Hubo un momento en que me rebelé. Todo esto es una locura. Es una locura existir. Yo soy una locura. Es locura todo en lo que he creído. Durante años me he arrodillado ante el vacío. Durante años he hablado del vacío. Durante años he intentado convencer a quien tenía a mi lado de que el vacío estaba lleno, y de que esa plenitud tenía un nombre y un sentido dignos de veneración y de respeto. Mi desesperación era absoluta. Cada mañana me levantaba y me preguntaba: ¿qué hago? ¿Sigo viviendo con mi hábito de fraile como si no pasara nada, difundiendo mentiras o pongo fin directamente a mis días?
Ha sido terrible, ¿sabe?
Confesaba a las personas, recibía las confidencias de almas extraviadas, todos esperaban de mí un camino, una certeza, mientras yo me debatía en la oscuridad más absoluta, sin poder confiar mi extravío a nadie. Movía el calidoscopio con rabia, buscando una nueva respuesta a mis preguntas. Fue entonces cuando se me escapó de las manos y cayó al suelo, rompiéndose en mil pedazos. De pronto, me di cuenta de que todo aquello en que había creído hasta entonces no era otra cosa que ideas, proyecciones de mis angustias, de mis miedos. Había querido volver accesible lo que es inaccesible, había querido limitarlo, darle un nombre, un tiempo de desarrollo. Había querido reducirlo todo a la limitación de mi mente de hombre.
Fue en ese momento cuando empecé verdaderamente mi camino. El momento en que me quedé completamente desnudo, completamente inerme, completamente sin voz.
Ahora, cada día me levanto y voy a la ventana y sé que ese día podría ser el último. Ya no tengo miedo, ni sensación de vacío, más bien la trepidación un poco adolescente de quien espera el primer encuentro con el Enamorado.
Cada mañana, poco antes del alba, me asomo a la ventana de este feo edificio de cemento, miro afuera y veo los campos abandonados y, más allá, la silueta oscura de los cobertizos y las fábricas y las luces de los coches. ¡Hay tantas personas que van a trabajar a esa hora! Ahí me quedo hasta que la luz domina a la oscuridad.
Es un espectáculo que no cesa de asombrarme. Hay, en ese instante, delicadeza, fragilidad y también una inmensa potencia. Entonces, la mancha oscura del campo se convierte en hierba. Veo los tallos, uno al lado del otro, y el rocío que los cubre y los insectos que se quitan la sed en el rocío. Veo los gorriones que se posan sobre la fronda de las matas. Oigo su piar desordenado, alegre, y el piar más preciso de los pinzones y los herrerillos. Oigo el ruido de los coches y veo a las personas dentro. Veo sus corazones como he visto el rocío sobre los tallos, uno por uno, sus historias, sus angustias, sus inquietudes. Veo sus corazones y los corazones de las personas que están a su alrededor. Los niños que todavía duermen en casa, protegidos por el calor de las mantas y las mujeres ya despiertas y los padres ancianos que han pasado una noche insomne y ahora escuchan la radio. Veo los corazones y siento la respiración. Oigo la respiración de los que nacen y la respiración del que se va, como un gran concierto de viento. Es música de órgano o de flauta. Sube, desciende, sube. Entre el cielo y la tierra hay un intercambio continuo.
Y por eso cada mañana, sobre este feo alféizar de cemento, apoyo los codos y lloro. Lloro como quizá sólo pueden llorar los viejos, dócilmente, en silencio. Lloro porque veo el amor. El amor que nos precede y el amor que nos acogerá. El amor que, a pesar de todo, acompaña cualquier camino, incluso el más pequeño, incluso el más retorcido, incluso el más rico en errores. Lloro por el amor, y por todos los corazones que nacen, viven y mueren cerrados como cajas de muerto.
Rezo por usted. Rezo porque también usted pueda un día asomarse a su ventana.
Bajo el garabato de su firma había unas líneas más.
P. S. En los últimos meses he visto varias veces a su hija. Es una adolescente seca y longilínea, lleva el pelo como su madre, recogido en una cola de caballo, y tiene los mismos ojos, pero el color, así como la forma de las manos, son los de usted. Es una chica reflexiva, acostumbrada, como usted, a razonar meticulosamente. Se necesita un poco de tiempo para advertir la sutil inquietud que se agita en su interior. Las primeras veces rechazó bruscamente el tema. A la tercera dijo: «Mi padre es un asesino.»
Le respondí: «Tu padre es un hombre que realizó un gesto tremendo, pero no es un hombre malo.»
Estábamos sentados, uno al lado de la otra, sobre una tapia, sus pantalones tenían el borde deshilachado, balanceaba nerviosamente las piernas adelante y atrás. Mirando a lo lejos, dijo: «No se mata si no se es malo.»
¡En la adolescencia todo es blanco o negro! Respondí: «A veces hacemos algo malo porque somos débiles o estamos confundidos, porque tenemos miedo. ¿Qué harías si ahora saliera una serpiente de la tapia? Aunque te gusten los animales, probablemente la matarías.»
Con el tiempo, pude hablar de ustedes dos, del amor que unía a sus padres. «Cuando tú eras pequeña, tu madre estaba enferma y tu padre te cuidó como pocos padres lo hubieran hecho.»
Al pie de la tapia crecía una malva. Una abeja se zambulló dentro.
«Lo ves», observé entonces, «la abeja necesita la flor. Pero también la flor, para existir, necesita a la abeja. Estamos todos unidos por un invisible abrazo. Tu padre te necesita y tú lo necesitas a él».
Permaneció largo rato en silencio, con las manos no dejaba en paz a un mechón de pelo. Volvía la cabeza de modo que yo no pudiera verle el rostro. Respiró profundamente dos o tres veces, parecía querer rebelarse contra algo que la estaba ahogando. Luego, con la voz rota, muy bajo, preguntó: «Pero mamá, mi madre, ¿se alegraría?»
Le dije: «Sería la madre más feliz del mundo.»
Con la carta en la mano fui a la ventana. Era el crepúsculo y las gaviotas volvían de tierra firme. Había dos adultas sobre mí. Estaban casi inmóviles con sus grandes alas blancas. Las seguía una gaviota más joven. Aún tenía el plumaje oscuro y, a intervalos regulares, llamaba a las otras con un largo silbido.
El mar debía de estar un poco movido porque oía las olas romper contra los escollos. Cuando el mar estaba agitado, oía cómo mi sangre hacía un ruido similar, el corazón la bombeaba hasta los oídos y de los oídos descendía otra vez al corazón.
En el sobre del fraile, había otra carta. Era más pequeña y en papel rosa, cuadriculado. La abrí allí, de pie, mientras el sol desaparecía en el horizonte.
Querido papá…
Susanna Tamaro
[1] En italiano: O Dio (N. del t.)