Tenía la cara grande y un gran bigote colgante. A lo mejor es mi padre, pensé. Mamá había llegado como yo a la estación, huía de algo y tenía miedo, estaba callada en un rincón y él, fingiendo consolarla, la había aplastado con su cuerpo enorme contra la pared del váter. Y nueve meses después yo vine al mundo.
Había terminado la bebida y me sentía rara.
«¿Tiene usted hijos?», le pregunté estúpidamente.
«Por desgracia, no», respondió. «Pero te puedo decir lo mismo que no me parece bien que estés aquí a estas horas. Ahora mismo cierro el local y vuelves a casa, ¿de acuerdo?»
Me acompañó a la puerta y echó la persiana metálica. Tenía un 127 decrépito, le costó bastante arrancarlo. Cada vez que lo intentaba, el tubo de escape temblaba como si fuera a caerse. Y luego se alejó dejando una estela de nubarrones blancos.
¿Volver a casa? ¿Qué me esperaba en casa? ¿Y si volviera al colegio? A lo mejor no había nadie, todas las monjas habían ido a ver a sus familias. Desde la vez del tizón, nunca me había atrevido a rebelarme de esa manera contra mis tíos. Como máximo, había sido un poco maleducada. ¿Cómo me recibirían? En el fondo, siempre había sido una huésped desagradecida.
Alcé la vista, un satélite atravesaba el cielo como si fuese un cometa. Era la noche de Navidad. Quizá mis temores eran temores inútiles. Quizá con su cola incandescente la estrella había calentado incluso el corazón de mis tíos. Llamaría a la puerta y, por primera vez, me acogerían con los brazos abiertos.
Ya pedaleaba hacia la casa, cuando oí una voz que me llamaba. Era el vendedor de bragas. Fumaba sentado entre las bolsas de mercancía.
«Estás aquí», dije.
Me hizo una seña para que me sentara y me ofreció su cigarro. Una, dos, tres caladas. A la tercera, alguien me cogió el estómago y lo revolvió. ¿Dónde estaba? ¿En una barca? Tenía ganas de vomitar como si hubiera mar gruesa. Todo me daba vueltas. Sí, iba en una barca y la barca se hundía, giraba en el remolino que me arrastraría al fondo. «¿Nunca habías fumado?», preguntó el negro. Su mano se apoyó en mi pierna, arriba, cerca de la ingle.
De repente, el remolino se detuvo y me eché a reír. La noche era negra, la carretera era negra, el vendedor de bragas era negro. ¿De qué color era el alma? Puede que también fuera negra, y por eso se me había escapado siempre. En vez de hundirme, ahora iba a tientas. Tendía las manos hacia adelante como en el juego de la gallina ciega. ¿Dónde estaba el límite de las cosas? No conseguía encontrarlo.
A nuestras espaldas pasó un tren. El ruido cubrió sus palabras. ¿Qué olor era aquel olor? Olor de bosque, de jungla, olor de animal que persigue y es perseguido. Su cuerpo estaba muy cerca, tan cerca que aplastaba el mío. ¿Quería calentarme? ¿Entonces por qué me apretaba con tanta fuerza? Yo tenía más ganas de reír que de llorar. Veía el blanco de sus ojos, sus manos habían desaparecido en la noche. ¿Cuántas manos tenía? Me parecía sentirlas por todas partes. Cuando en mi boca entró una especie de babosa prepotente, para defenderme cerré de golpe los dientes.
De repente, me encontré en el suelo. El negro gritaba cosas que yo no entendía, y escupía. Luego recibí una patada en la espalda.
Inmediatamente después, estaba montada en la bici y pedaleaba.
Pedaleaba y pedaleaba en la noche con el faro apagado y todo me parecía absolutamente quieto. Las piernas eran pesadas como las de las pesadillas, cuando debes escapar y nada responde a tus órdenes. Al principio sudaba. Luego el sudor se transformó en hielo. Un coche, adelantándome a toda velocidad, hizo sonar con rabia el claxon. Casi perdí el equilibrio. Cuando puse los pies en tierra miré alrededor y no reconocí nada. Ni una señal, ni un semáforo, ni un edificio.
¿Adónde iba? ¿Quién era yo? Observaba aquellos dedos que apretaban los frenos como los dedos de un desconocido. ¿Cómo me llamaba? Era como intentar coger un pez con las manos: cuanto más lo intentaba, más se me escapaba. No había nadie cerca a quien poder preguntarle: «¿Sabe quién soy?»
De repente en mi interior se formó una enorme cavidad y en aquella cavidad yo giraba con los ojos de par en par y la boca muy abierta, como un pez en el acuario. Yo era el pez y también su dueño. Existía y me miraba existir. Y, aun existiendo y mirándome existir, ni siquiera estaba segura de existir.
Luego, de golpe, todas a la vez, empezaron a sonar las campanas. Así me desperté. Es Navidad, dije, y soy Rosa. La Rosa salida de casa con el pavo bajo los pies, la Rosa que nadie quiere, la Rosa sin flores y llena de espinas, la Rosa que sólo se ha llevado una patada del negro. Miré alrededor y por fin me di cuenta de dónde estaba, y volví a pedalear hacia el pueblo.
Si no me hubiese fumado aquel cigarrillo, ¿hubiera sido todo de otra manera? ¿Quién puede saberlo? Tenía la grappa en el estómago, la primera grappa de mi vida. Con el humo, se había convertido en dinamita.
No pedaleaba con calma sino con rabia. El faro seguía apagado, pero la dinamo giraba y giraba. No cargaba la luz, sino la oscuridad de mi corazón. A cada vuelta de la cadena, aquel dolor confuso, aquella vaga sensación de humillación se transformaban en odio. Un odio puro, transparente e indestructible como el carbono en la composición del diamante. Al subir a la boca, el odio se transformaba en palabras. Aceleraba hacia la carretera comarcal y gritaba: «¡Iros todos al infierno!» «¡Reventad, cabrones, hijos de puta, mierdosos!»
El corazón había tocado las costillas, se había enredado entre ellas, como una pelota entre las ramas de un árbol. Para hacerlo estallar, bastaría un movimiento minúsculo. Las costillas eran como cuchillos. Respiraba y se clavaban en la carne. Cuanto más respiraba, más lancinante era el dolor. Quizá en un ventrículo se había formado un absceso y ahora, por fin, estaba supurando.
La plaza de la iglesia parroquial estaba llena de coches. Por las vidrieras se filtraba la luz cálida de las velas. Tiré la bicicleta al suelo. Si hubiese encontrado a alguien en la puerta, le hubiera pegado un puñetazo. No encontré a nadie, así que abrí la puerta de una patada.
Todo sucedió muy rápidamente. La iglesia estaba llena de gente. A pesar de la homilía, todos se volvieron a mirarme. Atravesé la nave central a grandes pasos.
«¡Todos me dais asco!», grité, «¿y sabéis por qué? ¡Porque sólo sois repugnantes, asquerosos sepulcros blanqueados!».
El párroco se quedó con la boca abierta y un brazo suspendido en el aire. Algún niño se echó a reír. Fui al nacimiento, cogí al niño del pesebre y lo levanté sobre mi cabeza, como un trofeo.
«¿Sabéis qué es esto?», grité, dándole vueltas en el aire. «¿Queréis de verdad saber qué es? ¡Es una estatuilla estúpida!»
Nadie rechistaba, todos me miraban asustados.
«¡Adoráis a una estatua!», dije, antes de tirarla en mitad de la nave. «¡Sólo una estatua!»
El ruido del niño al hacerse pedazos los despertó. Todos se persignaron. Vi a mi tía derrumbarse en la primera fila, a mi tío saltar para cogerme.
Don Firmato empuñó el candelabro y se precipitó hacia mí.
Conseguí huir por la nave de la izquierda. Al pasar, corriendo, arranqué los carteles de colores del catecismo. Con grandes letras, habían escrito: «El amor es…» Los arrojé sobre las velas a San Antonio. En menos de un segundo ardían. Yo ya estaba en la puerta.
Antes de salir, me volví y grité con toda la fuerza de mis pulmones:
«¡Escucha, Firmato, cerdo! ¡Amor sería besar a la Magdalena, no vomitarle en la cara!»
Luego me monté en la bicicleta y volví a casa.
¿Quería morir? Probablemente sí. La casa estaba vacía. En el fondo de la chimenea, todavía ardían las brasas.
De pronto, no sabía qué hacer. Me sentía vacía. Ya no me latía el corazón, sino la cabeza. Sentía un dolor fortísimo entre los ojos. Todo me daba vueltas. Me dejé caer en el celofán del sillón. ¿Qué pasaría ahora? ¿Llegarían los carabineros y me detendrían? O a lo mejor me mataba mi tía. ¿Cómo le había dicho aquel día al sargento?, «con mis propias manos».