III
A los trece años estaba más que harta de mis tíos. Sólo imaginarme sus voces y sus caras me ponía en un estado de profundo desagrado. Así, unos días antes de Navidad, decidí que ese año no iría a su casa. Pedí hablar con la directora y se lo dije.
«¿Por qué?», me preguntó mirándome directamente a los ojos.
«Porque no me gusta.»
«¿Hay algún problema?»
«Ninguno. Son viejos y me aburro. Sólo es eso.»
«Entonces lo siento, pero tienes que ir. El juzgado les ha concedido tu custodia. Y además estar solos el día de Navidad es distinto que estar solos cualquier otro día del año. Si te quedaras aquí, al final te arrepentirías.»
Toda la noche estuve pensando en escaparme, pero por la mañana hice lo mismo que todos los años. Cogí el autobús y me fui a la granja.
Los bizcochos ya estaban en el horno.
«¡Por fin has llegado!», gritó mi tía al verme entrar. «Cámbiate y limpia los conejos. Después ven aquí, que hay que desplumar el capón.»
Toda la antevíspera estuve haciendo lo que me mandaba.
Al anochecer empezó a caer una llovizna helada. Habíamos comido en silencio en la mesa de formica de la cocina, frente al televisor encendido. Los cristales estaban cubiertos de vapor. En una gran olla hervía el pavo. Era demasiado grande y, por arriba, sobresalían los muñones de las patas.
Lavé los platos y me fui a la cama. Las sábanas estaban heladas y el edredón parecía mojado. Vuom grnn vuom. De la ventana cerrada llegaba el ruido de los coches. Me sentía triste, esa tristeza reposada que precede al llanto. A los labios, por costumbre, me vino una oración pero me la tragué. Era ya demasiado mayor para los ositos y ya no conseguía agarrarme a los rezos. ¿Cuál era entonces el antídoto de la tristeza? Quería llorar pero de los ojos no salía nada. Sentía mi cuerpo como si fuera de otra persona. Intenté abrazarme. Frío sobre frío. Un abrazo entre dos serpientes, entre dos trozos de chatarra. Ahora me tiro por la ventana, pensé. Probablemente no me moriré, pero por lo menos me rompo las piernas o la espina dorsal, paso la Navidad en el hospital y el resto de mi vida en una silla de ruedas. Y en aquel instante sentí el perfume de mamá. Encendí la luz. En el cuarto no había nadie. ¿De dónde venía? ¿Era de verdad o sólo lo había soñado? En el techo, encima de la cama, había aparecido una mancha de moho. Parecía el hocico de un oso o el de un mono con la boca abierta.
Del piso de arriba todavía llegaba el ruido de la televisión. Allí estaban los dos monolitos, en las butacas cubiertas de celofán antipolvo. Dos insectos secos. Dos momias apergaminadas. Mi tía mandaba y mi tío obedecía. «Sí, Elide. Muy bien, Elide. Tienes razón, Elide.»
La víspera de Navidad procuré pasarla tranquila. Mi tía decía algo y yo la obedecía inmediatamente. Hacía todo sin levantar la vista para que no pudiera leer mi interior. De vez en cuando iba a mi cuarto y lanzaba la almohada contra la pared, y luego hundía la cara en la almohada y gritaba en silencio.
Por la noche abriríamos los paquetes, nos intercambiaríamos besos de agradecimiento, devoraríamos el pavo frío frente a un espectáculo de variedades y mi tío se reiría por los chistes más idiotas, los más vulgares.
Me esperaba la sexta camisa blanca, pero recibí un par de guantes de lana azul con refuerzos de polipiel. También yo sorprendí a mis tíos. En vez del acostumbrado jarrón hecho con mis propias manos o de los agarradores de croché, les regalé una pera y una manzana con un precioso lazo rojo. Todos los años, al abrir los regalos, mi tía repetía suspirando: «¡Qué maravillosa era la Navidad cuando el único regalo eran dos nueces y una naranja!» Así que le di gusto.
Luego nos sentamos a la mesa. Y, mientras mi tía se lamentaba de que los tortelloni no habían salido tan bien como los del año anterior y mi tío la tranquilizaba diciéndole que incluso quizá estuvieran más buenos, llamaron a la puerta. Mi tía estiró el cuello como un pavo.
«¿Quién será a esta hora y en un día como éste?»
Me levanté y fui a abrir. Era un negro con una bolsa inmensa. Vendía bragas y toallas. El blanco de sus ojos brillaba en la noche.
«¿Quieres comprar cosas bonitas?», me preguntó.
«Pasa», le dije, «es la cena de Navidad».
Mi tía se puso en pie de un salto: «¿Quién es?», gritó. «¿Cómo se te ocurre dejarlo entrar?»
«¿Es o no la cena de Navidad?», respondí.
«Lo es, pero no para él. Si fuera cristiano no andaría por ahí esta noche vendiendo sus porquerías.»
Mi tío se levantó y con una mano, débilmente, tocó la mano del negro.
«Gracias», dijo para demostrar su autoridad viril, «no necesitamos nada». Y lo acompañó a la puerta.
«¿Has cerrado bien con llave?», le preguntó mi tía cuando volvió.
«Sí.»
Seguimos comiendo en silencio. En el vídeo, niños de todos los colores, amaestrados como monos de circo, cantaban villancicos tontos, y alrededor los adultos daban palmas con los ojos brillantes.
Golpeé la cuchara en el borde del plato.
Los monolitos levantaron los ojos.
«¿Y si hubiera sido Jesús?», dije.
Mi tía se levantó a recoger los platos. «No digas tonterías. Jesús no era negro. Y no iba por ahí vendiendo bragas.»
Cuando me pasó el plato con las tajadas de pavo guisado, pensé: parecen trozos de cadáver. Es más: son trozos de cadáver, y lo dejé.
«¿Cómo vas a saber que no te gusta si ni siquiera lo pruebas?»
En vez de mandarla al infierno, sólo dije: «No tengo más hambre.»
Con el tenedor pinchó una tajada y me la lanzó al plato. «Pues te lo comes igual.»
En ese momento sucedió una cosa extraña. Sentí que el corazón empezaba a hincharse. Parecía como si hubieran desatornillado una arteria y la hubieran sustituido por una bomba de bicicleta. El manómetro subía y el corazón se volvía más grande. ¿Qué pasaría si chocara contra el lado cortante de las costillas?
Así que abrí la boca.
«¿Por qué no hablamos del amor?»
«¿De qué amor?», preguntó inmediatamente Cuello de Pavo.
«No lo sé. Os lo pregunto. ¿Cuántos amores existen? ¿Dos? ¿Tres? ¿Cuatro? ¿Diez? ¿Mil? Puesto que os casasteis, por lo menos conoceréis uno, ¿no? Por eso se casa la gente, ¿no? O vosotros…»
Mi tío se levantó. Temblaba de la cabeza a los pies.
«¡Ten respeto o…!»
«¡Sólo he hecho una pregunta! No sé qué es el amor, dónde está. Ni siquiera sé si existe de verdad y cómo…»
Mi tía me interrumpió con una sonrisilla: «Deberías habérselo preguntado a tu madre. Era una verdadera especialista.»
En ese instante el corazón tocó las costillas y desordenó todo. Cogí la tajada de pavo con las manos, la tiré al suelo y la aplasté con el zapato. «Detesto la carne», grité. «¡La detesto!» Y salí cerrando la puerta con violencia.
Hacía frío y no había cogido la chaqueta. La bici de mi tía estaba apoyada en la pared. Salí y empecé a pedalear. No sabía adónde ir, sólo sentía una increíble fuerza en las piernas.
En el cielo había unas cuantas nubes y unas cuantas estrellas.
La ruedecilla de la dinamo hacía vrrr contra la llanta de la rueda, la luz del faro era débil, intermitente, casi no atravesaba la oscuridad de la noche.
Casi sin darme cuenta llegué a la estación. Faltaba poco para las diez y el bar estaba abierto todavía. Entré y dije: «Una grappa.»
Era la primera vez en mi vida que pedía algo distinto de un chocolate caliente.
El primer sorbo me dio tos, y el segundo. Al tercero sentí flojas las piernas. En un rincón brillaban las luces de un flipper.
«¿A qué hora pasa el próximo tren?», pregunté.
«El último ya ha pasado», me respondió el hombre del mostrador, fregando vasos. «Y el próximo pasa mañana por la mañana.»