«A veces tengo la impresión de que estás loco.»
«Entonces estamos locos los dos. Yo soy Napoleón, ¿y tú?»
Mientras hablaba, apretaba con rabia el acelerador. Parecía como si tuviera que aplastar algo con los pies.
«Saverio, sé que te parece extraño, pero mi vida ha cambiado. Ha cambiado por algo que no se puede ver.»
«No creo en lo que no se puede ver.»
«Pero crees en las leyes de la química.»
«Todo lo que existe es química. Química y física. Yo, tú, este coche, el motor, la gasolina, el asfalto, los árboles. Es lo que construye la vida.»
«¿Y quién ha construido eso? ¿Quién ha construido las leyes que permiten que estemos aquí?»
«Las leyes han existido siempre.»
«No es verdad. Las leyes las ha creado Dios.»
«Ciertamente. Y el hombre desciende del mono y pronto caerá sobre la tierra otra lluvia de fuego. ¿No es así?»
«No me tomes el pelo.»
«No te estoy tomando el pelo. ¿Cuál es la dirección de ese neurólogo al que ibas después del parto?»
«Hablas así porque tienes envidia.»
«¿De qué? ¿De tus cuentos? No, gracias. Creí en Papá Noel hasta los seis años y ya es bastante.»
«Yo creo en Dios, no en Papá Noel.»
«Si Giulia hubiera muerto, no creerías.»
«Dios nos salva siempre.»
«Ah, ¿sí? Veamos», dije, apretando aún más el acelerador.
«¡Ve más despacio!», gritó Anna. «¡Piensa en nuestra hija!»
«Ya piensa Dios. ¿O no? Veremos.»
Entonces enfilé a toda velocidad el sentido de dirección contrario. Después de algunos segundos nos encontramos de frente un coche. Viré una fracción de segundo antes del impacto.
De vuelta en nuestro carril estallé en una carcajada nerviosa.
«¿Quién te ha salvado? ¿Quién ha girado el volante? ¿Dios o yo?»
Anna lloraba cubriéndose el rostro, doblada sobre sí misma. «Eres un hombre malo», repetía. «Eres un hombre malo.»
Hice amago de consolarla. «No digas eso. Estaba bromeando.»
Sus lágrimas me daban una alegría profunda.
IV
El bosque ya estaba casi completamente quemado. Sólo una treintena de alerces parecían disfrutar todavía de buena salud. Pero bastaba acercarse para advertir que también habían sido atacados por los primeros signos de la destrucción. Llevaba casi un año intentando resolver aquel problema y todas las soluciones que fui encontrando se habían demostrado vanas. Después del moho y la podredumbre, intenté culpar a diversos tipos de lepidópteros pero no encontré rastro de ninguno. Pensé entonces en la lluvia ácida. En Norteamérica, cerca de los grandes lagos, había visto bosques enteros de coníferas destruidos así. Había demasiadas industrias en la llanura padana, demasiados vertidos y, cuando cambiaba la corriente del viento, todos acababan penetrando en los valles.
Estaba bastante convencido de esta hipótesis, pero los análisis del agua en los últimos meses me habían desmentido una vez más. El bosque se moría y yo no podía entender la razón. El cliente que había encargado el trabajo quería una respuesta y yo salía del paso dándole largas. Estaba haciendo pruebas, aún inacabadas. La sospecha de que el responsable de todo fuera un virus cada día aumentaba. Pero decir un virus es como decir todo y nada. Los insectos tienen sus leyes, para combatirlos basta pensar como ellos y encontrar un enemigo que los devore. La única ley que conoce el virus, en cambio, es la anarquía. Vive en todas partes, como le parece o según leyes exclusivamente suyas. Vive, pero su fin no es la vida sino la devastación y la muerte del organismo que lo acoge. No tiene un rostro sino muchos. Cada vez que se consigue identificar una de sus caras, cambia de máscara y contraseña e inmediatamente cruza una frontera que lo vuelve inaprensible.
Pasaba días enteros bajo aquellos árboles agonizantes. Un árbol que se muere es algo que produce un malestar extremo. Sobre todo al encargado de salvarlo. Un árbol muere sin palabras y su tronco permanece durante mucho, demasiado tiempo, como un dedo apuntado contra el cielo. Un dedo que grita tu impotencia. Conoces todo su ciclo vital y, a pesar de eso, no has podido hacer nada.
Muchas veces en estos años, volviendo con el pensamiento a aquellos días, me he dicho que también el bosque hizo, de alguna manera, su contribución a la ruina. Había un virus en el bosque y otro virus en mi cuerpo. Al rozarse, provocaron una mezcla mortal.
Si en aquellos días hubiera cuidado un jardín frondoso, por ejemplo, quizá todo hubiera ido de otra manera. Yo habría llegado al jardín lleno de pensamientos sombríos, y el jardín, con su quietud, con su armonía, me los hubiera quitado de la cabeza. En el gran invernadero los cítricos estarían en flor y los parterres serían un triunfo del color. Con su canto de belleza, la vida hubiera disuelto cualquier sombra.
Pero, todo lo contrario, cada mañana volvía a la agonía del bosque. Pasaba el día allí, con las agujas que me caían encima. Perdía el control de mi mujer y perdía el control de los alerces. Era realmente demasiado para un hombre solo.
Cuando estaba allá arriba, en el bosque, sólo pensaba en Anna, en cómo vengarme. Pero cuando estaba en casa, pensaba en el bosque, en la mejor solución. Un día, antes o después, subiría y le pegaría fuego de verdad.
Dormía y apretaba los dientes con tanta fuerza que una noche Anna me despertó y me dijo: «¡Escucha! Debe haber un ratón en algún sitio…»
Sería el 3 o el 4 de mayo. Ya habían adelantado la hora oficial y me quedé más tiempo en el bosque. Llegué a casa a algo más de las nueve. Las ventanas estaban apagadas, en el apartamento no había nadie. Estaba cansado, desanimado. Esperaba cenar un plato caliente, recibir un gesto de cariño. En el fondo, por ellas me atormentaba todo el santo día.
La rabia estalló de repente. Empecé a darle patadas a todo lo que tenía a mi alcance, a tirar los objetos de las repisas. Cogí la foto de nuestra boda y la estrellé contra el suelo, rompí el cristal y el marco y rompí la foto en pedazos tan pequeños como confeti. Cuando la puerta se abrió los recogí en la palma de la mano.
Anna parecía cansada.
«Un día negro», dijo. «Se me ha pinchado una rueda, y también estaba pinchada la de repuesto.»
Me puse delante de ella y le soplé los pedazos a la cara. «Nuestra boda», dije, «esto es lo que queda».
«¿Por qué dices eso?»
«¿Por qué? ¿Por qué?», empecé a gritar. «¿Por qué? Trabajo todo el día por mi familia y vuelvo y soy un hombre solo. Ya no tengo mujer ni hija. El pobre imbécil sólo sirve para traer dinero a casa. ¡Pero el pobre imbécil está harto, absolutamente harto!»
Giulia se escondió detrás de las piernas de su madre.
«Tranquilízate, Saverio, cálmate. Ya te he dicho que hemos tenido problemas.»
Me sentía como una cafetera que lleva demasiado tiempo en el fuego, la presión subía y subía y seguía subiendo.
«¡No sabes decir otra cosa!», grité, y luego hice algo que jamás hubiera creído posible. Le solté una bofetada.
Hubo un momento de silencio. El teléfono sonó pero no lo descolgó nadie. Giulia dijo: «Papá malo.»
Anna la cogió en brazos y le dio un beso en la frente.
«No. Papá no es malo. Sólo está muy cansado. Mira, le hacemos una caricia.»
Giulia dudaba con la mano en el aire. Había sorpresa, miedo en sus ojos. Entonces Anna la guió hasta mi mejilla.
«Querido papá.»
Las yemas de sus dedos eras frescas, inseguras, sobre mi cara incandescente.
«Te odio», murmuré al oído de Anna antes de salir de la casa.
No tenía las llaves del coche, no tenía la billetera. Volver a buscarlos hubiera sido demasiado humillante. ¿Dónde podía ir a dormir aquella noche si no era al sótano?
Ahora sé que, en el camino que recorrí hasta llegar a aquel punto, el sótano era el último túnel que superar, la última valla que salvar antes de alcanzar la meta. Hubiera podido irme a la calle, entrar en el primer bar y emborracharme antes de caer adormilado en un banco del parque. Hubiera podido ir a casa de un amigo y hablar con él como un loco hasta las primeras luces del alba. Hubiera podido hacer todo eso, pero, como un autómata, empecé a bajar las escaleras.