trabajaba de noche limpiando oficinas. Seguí creyéndolo hasta los once años. Entretanto el sueño de seguirla al mundo de las sombras había desaparecido. Las monjas habían llamado a un psicólogo para que me ayudara. El psicólogo vino al colegio. Hablamos en una habitación, solos los dos.
«Muerta», me dijo. «¿Puedes entender lo que significa? Significa que tu madre ya no está aquí, en la tierra, que nunca podrás abrir una puerta y verla. Ya no podrás tocarla ni abrazarla. Te tienes que acostumbrar a vivir con las cosas hermosas que recuerdes de ella.» Luego me acarició y continuó: «Si quieres llorar, llora.»
Todos querían que llorase, pero yo no tenía ganas. En vez de llorar me preguntaba: ¿adónde va a parar la basura? También la basura es así. Un día la bolsa está en casa, en el rincón bajo el fregadero, y al día siguiente ya no está. Viene un camión grande y la devora. Después de pasar el camión, sólo queda el hedor en el aire.
La muerte no debía de ser algo muy distinto: salía y devoraba a las personas como a las bolsas dejando tras de sí una nube de mal olor. El mismo olor que cuando los Tir de la carretera comarcal atropellaban a un perro.
La verdad me la gritó a la cara tía Elide, una mañana. Por alguna razón, se había enfadado conmigo. En esas ocasiones, sus ojos se volvían de vidrio; su lengua, de metal. «Ya es hora de acabar con la farsa», gritó. Y luego desgranó la verdad como un rosario. «Tu madre no murió en un accidente, sino que la atropellaron mientras esperaba a los clientes en una curva de la circunvalación.»
«¿Qué vendía?», pregunté.
Mi tía me miró con aire de desafío. «¿No lo entiendes? Vendía su cuerpo. Era una mujer que sólo sabía abrir las piernas.»
Desde aquel día, cada vez que hablaba de ella, tía Elide la llamaba así. La mujer que abría las piernas.
Lo aguanté más de un año. Luego, una mañana, en la cocina, en cuanto empezó a decir: «Sólo sabía…», la corté.
«¡También sabía abrir de par en par los brazos!», le grité.
Mi tía se puso palidísima.
«Desgraciada», murmuró, «con los sacrificios que hacemos por ti».
Entonces cogí un tizón de la chimenea con las tenazas y lo acerqué a las cortinas.
«Tócame y le prendo fuego a todo.»
Llegó mi tío en su socorro: «El fuego se apaga con agua», y me tiró a la cara el contenido de la jarra.
¿Empecé a odiarlos aquel día?
Creo que sí.
Me quedaba en mi cuarto y escribía mensajes. Os odio, quiero que os muráis, que os atropelle un coche, que os dé un ataque, una enfermedad terrible. A las palabras, añadía dibujos, y luego lo rompía todo, iba al baño y, antes de hacerlo desaparecer, descargaba encima mis cosas.
Pero, delante de ellos, fingía que no pasaba nada, me esforzaba en ser amable. Tenía miedo de las represalias. Mi tío siempre me amenazaba con encerrarme en la leñera porque estaba llena de ratones, arañas y serpientes. Para vencer el miedo, empecé a ir sola a la leñera. Allí nadie me buscaba ni nadie me molestaba. Al poco tiempo, la leñera se había convertido en mi refugio preferido. Los seres humanos ya me daban más miedo que los ratones y las serpientes.
Una vez, mientras iba en bicicleta por un camino blanco, encontré a una señora con dos niños. Gritaba como una loca porque a pocos metros de ella había una bicha. Para demostrarle que no hacía daño, me bajé de la bicicleta, cogí por la cola a la bicha y se la puse delante de las narices. «Ve», le dije, «basta cogerlas por la cola. No pueden revolverse». En lugar de darme las gracias, siguió gritando como una obsesa.
Al día siguiente, todo el pueblo decía que yo debía tener algo raro porque iba por ahí con serpientes en el bolsillo y les acariciaba el hocico, como se acaricia a los perros.