En el sótano encontré lo que me faltaba. Una bicicleta. Una bicicleta nueva, con un faro rojo al lado del timbre. Del manillar colgaba la bolsa de una tienda para hombres.
Yo tenía razón: en el cambio de Anna había realmente otro hombre, un hombre tan arrogante como para esconder su bicicleta en mi sótano. Sí, venir en bicicleta era más fácil que venir en coche, dejaba menos huellas. ¿Qué hacía allí la bicicleta?, me pregunté.
¿Lo había sorprendido un día la lluvia y ella lo había acompañado a casa en coche? «Dejemos la bici en el sótano», le dijo, «mi marido no baja nunca».
Mientras yo me volvía loco por aquel bosque, ellos se decían cosas dulces entre mis sábanas.
¿Era el médico o no era el médico? A estas alturas ya no tenía ninguna importancia. Me bastaba saber esto, que yo no me había engañado.
Ahora el fuego de los alerces se extendía en mi interior. Sentía cómo las llamas lamían el tronco y las ramas crepitaban un instante antes de romperse.
Era imposible dormir allí y me quedé sentado un rato. Entonces vi dos viejas pesas de gimnasia. Las cogí y empecé a moverme. Hice pectorales, dorsales y carrera sobre el terreno, flexiones y más pectorales. Sentía en mi interior una energía tremenda. En la base de toda energía, hay alguna forma de calor. Para no estallar, debía disiparla. En el sótano no se veía el alba, así que no dejaba de mirar el reloj. Tenía un pulsador que iluminaba la esfera un momento.
Las cinco y media.
Las seis.
Las seis y cuarto.
A las ocho Anna llevaba a Giulia a la guardería. Esperaría su vuelta para salir y decirle lo que pensaba de su conducta. Esa mañana misma, iría al abogado y pediría la separación. Una separación dolosa con custodia de la niña. Me sentía muy cerca del triunfo.
Todo se desarrolló de un modo muy rápido. A las ocho y media salí. Ante la puerta de casa había un perro blanco, grande, que no había visto jamás.
«¡Aparta!», le dije.
Pero siguió mirándome como si no me hubiera oído. Entonces cogí con fuerza la piel del cuello y con un movimiento brusco lo tiré por las escaleras.
Anna no había vuelto todavía. Me quedé esperándola de pie, en el recibidor. Esperé entre cinco y diez minutos.
Cuando entró y me vio, dijo: «¿Dónde has dormido? He estado preocupada toda la noche.» Fingía, ponía cara de tristeza.
«¿No te has dado cuenta? Estaba muy cerca.»
«¿Muy cerca?»
«Bajo tus pies.»
«¿En el sótano?»
«En el sótano.»
Disfruté estudiando la expresión de su rostro. Parecía desilusionada. «Entonces ¿ya lo has visto todo?»
«Lo he visto todo.»
Yo esperaba que estallara en sollozos, que se arrojara a mis pies implorando perdón. Pero sonrió, hasta sus ojos eran alegres. Abrió los brazos diciendo: «Entonces feliz cumple…»
¿Por qué tenía todavía una pesa en la mano? La levanté y cayó sobre su frente. Hubo un ruido sordo y Anna cayó al suelo como un trapo.
V
Del bosque no he sabido más. ¿Dónde habrán ido a parar todos los apuntes que tomé, todas las fichas con los análisis y las pruebas? Es muy probable que el propietario renunciara a salvarlo.
Una mañana llegarían dos trabajadores forestales y con la motosierra cortarían los troncos, uno tras otro. Durante una semana entera invadiría el valle aquel sonido de muerte. Dientes de metal que agredían a lo que un día estuvo vivo. Luego el ruido se apagaría y volvería a borbotear el riachuelo. Los picos volverían a picotear otras cortezas; y los luganos y los jilgueros, a volar estupefactos sobre aquella gran mancha desnuda que un día había sido su mundo.
Perder los dientes, perder el pelo. De noche no soñaba con otra cosa. El bosque que moría y yo que me quedaba sin dientes. Sin dientes y calvo. Los dientes no se caían uno a uno, sino todos a la vez. Tintineaban en el suelo como bolas de cristal.
El pelo no tilia de manera diferente. Me pasaba la mano y se me quedaban mechones enteros entre los dedos como si fueran una peluca. Entonces me ponía a llorar. Lloraba en silencio. ¿Adónde podía ir con aquel aspecto? Sin dientes, sin pelo, sólo podía dar risa o lástima. No inspiraría ni respeto ni miedo. Por eso no he querido volver a aparecer en público.
El bosque estaba muerto y también Anna estaba muerta. La vi tendida en el suelo y me sentí impotente, como con los árboles. No pensaba que fuese tan fácil apretar el interruptor. Apenas si la había rozado y se había ido.
Durante algunos minutos, pensé en una broma, repetí: «Venga, vamos, levántate, era una broma.»
Le llevé un vaso de agua fría.
Los labios no se abrieron y el agua resbaló por el cuello, mojando la camiseta.
¿Podía escapar? Sí, hubiera tenido tiempo de sobra. Hubiera podido coger el coche y correr hasta la frontera sin levantar el pie del acelerador. Incluso, hubiera podido meterla en un saco y tirarla a algún río.
Pero sólo me quedé a su lado, cogiéndole la mano.
Cuando alguien llamó a la puerta, fui a abrir.
Era el cartero. Cogí el telegrama y le dije: «Entre. He matado a mi mujer.»
Giulia todavía estaba en la guardería.
Un mes más tarde, el abogado me llevó un periódico con su foto. Supe que era ella por los zapatos, el babero, la bolsa. El rostro lo cubría una mancha desenfocada, de los bordes sobresalían dos coletas con un lazo a cuadros. Debieron hacer la foto la mañana de la tragedia porque Anna sabía anudárselas así. La oía tararear en el baño: «¿De quién son estas coletas? Las coletas de un ratoncito.»
Una persona desconocida la llevaba de la mano. Giulia parecía un pelele, los brazos flojos, arrastrando las piernas. ¿Le habían dicho algo o lo había comprendido sola? La foto desenfocada, de todos modos, era una hipocresía. En el pie de foto habían escrito: La pequeña Alice (nombre supuesto) hija del ingeniero agrónomo uxoricida.
Luego, un día, cuando ya estaba aquí, con el olor y el ruido del mar, de pronto abrí los ojos y entendí por qué había muerto el bosque. Su final no lo había causado ni un insecto ni un cáncer ni un virus, sino sólo la envidia. Envidia porque los alerces crecen entre o junto a los abetos blancos, los abetos rojos, los pinos silvestres. En verano son tan iguales que los profanos los llaman sólo árboles de Navidad, pero en invierno todo cambia. Los alerces se deshojan y los abetos y los pinos conservan las agujas. Así, desnudos en el hielo, aparecen, delicados, cubiertos de nieve. La gente pasa y dice: mira ésos, qué hermosos, y qué tristes aquéllos, muertos ya.
Y así los alerces sintieron envidia. No tenían paz: ¿qué tienen ellos que no tengamos nosotros? Si Dios nos ha hecho, ¿por qué no nos hizo a todos iguales? Nos ha dado las agujas y una forma piramidal a los tres. Crecemos a la misma altura y alimentamos a los mismos tipos de animales. Con nuestra leña se construyen casas magníficas. Los vapores de nuestras resinas curan a los enfermos de los bronquios. ¿Por qué, entonces, los pinos y los abetos reciben un trato de favor?
Desde hace un par de años mantengo correspondencia con el fraile amigo de Anna. Empezó él. No le contesté inmediatamente. Es más, al principio, cuando veía sus cartas, las rompía gritando: «¿Qué quiere de mí? ¿No tengo ya bastante sufrimiento?» Por fin, le mandé una nota pidiéndole que no me escribiera más. Me contestó. Dejé pasar unos meses y también le contesté yo. Es la única persona que ha dado señales de vida en estos años.
Mi teoría sobre la muerte del bosque le hizo mucha gracia, pero añadió una apostilla. Los alerces, escribió, no tienen envidia de las agujas perennes, sino del amor. ¿No sucede lo mismo entre los hombres? ¿Por qué cree que Caín mató a Abel? Porque creía que era más querido. ¿Y por qué los hermanos de José lo arrojaron a un pozo? Porque el padre lo prefería hasta el extremo de regalarle una túnica de mangas largas, la misma túnica que encontraron ensangrentada entre la arena.